Las heroínas del drama clásico grecolatino en el teatro iberoamericano:

algunas reflexiones sobre la tragedia de Argia de Juan Cruz Varela.**

 

Ángel Vilanova

 

Aunque sucede con bastante frecuencia, no deja de sorprenderme comprobar, otra vez, que "el inconveniente de la `investigación´ es que, a fuerza de buscar, ocurre que uno se encuentra.... con lo que no buscaba", como escribía Gerard Genette en sus Palimpsestos de 1982.1 Esto es, en buena medida, lo que me ha ocurrido al emprender el estudio de una de las tragedias escritas por Juan Cruz Varela, poeta y dramaturgo argentino que nació en Buenos Aires el 23 de noviembre de 1794 y murió exiliado en Montevideo el 23 de enero de 1839. Como si me hubiera encontrado ante una verdadera caja de sorpresas, no bien me dispuse a examinar Argia con el propósito de conocer sus relaciones con la Tradición Clásica Grecolatina desde una perspectiva transtextual, advertí que se imponía, de una manera mucho más notoria que en otros casos, tener especialmente en cuenta las relaciones de la obra no sólo con la "realidad" textual, esto es, con los textos a los cuales podría remitir, sino también a lo que Genette denomina "realidad extratextual", con la historia, en suma, que en el caso a tratar constituye un problema nada sencillo, como se podrá apreciar más adelante.

Por otra parte, si "la crítica es -como declaró hace tiempo Ricardo Piglia- una de las formas modernas de la autobiografía"*, en la que quien la practica "reconstruye su vida" a través "de los textos que lee", y que no puede ser sino "ideológica, teórica, política, cultural", se comprenderá la particular significación que tenía para mí esta incursión exploratoria en la obra de un autor argentino del siglo pasado, tras más de veinte años de "trasterramiento" como decía Angel Rama, y urgido por ello a una modesta especie de "retorno a las fuentes". En honor a la verdad, y con sincera pena, tengo que confesar que hasta no hace mucho tiempo, Juan Cruz Varela había sido sólo uno de los varios y en apariencia intrascendentes versificadores neoclásicos, a quienes uno leía casi exclusivamente por obligación, incluso pese a sus estrechas conexiones con Virgilio, tan cuidadosamente estudiadas por Gerardo Pagés.2 Cuando en el Simposio sobre los estudios de Filología Clásica en América Latina realizado en Mérida, Venezuela, en 1994, tuve oportunidad de conocer el estudio de Marta Garelli sobre la relación hipertextual comprobable entre el Libro IV de la Eneida y Dido, la tragedia de Varela, advertí la necesidad de revisar aquella subestimación, sobre todo porque por esa misma época, desde la misma perspectiva que Garelli, había yo comenzado a estudiar la funcionalidad de la presencia de diversas heroínas del drama clásico grecolatino en el teatro iberoamericano, comenzando por Antígona, y porque Argia, precisamente, la segunda tragedia escrita por Juan Cruz Varela (además de otra, inconclusa, titulada Idomeneo) era la representación de un tema estrechamente relacionado con el de la hija de Edipo: Argia, hija de Adrasto y viuda ya de Polinices, junto al hijo de ambos, Lisandro, reclama a Creón los restos del muerto para darle sepultura.3 Comprendí entonces que no podía limitarme a un examen casi inmanente de la tragedia de Varela, sino que debía ampliar la mirada a una serie de problemas como el del momento de la cultura rioplatense en que la obra había sido escrita, en el que se estaban dando los primeros pasos de lo que se denomina corrientemente "literatura nacional" (en beneficio de una mayor claridad, habría que decir "rioplatense" y no "nacional"), contemporáneos de los de la lucha independentista aún no definida por entonces (las últimas y decisivas batallas de Junín y Ayacucho datan de 1824 y 1825, respectivamente), así como resultaba igualmente ineludible tener en cuenta el enfrentamiento de las dos orientaciones culturales predominantes que han marcado la historia general de las naciones iberoamericanas, comúnmente designadas "culta", una, y "popular", la otra. Este enfrentamiento, adormecido o postergado durante la etapa emancipadora, a la culminación de ésta recobraría con fuerza su papel en las diversas instancias del desarrollo histórico y mantendría su vigencia hasta nuestros días.

 

Uno de los principales rasgos distintivos de la literatura en el Río de la Plata entre 1800 y 1830 es su marcado carácter instrumental. Y si la literatura se puso al servicio de la revolución, tanto en el caso de su vertiente culta como en la popular, con el teatro ocurriría otro tanto. En 1817, siguiendo los modelos europeos, se había creado en Buenos Aires la Sociedad del Buen Gusto en el Teatro con el fin de "fomentar la creación dramática bajo el lema: ´El teatro es instrumento del gobierno´".4 Tan franca y explícita afirmación se explica fácilmente si se atiende a las críticas circunstancias históricas de la época, aunque esa instrumentalidad de la literatura y el arte en general perdurará unos cuantos decenios más. En su contribución al volumen colectivo Esplendores y miserias del Siglo XIX, un estudio sobre la cultura y la sociedad en América Latina5, Javier Sasso reconsidera las relaciones entre romanticismo y política en América Latina; su reflexión incluye varias citas de Juan Bautista Alberdi que me permito recitar aquí, más o menos libremente, para apoyar aquel aserto: "...escribimos siempre para las ideas, no para el arte", "la palabra no es para nosotros más que un medio de acción" (1839); "el arte...trabaja principalmente para la política, para la libertad, para la patria" (1849), por lo cual -agrega Alberdi-, "el juicio que nos formamos de un arte debe depender absolutamente de la idea que nos hagamos del fin de la sociedad...Este fin es el progreso, el desarrollo, la emancipación contínua de la sociedad y de la humanidad" (1838).6 En el mismo volumen colectivo, Antonio Cornejo Polar estima que esa instrumentalidad "caracteriza profundamente toda la literatura de la época." Piensa, además, que "la agenda de problemas abiertos por la independencia era lo suficientemente vasta y urgente, hasta angustiosa a veces, por lo que no es difícil imaginar la fuerza de su apelación frente a la élite letrada que, por lo demás, estaba muy lejos de imaginar su práctica escritural en términos de autonomía estética".7

El proceso iniciado en 1810 se había fijado como objetivos fundamentales la conformación de nuevas naciones, por un lado, que, por otro, se plantearan como fin legitimador a lograr la modernización y el progreso. Para ello era imprescindible la constitución de, entre otras cosas, una literatura, ya que "la nación no deriva en una literatura nacional, sino que, por el contrario, la literatura construye la nación como espacio utópico de conciliación y homogeneizacion".8 Para hacer viable ese proyecto no bastaba "la escritura fundacional del discurso jurídico". Se requería "otra que dibujara el imaginario poético" de las nuevas sociedades, y que, infortunadamente, no era "decretable", sino un "proceso" 9 a llevar a cabo, tan difícil, complejo, contradictorio y lento que parece incluso, a veces, no haber concluído aún.10

 

Ahora bien, ¿cómo llevar a buen término el proyecto modernizador? ¿Qué sujeto social debía hacerse cargo de esa tarea? Obviamente, parece redundante decirlo, tal sujeto sería el sector intelectual, minoritario heredero de los poderes que le habían sido conferidos por la "ciudad letrada", que se fortalecerían en la "ciudad escrituraria", como explicaba Angel Rama, y mediante los cuales esa élite intentaría concretarlo, con una buena dosis de mesianismo, apelando a diversos instrumentos, especialmente a la educación, de acuerdo con el modelo europeo de la Ilustración: "como derivación de la colonia, el siglo XIX nace entonces `bajo el signo de la ciudad escrituraria¨ -escribe Mabel Moraña- que organiza `los órdenes simbólicos de la cultura´, poniéndolos al servicio de la ideología del progreso, que luego de un largo y azaroso tránsito desemboca en la modernización de fin de siglo".11

En un ámbito de dicotomías y antinomias difícilmente solubles, como ha quedado en evidencia hasta hoy, en la región rioplatense (no sólo en ella, por supuesto), fue más o menos unánime la convicción de que el abismo representado por la oposición "culto"/ "popular" (intercambiable, creo, con otras como "letrado"/ "iletrado"; "universalismo"/ "regionalismo" o "nacionalismo"; "tradición"/ "innovación" ; "barbarie"/ "civilización") podía ser salvado mediante la armonización de las dos independencias necesarias, la política y la cultural. Esta última suponía la satisfacción de otro reclamo: la "creación de la literatura nacional", por la que abogaría, entre otros, Juan Cruz Varela, aunque desde su punto de vista eso sólo sería posible por obra de los "letrados", imbuídos de la idea de un progreso general sólo alcanzable por medio de transformaciones radicales, llevadas a cabo siguiendo los modelos de las naciones avanzadas de Europa.12 Para los sectores no letrados, en cambio, cuyas ideas e imágenes se servían predominantemente de la expresión oral, marginados de la escritura como estaban, esa armonización sólo sería posible merced a una "evolución parsimoniosa (...) de la vernácula tradición española, de la religión inmanente", evolución comandada por los "caudillos (...), natos representantes de la tierra", según escribió Arturo Berenguer. 13

Entre ambos extremos lamentablemente dominantes se ubicaron algunas inteligencias, como Simón Rodríguez quien, para Angel Rama, al ocuparse del problema de la desarmonía entre independencia política e independencia cultural, alentando también él la idea del progreso de las naciones iberoamericanas, estableció "un paralelismo originalísimo entre el gobierno y la lengua", reclamando "que ambos se coordinaran y, además, que surgieran de la idiosincracia nativa y no fueran meros traslados de fuentes europeas".14 Como se sabe, terminó por prevalecer, en la última parte del siglo XIX, la primera de las orientaciones mencionadas, aunque la otra no cejó en sus esfuerzos hasta llegar a alcanzar, entre finales de ese siglo y las primeras décadas del actual, una integración mutuamente enriquecedora.

 

II

 

Juan Cruz Varela integró el círculo áulico de intelectuales "orgánicos" del proyecto modernizador de los sectores dirigentes de Buenos Aires, encabezados por Bernardino Rivadavia, ministro del gobernador Martín Rodríguez a comienzos de la década de 1820 y presidente del gobierno más tarde, controvertida figura de la historia argentina que intentó llevar adelante ese proyecto sin conseguirlo (lo que sí logrará la llamada Generación del 80). La estimación de ese proyecto y sus consecuencias son todavía hoy un problema crucial para la historia argentina y, a mi juicio, la consideración y la posición resultante que se asuma tiene una indudable trascendencia a la hora de analizar y valorar la obra de un autor como Juan Cruz Varela. A lo largo del tiempo transcurrido desde entonces, las posiciones dicotómicas (en muchos casos cabría decir maniqueas) no se han caracterizado por su ponderación y sólo en los últimos decenios parecen haberse atenuado.

Resulta indudable que el proyecto modernizador es concebido e impulsado por las élites letradas de Buenos Aires, sin el necesario reconocimiento de las realidades de lo que por entonces eran aún las Provincias Unidas del Río de la Plata. A partir de 1810, con diversas alternativas, y sobre todo desde la presidencia de Rivadavia, el abismo al cual me referí se ahondó. El círculo rivadaviano, que algún crítico consideró una pequeña "corte", se propuso concretar el proyecto modernizador a través de diversas acciones en distintos niveles de la vida nacional. Una, la que interesa primordialmente aquí, fue incentivar la producción dramática, creando y apoyando instituciones como la "Sociedad Literaria de Buenos Aires", que estimuló la aparición de periódicos (El Argos) y revistas (La Abeja Argentina) y la "Sociedad del Buen Gusto en el Teatro". En su afán por crear un "teatro nacional", Rivadavia y sus colaboradores no ignoraron tampoco la necesidad de construir salas teatrales apropiadas, así como decidieron "sostener una escuela `de acción y de declamación´ que formara los intérpretes requeridos. Además, la Sociedad del Buen Gusto "mandó traducir piezas de Voltaire, Alfieri, Kotzebue, para reemplazar el habitual repertorio hispano" e "invitó a los nativos que se creyeran dispuestos a crear para el teatro a presentar sus piezas".15

Los resultados alcanzados fueron muy modestos, como era previsible, pero no faltaron entre las obras escritas algunas dignas de discretos reconocimientos, sobre todo teniendo en cuenta las precarias condiciones culturales (y las específicamente teatrales, en particular) en que sus autores habían trabajado y los altos fines a los cuales debían servir. Varela tenía plena conciencia de ello, sabía de las dificultades que debían enfrentar en la constitución de una literatura nacional.

Precisamente, en una serie de artículos sobre ese tema, titulada "Literatura nacional" , afirmaba que "no puede decirse que tenemos una literatura nacional; lo que en este ramo de ilustración hemos adelantado está reducido a algunos trozos sueltos, de diferentes géneros, de un número reducido de autores, bastantes que pueden llamarse buenos, y muy pocos que merezcan el nombre de perfectos... mucho tiempo pasará antes que hayamos formado nuestra literatura... Pero -agrega más adelante-, esta época ha de llegar y, para acercarla, es menester empezar indicando los caminos que deban conducirnos al término que deseamos, los escollos en que han tropezado los que han emprendido esta carrera y finalmente, las mejoras a que debemos aspirar". 16

En el texto ya citado y respecto de estos temas, Cornejo Polar sostenía que las "literaturas de las repúblicas recién fundadas" obedecieron "de una u otra manera al imperio de las urgencias modernizadoras" instaladas " en la áspera problemática de la definición nacional". De ahí, entonces, que los escritores y poetas debieran enfrentar el problema de la elección de "los géneros o espacios discursivos modernos" (no la "invención" -todavía-, que solo se daría varias décadas después con Echeverria y Sarmiento), y que una vez decididos tales géneros se vieran obligados además a iniciar "un proceso de aprendizaje de sus convenciones, usos y prácticas textuales". 17 Juan Cruz Varela es un buen ejemplo. En la carta en la que dedica a Bernardino Rivadavia su tragedia Dido escribe, con una buena dosis de ingenuo optimismo: "En una época en que todo marcha en nuestro país rápidamente hacia la perfección, cada individuo particular se siente arrebatado del movimiento común, y sus ideas insensiblemente se elevan. Mi pobre musa también ha sido envuelta en esta evolución general; y olvidándose -sigue- que, cuando más, sólo puede serle permitido el tocar la lira, ha tenido la audacia de aspirar a mayor sublimidad, y se atreve a ofrecer a V.S. su primer ensayo en la tragedia. He meditado tanto sobre este género de composiciones -agrega-, y estoy tan penetrado de las dificultades que ellas presentan aún a los mejores poetas, que conozco que hay algo de temeridad en haber emprendido esta obra..." Piensa, sin embargo, que esta "temeridad" podría servir de "estímulo de nuestros jóvenes privilejiados por la naturaleza" para "que ejercitaran sus talentos en el drama" de modo "que algún día, una musa argentina llegue a merecer que se diga de ella:

"Sola sophocléo tua carmina

digna cothurno". 18

 

A primera vista, resulta difícilmente cuestionable la representativa opinión de Berenguer Carisomo acerca del carácter "extrínseco" de la producción trágica de Varela, en consonancia con la "excentricidad" del proyecto rivadaviano, pero en el intento de explicar la decisión de Juan Cruz Varela de dedicarse a la producción de tragedias, conviene apuntar que el suyo no es el único caso, no sólo en el Río de la Plata, sino en otros países de la América hispánica: en Colombia, por ejemplo, José Fernández de Madrid (1789-1830) escribe dos tragedias tituladas Atala (1822) y Guatimoc (1825); en Chile, el dramaturgo Juan Egaña, "siguiendo los cánones neoclasicistas, daba a conocer traducciones y obras propias"; en México, José María de Heredia (1803-1839), entre otros, traductor y autor de algún sainete, "dejó inconclusas dos obras, Moctezuma o los mexicanos (1819) y Xicontencatl o los Tlascaltecas (1823), mientras en Buenos Aires, dejando de lado la perdida Siripo (¿1789?) de Lavarden, debe recordarse a Luis Ambrosio Morante, autor, director y dramaturgo al que se atribuye "el primer texto teatral sobre Tupac Amaru".19 Juan María Gutiérrez, el "fundador" de la historia y la crítica literarias en Argentina, recordaba mucho antes (hacia 1872) que mientras "en el mismo año 1824 en que se daba a luz el ´Argia´, firmaba en Nueva York el espatriado Heredia la traducción en verso de una tragedia titulada ´Sila´, llevado de propósitos sociales" como Varela.20 Tampoco deben omitirse otros datos comprobables de suma importancia en la consideración del problema de la autonomía de la literatura y el drama argentinos, tan traído y llevado por autores como el ya mencionado (insisto, por representativo de esta línea de pensamiento) Berenguer Carisomo. El primero: si se revisa la nómina de las piezas representadas en Buenos Aires desde 1792 hasta 1890 consignada en Noticias para la historia del teatro nacional, índice cronológico de obras y otros datos sobre el tema (cuyo autor lamentablemente no registré), publicadas por el Instituto de Literatura Argentina de la Universidad de Buenos Aires, en las primeras décadas de este siglo, se advierte un notorio hiato en las representaciones teatrales entre 1840 y 1869, período en el que se inscribe el gobierno del "gaucho" Rosas (Berenguer Carisomo dixit). Tampoco es posible mencionar obras que, corrigiendo la supuestamente errónea orientación de Varela y otros dramaturgos, tal como piensa el crítico recién citado, se ocupen de los aspectos de la realidad argentina ignorados u omitidos por aquellos autores (por ejemplo, y siempre de acuerdo con Berenguer Carisomo, algunos de esos aspectos que podían servir de asunto podrían haber sido "la indiada, la montonera, Rosas y Quiroga", que "rugían épicamente en torno de esta Atenas espectral que era la inocente Buenos Aires")21. Finalmente, si Varela proponía en sus artículos sobre la Literatura Nacional no descuidar los efectos indeseables que podía tener la frecuentación de autores europeos, franceses en particular, sobre la lengua española, a cuyos grandes autores consideraba imprescindible leer, todo lo cual no debía entenderse, aclara, como una proscripción del "estudio y conocimiento profundo de los idiomas y de la literatura extranjera", porque tal estudio era "sobremanera" recomendable ya que no sólo serviría "para recrear la imaginación y aprender cosas útiles", sino que también "suministraría grandes auxilios y recursos a la literatura nacional"22 ¿sería aventurado entrever en tal declaración un anticipo de lo que Borges postularía, en este siglo, en torno a la tradición argentina, en la misma línea de pensamiento de Bello, Alberdi, Martí, afirmando que "nuestra tradición es toda la cultura occidental", a la que tenemos pleno derecho, "mayor", incluso, "que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental"?23

En esa etapa germinal de la literatura y el drama argentinos, con las carencias y dificultades ya apuntadas, de búsqueda de géneros y otros "espacios discursivos" apropiados para las nuevas realidades políticas y sociales, Varela y los otros autores citados parecen pensar que la tragedia podía ser uno de los más adecuados. ¿No podría homologarse su situación a la de los autores italianos de los siglos XVII y XVIII que consideraban a la tragedia como el "coronamiento ideal y sublime del edificio literario" (la "mayor sublimidad" de la que hablaba Varela) y por ello percibían su ausencia, sobre todo en relación con Francia, como "prueba de una inconfesable impotencia"?24 Creo que no; aún más, tal homología podría ampliarse a un fenómeno común (si bien menos acusado...y hasta cierto punto hipotético): ¿fue la relación de los dramaturgos italianos con la tragedia clásica, la griega, más específicamente, directa o mediada, como la que, con mayor evidencia, establecieron los autores americanos con aquélla?

No he encontrado testimonios que prueben, especialmente en el caso de Varela que es el que importa ahora, lecturas de los textos de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Así como demuestra conocer muy bien a los más grandes poetas latinos, Virgilio, en particular (pero también Horacio y Lucrecio), cuya Eneida traduce en parte (lo que le ganó el elogio de Menéndez y Pelayo y María Rosa Lida) y escribe una tragedia, Dido, transdramatizando el Libro IV, su relación con la tradición clásica griega, en cambio, reconoce la mediación de diversos autores, especialmente, sobre todo por lo que se refiere a Argia, de Vittorio Alfieri, el poeta y dramaturgo italiano (1749-1803), varias de cuyas tragedias vuelven sobre algunos clásicos temas griegos, sin que no obstante tampoco pueda comprobarse sin dudas entre autor y temas una relación más directa que mediada. Este rasgo es uno de los varios que construyen una casi sorprendente afinidad con su discípulo bonaerense. Ambos pretenden renovar la escena patria, proporcionándole un verdadero teatro trágico, no sólo por su adhesión a los criterios presuntamente clásicos sino también por los asuntos tratados y los personajes que los viven en sus piezas. Tal vez por eso resulta válida la afirmación de Juan María Gutiérrez: "La tragedia clásica nació y murió en las orillas argentinas con el señor don Juan Cruz Varela", porque a diferencia de otros autores de tragedia ya mencionados, que "habían buscado la inspiración en las entrañas de la sociedad americana y sólo con el asunto protestaban ya contra la tradición"25, para llevar a cabo su segundo intento Varela opta por seguir el modelo de Alfieri, a quien curiosamente, como algunos críticos ven a Varela, De Sanctis por ejemplo consideró "un hombre nuevo con vestimenta clásica", y Crocce, un "protorromántico, contemporáneo del Sturm un Drang, anunciador del mundo moderno, que si no creó la tragedia nacional "volvió a crear la poesía y... la revolución italiana", según Carducci. A ese espíritu pre o protorromantico (más fácil de percibir en la poesía lírica en el caso de Varela) podría atribuirse la común decisión de poner su obra al servicio de elevados ideales, a la representación de temas que incidieran en la moral social.

Las producciones trágicas de Alfieri y Varela exhiben otras coincidencias, afinidades, en verdad, que mueven al segundo a tomar casi fanáticamente como modelo al italiano. A las ya mencionadas habría que agregar la compartida preocupación por la función educativa del teatro. No los impulsaba un "mero deleite estético y literario, sino, sobre todo, ...un idealismo ético y civil". "Creo firmemente que los hombres deben aprender en el teatro a ser libres -escribió Alfieri-, fuertes, generosos, transportados por la verdadera virtud, intolerantes de toda violencia, amantes de su patria, verdaderos conocedores de sus propios derechos y, en todas sus pasiones, ardientes, rectos y magnánimos. Tal era el teatro ateniense, y tal no puede ser ningún teatro que crezca a la sombra de un príncipe cualquiera".26

Tan cercana es la relación de Varela con la obra de Alfieri que, precisamente, en el Prólogo de Argia, a pesar de que estima que se debe dejar al poeta "toda la libertad posible" y que "una idea dominante" que aquél no debiera descuidar podría perjudicar "quizá al interés del drama, y al nudo y desenlace de la acción", como la época en que ha escrito la tragedia es la de "la libertad para mi país", no puede desaprovechar la oportunidad para atacar a los déspotas, los monarcas absolutos que son verdaderos tiranos, unidos en ese momento en una "inicua alianza, llamada santa", para oponerse a la independencia de las nuevas repúblicas.27

Llevando a cabo una "contaminatio" menor, a partir de la lectura (muy probablemente de la versión francesa de Trognon")28 "del Polinicio y la Antigóna, del célebre Alfieri", concibió "el plan de la pieza". Digo "contaminatio" menor porque, pese a la analogía apreciable con los procedimientos de los comediógrafos latinos (analogía que podría ampliarse hacia otros aspectos de los inicios de la literatura latina), no llega Varela a producir una verdadera transformación que habilitaría a considerar a Argio como un hipertexto de las tragedias de Alfieri. Se trata más bien de lo que podría apreciarse como una "traducción" de carácter "imitativo", en la que Varela pone en práctica casi puntualmente la poética de Alfieri estructurada en torno a la idea de que lo deseable es alcanzar la más acusada concisión posible, lo que a su vez implica la exclusión de todo lo que pueda considerarse accesorio, a fin de lograr la mayor simplicidad. A ese objetivo apuntan: el apego a las unidades neoclásicas de acción, lugar y tiempo; la trama escueta, los contados personajes, sin coro, ni heraldos, ni confidentes; los cinco actos obligatorios (con especificaciones adicionales al respecto, como que el primer acto debe ser brevísimo y el quinto "extrabreve"); el dinamismo en el diálogo, a fin de marchar "a grandes pasos" hacia el desenlace, así como que lo terrorífico debe darse en una medida natural para no resultar inverosímil. Este acatamiento a un esquema tan rígido es seguramente la causa de muchas de las limitaciones y fallas comprobables en Argia. Lo expuesto hasta aquí, empero, no significa que el poeta rioplatense, conciente de que "Lo remoto de las épocas, perdidas entre los tiempos que se llaman fabulosos, dá libertad a los poetas para que, dejando en pié los hechos principales y conocidos varien las circunstancias del modo conforme al plan cuya ejecución se ha propuesto"29, no ejerza, si bien con marcada moderación, esa libertad. Varela introduce, en efecto, algunas modificaciones dignas de subrayarse y que, de haber sido menos discreto y contenido, podrían haberle permitido dar a su tragedia un relieve más autónomo: uno de los más llamativos, a mi juicio, es el de dar por ya muerta a Antígona, a diferencia de Alfieri, y conferir en cambio el protagonismo a un personaje como Argia, ignorada o poco menos en las distintas versiones trágicas de la leyenda tebana, inaugurando con ella, me atrevería a decir, la nómina de las heroínas clásicas que especialmente desde mediados del siglo XX aparecerán recurrentemente en las transposiciones americanas de la tragedia clásica. Otra modificación destacable es haber definido el carácter casi monstruoso del déspota sin escrúpulos, encarnado en Creón, otro rasgo novedoso que toma de Alfieri (aunque como Varela aclara sus "colores no son tan negros" como en el autor italiano) mediante el abierto contraste con Adrasto, encarnación del monarca que ejerce su poder "como quieren los pueblos", con lo cual evita caer en maniqueísmos. Por fin, atribuye al déspota Creón, obsesionado por el poder, lejos de la idea tradicional del destino, la urdimbre que provocó el mortal enfrentamiento entre Eteócles y Polinices, convirtiéndolo así en el personaje más atractivo de la obra (lo que es coherente con el plan que se había propuesto). No parece desmedido ver en este tirano (cuya figura inevitablemente remite, anticipándola, a la figura del futuro gobernante del país, arquetipo del déspota para buena parte de la historiografía tradicional argentina: don Juan Manuel de Rosas). Tampoco parece excesivo atribuir a Varela, desde el ángulo de la historia de la literatura iberoamericana, una condición pionera en el tratamiento de un tema que tendrá larga y rica presencia en esa literatura: el tema del dictador.

 

Para concluir, y aunque sea un tanto abruptamente, me parecen necesarias unas pocas palabras sobre una arista de la obra de Juan Cruz Varela no considerada hasta aquí y que merece, por lo menos, un breve comentario. Me refiero al carácter poético del discurso dramático tanto de Dido como de Argia y de la inconclusa Idomeneo. Si bien Varela, como él mismo declaró, creía que su musa era fundamentalmente lírica, no se muestra menos competente en el manejo del endecasílabo ya consagrado en Italia por la preceptiva dieciochesca (como antes lo había sido el alejandrino en Francia) para la expresión trágica y que siguiendo el ejemplo de Alfieri, Varela aclimató con bastante acierto en la dramaturgia argentina, al punto de que su lectura no ofrece mayores dificultades y hasta es posible disfrutar de la misma.30

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Notas.

Gerard Genette, Palimpsestes, Paris, Ed. du Seuil, 1982, pp.7-8.

2. Gerardo H. Pagés, "Virgilio en las letras Argentinas", en : Boletín de la Academia Argentina de

Letras, Buenos Aires, tomo XXVI, No. 99, enero-marzo y No. 100, abril-junio de 1967.

 

 

3. Marta Garelli, "La tragedia Dido de Juan Cruz Varela (su relación de hipertextualidad con el

 

Canto IV de la Eneida) y Ángel Vilanova, "Aproximaciones al estudio de Antígona Vélez de

 

Leopoldo Marechal y Antígona furiosa, de Griselda Gambaro", en : Praesentia, Revista

 

Venezolana de Estudios Clásicos, Mérida, I, 1, 1996.

 

4. Raúl H. Castagnino, "La época de Mayo (1800-1830), en : Capítulo de la historia de la literatura

argentina, Buenos Aires, CEAL, 1967, p. 128.

Beatriz González et al. (compiladores): Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad en América Latina, Caracas, Monte Avila Editores, Latinoamericana, Equinoccio, Edic. de la Universidad Simón Bolívar, 1994.

Javier Sasso, "Romanticismo y política en América Latina: una reconsideración", en Esplendores..., ob. cit., p. 80.

 

7. Antonio Cornejo Polar, "La literatura hispanoamericana del siglo XIX: continuidad y ruptura

(Hipótesis a partir del caso andino)", en : Esplendores..., ob. cit., p. 15.

 

María Inés Torres, "Los otros/los mismos: periferia y construcción de identidades nacionales en el Río de la Plata", en Esplendores..., ob. cit., p.243.

 

9. Hugo Achúgar, "El Parnaso es la nación o reflexiones a propósito de la violencia de la lectura y el simulacro", en Esplendores..., ob. cit., p.55.

 

10. Cf. Beatriz González Stephan, "Modernización y disciplinamiento. La formación del ciudadano: del espacio público y privado", en Esplendores..., ob. cit.

 

11. Mabel Moraña, "De la `ciudad letrada´ al imaginario nacionalista: Contribuciones de Ángel Rama a la invención de América", en :Esplendores..., ob. cit., p.214.

Angel Rama, "La ciudad escrituraria", en La Crítica de la cultura en América Latina. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985, p. 14.

Arturo Berenguer Carisomo, Las ideas estéticas en el teatro argentino. Buenos Aires, Instituto Nacional de Estudios de Teatro, 1947, p. 188 (el subrayado es mío).

 

Angel Rama, "La ciudad escrituraria", ob. cit., pp. 15 y 12, respectivamente.

Raúl H. Castagnino, ob. cit., p.129.

Juan Cruz Varela, "Literatura nacional", en Félix Weinberg "Juan Cruz Varela, crítico de la literatura nacional", en : Boletín de Literatura Argentina de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, Año 1, No. 1, agosto de 1964, Córdoba, p. 45.

Antonio Cornejo Polar, ob. cit., p.17.

Juan Cruz Varela, Dedicatoria a Bernardino Rivadavia, en Poesías y las tragedias de Dido y Argia. Buenos Aires, Imprenta de La Tribuna, 1879. (el subrayado es mío).

Orlando Rodríguez, "Teatro del siglo XIX", en : Historia de la literatura hispanoamericana, Tomo II, "Del Neoclasicismo al modernismo"; Madrid, Cátedra, 1985, p. 361.

Juan María Gutiérrez, "Estudio sobre las obras y la persona del literato y publicista arjentino don Juan Cruz Varela", en : Revista del Río de la Plata, 1871, Tomo II, p. 250, (el subrayado es mío).

Arturo Berenguer Carisomo, ob. cit., p. 196.

Juan Cruz Varela, "Literatura nacional", ob. cit., p. 49.

Jorge Luis Borges, "El escritor argentino y la tradición", en : Discusión, Obras Completas, 1923-1972. Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 272.

Silvio D´Amico, Historia del teatro universal. Buenos Aires, Losada, 1954, Tomo II-3, p. 432.

Juan María Gutiérrez, ob. cit., Tomo I, p. 661.

Silvio D´Amico, ob. cit., p. 434 (el subrayado es mío).

Juan Cruz Varela, Prólogo de Argia, en : Poesías y las tragedias de Dido y Argia, ob. cit, pp. 405-407.

Rosanna C. de Barsotti, Una tragedia inédita de Juan Cruz Varela. Buenos Aires, El Ateneo, 1954, p. 14.

Juan Cruz Varela, Prólogo de Argia, ob. cit., pp. 405-407.

Para un examen más detallado de este aspecto, cf. Rosanna C. de Varsotti, ob. cit.

 

 

 

* Ricardo Piglia, "La lectura de la ficción", en : Crítica y ficción, Rosario, siglo Veinte, 1990, p. 17.

 

 

** Será incluído en un volumen colectivo conformado por las memorias del I Encuentro de Investigadores de Literatura Venezolana y Latinoamericana, Instituto de Investigaciones Literarias "Gonzalo Picón Febres"