La Tradición Clásica Grecolatina y las literaturas venezolana y colombiana de la primera mitad del Siglo XIX. *
Los cinco primeros decenios del siglo XIX de la historia latinoamericana ejercen la irresistible atracción de los comienzos, ya que es el momento de la formación y constitución de las nacionalidades, problema que, con todo lo que ello implica, aún reclama explicaciones más amplias y satisfactorias. Desde el campo literario, el fenómeno ha sido analizado según diversas perspectivas, aunque es frecuente la puesta en práctica de una metodología que parece concentrarse en una serie de oposiciones dicotómicas (culto o letrado/popular; campo/ciudad, por ejemplo), sin dejar por eso de sopesar la importancia de otros factores (prensa, público lector, etc.). La perspectiva que propone este IX Coloquio no ha sido puesta en práctica con la frecuencia y sistematicidad necesarias y no se cuenta en este ámbito sino con algunos aportes monográficos parciales, lo cual no supone subestimación ninguna de los mismos; al fin y al cabo, los esfuerzos globalizadores en el estudio de la literatura latinoamericana del siglo XIX (y no sólo de ella, por supuesto) están fuera del alcance de investigadores aislados y debería pensarse, como lo proponía Angel Rama hace tiempo al referirse a los estudios de la literatura comparada, en un texto general abarcador de la totalidad, constituído por aportes individuales que los propios lectores leerían como un todo.
Ahora bien, ¿ es posible estudiar la relación entre la tradición clásica grecolatina y la literatura latinoamericana, entre dicha tradición y las literaturas nacionales, en este caso la venezolana y colombiana, en las primera mitad del siglo XIX, sin prestar atención al contexto histórico en que tales relaciones se dieron ? Constatar la presencia, en muchos casos abrumadora, de diversos elementos de la tradición clásica grecolatina en nuestras literaturas (mitos, temas, motivos), especialmente en el período señalado, no resulta tarea para nada dificultosa. Aunque muchas veces de modo superficial, desde la enseñanza escolar, es más o menos conocida la reiterada presencia de dioses, ninfas, héroes, etc., predominantemente en su formulación latina, en la obra de poetas, dramaturgos, ensayistas, pero no es igualmente conocido el por qué de esa recurrente y abundante presencia ni, especialmente, de su función, del para qué de esa al parecer incontenible tendencia. Es decir, si se acudía a esa tradición para, a través de un proceso transformador, dar origen a otras obras, o bien se trataba de una referencia puntual y de tipo ornamental. Es necesario, entonces, analizar sin pretensiones de exhaustividad el estado de la cultura latinoamericana en el período 1800-1850, en general, sin ignorar algunos rasgos más o menos privativos de Venezuela y Colombia, que no son muchos ni demasiado diferenciadores.
En tal sentido, limitando el campo de estudio al ámbito literario (pero incluyendo el drama), lo primero que salta a la vista es que, especialmente desde fines del siglo XVIII, la tarea fundamental de los literatos de este período es el de la búsqueda de las formas expresivas adecuadas a las nuevas realidades y a las particulares condiciones de existencia de los diversos dominios del imperio español, con predominio cada vez más marcado, a medida que se prefigura con mayor nitidez el inicio del proceso independentista, de una intención instrumental de la producción literaria, tanto sea en el dominio letrado o culto como en el popular. Las formas literarias que hegemonizan el proceso son la poesía y el teatro que se ponen al servicio de la revolución. "El teatro es instrumento del gobierno", fue el lema orientador, por ejemplo, de la creación dramática que propiciaba una de las tantas instituciones (similares a las existentes en todas las principales ciudades americanas) que hacia 1817 se proponía intensificar la actividad teatral de Buenos Aires. Lo mismo ocurría en las demás ciudades importantes, Bogotá y Caracas, entre ellas.
Esta cruda franqueza es fácilmente explicable, sobre todo si se tienen en cuenta las difíciles y dramáticas circunstancias históricas del momento; los poetas y dramaturgos, profundamente involucrados en la lucha independentista, cumplen con total dedicación diversas funciones, diplomáticas, por ejemplo como Andrés Bello, José Fernández Madrid, José Joaquín Olmedo, Juan García del Río, mientras al mismo tiempo tratan de plasmar literariamente las nuevas realidades nacionales (aunque en los primeros tiempos las distinciones de este tipo carecen casi por completo de la trascendencia que adquirirán crecientemente una vez concluída la tarea emancipadora). Con matices diferentes, puede afirmarse, todos aluden a una entidad supranacional, América, y se entregan a la labor de construir su propio y particular perfil literario, sin detenerse en énfasis privativos de países, ciudades y regiones. En realidad, se trataba de la intensificación de ciertas manifestaciones de un proceso que había comenzado en el último cuarto del siglo XVIII aproximadamente, y de las cuales creo que bastará mencionar algunas particularmente ilustrativas, como por ejemplo disposiciones contenidas en el texto de la sentencia condenatoria de Tupac Amaru fechada el 15 de mayo de 1781, emitida por el Visitador de la Real Audiencia, José Antonio de Areche, de acuerdo con las cuales los corregidores debían evitar la representación en todos los pueblos de "sus respectivas provincias" de "comedias u otras funciones públicas de las que suelen usar los indios, de sus hechos antiguos" (según consigna Guillermo Ugarte Chamorro, a cuyo estudio preliminar a El teatro en la Independencia acudo, de esa disposición habría surgido la versión, no documentada, de que la noche previa al estallido de la sublevación se habría representado el drama Ollantay, atribuído al P. Antonio Valdéz, ante Tupac Amaru y sus seguidores). Cinco años más tarde una Ordenanza del Virrey Teodoro Decroix para reglamentar el funcionamiento del Coliseo de Comedias de Lima, fechada el 22 de diciembre de 1786, "prohibía la representación de obras ´en que se hallen esparcidos especies o conceptos opuestos a la sanidad de las costumbres, a los respetables principios de una bien ordenada política, o a las miras y sistema de la Nación´, y de otras de carácter religioso como vidas de santos y autos sacramentales y de ´las que rueden sobre degollaciones y destronaciones de Reyes, Conquistas, especialmente las de partes de los Dominios de America u otras semejantes...´" Finalmente, cabría mencionar un bando del Virrey José Fernando Abascal del 11 de marzo de 1815 en el que daba a conocer "la real resolución restrictiva de la libertad de imprenta que, seis meses antes Fernando VII había expedido en Madrid ´para todos mis dominios de España e Indias´", y en la cual podía leerse, además, que para evitar la difusión de "´doctrinas revolucionarias´" y de "´calumnias e insultos contra el Gobierno´" quedarían prohibidas las representaciones dramáticas no examinadas y permitidas previamente, así como se llamaba la atención de los actores y las actrices que solían "´añadir sentencias o versos, para cortar así el abuso que puede haberse introducido con la funesta idea de propagar máximas de trastorno, de irreligión y libertinaje´".1
Antonio Cornejo Polar considera que la instrumentalidad predominante de la que venimos ocupándonos "caracteriza profundamente toda la literatura de la época"; estima además que "la agenda de problemas abiertos por la independencia era lo suficientemente vasta y urgente, hasta angustiosa a veces, por lo que no es difícil imaginar la fuerza de su apelación frente a la élite letrada que, por lo demás, estaba muy lejos de imaginar su práctica escritural en términos de autonomía estética". 2
El proceso independentista que se inicia en 1810 se proponía conformar nuevas naciones en busca de la modernización y el progreso. Para ello resultaba imprescindible la constitución de una literatura ya que, al contrario de lo que muchas veces se piensa, la literatura contribuye a la construcción de la nación y no a la inversa: "la nación no deriva en una literatura nacional" sino que "la literatura construye la nación como espacio utópico de conciliación y homogeneización".3 Por lo tanto, había que dibujar el imaginario poético de las nuevas sociedades, lo cual requería de un proceso difícil, complejo, contradictorio.
Resultaba obvio que quienes podían y debían impulsar dicho proceso eran los intelectuales (poetas, ensayistas, dramaturgos), los herederos de los poderes que les habían sido conferidos por la "ciudad letrada", que se fortalecerían en la "ciudad escrituraria", según las distinciones de Angel Rama, y mediante los cuales esa élite trataría de concretarlo, animada de una buena dosis de mesianismo. De acuerdo con los modelos de la Ilustración europea, la élite letrada impulsaría la educación por considerarla instrumento insustituible para alcanzar la modernización, y a ese fin propendería también la producción literaria.
En un espacio cultural caracterizado por diversas dicotomías y antinomias fue más o menos compartida la convicción de que la oposición "culto o letrado"/"popular" (intercambiable con otras como "universalismo"/ "regionalismo" o "nacionalismo"; "tradición"/ "innovación"; "barbarie"/ "civilización") podía ser salvada mediante la armonización de las dos independencias necesarias, la política y la cultural. Eso pretendía, precisamente, Simón Rodríguez para quien, como recuerda Angel Rama, sólo era factible superar la desarmonía entre independencia política e independencia cultural si se alcanzaba una coordinación plena entre lengua y gobierno, lo cual suponía que ambos surgieran "de la idiosincracia nativa y no fueran meros traslados de fuentes europeas".4
II
En ese marco esbozado en sus grandes líneas se inscriben las literaturas de Venezuela y Colombia (en verdad, insisto, en el período considerado, la división en naciones distintas es casi artificial y tal vez lo más conveniente fuera estudiarlas como un todo. Todavía hacia mediados del siglo XX, Baldomero Sanín Cano incluía a Andrés Bello en el campo de la literatura colombiana ... aunque hay que reconocer que así procedía "por haber sido (Bello) agente de Colombia en la Gran Bretaña y por haber escrito algunas de sus obras cuando Venezuela formaba parte de Colombia").5 Los autores ( y las obras) que las constituyen se formaron, como en el resto del continente, tanto en las aulas universitarias (más allá de la no agotada discusión sobre el carácter conservador de la universidad y demás instituciones educativas) así como en otras instituciones, todas más o menos ligadas a la Iglesia. En muchos casos, sin embargo, la formación dependió más del esfuerzo individual, ejercido en un ambiente más o menos propicio por la proliferación de sociedades culturales, literarias y académicas (así como por la fundación "de cátedras de ciencias naturales, matemáticas y medicina; escuelas de dibujo, náutica y minería; teatros y jardines botánicos"). En un clima cada vez más efervescente los países (o regiones) latinoamericanos se abrían a las nuevas ideas provenientes de Europa que abonaban las tendencias independentistas. 6
En la formación de los "letrados", desde los mismos tiempos coloniales, el conocimiento de los diversos componentes de lo que denominamos Tradición Clásica Grecolatina era una constante, aunque el legado exhibía un notorio desequilibrio: si la literatura, el pensamiento y el arte latinos eran objeto de intenso estudio en contacto directo con autores y obras, no ocurría lo mismo con la literatura, el pensamiento y el arte griegos, cuyo conocimiento era indirecto (salvo contadas excepciones, la del filólogo José Luis Ramos, la del notable Francisco de Miranda y la de Andrés Bello quien habría estudiado el griego durante su estancia en Londres, aprovechando incluso la biblioteca del propio Miranda)7, bien sea a través de los autores latinos, bien por la vía de la literatura, la historia, la filosofía europeas, francesas especialmente. Por otra parte, a pesar de ese conocimiento directo de los textos, los principios teóricos y críticos dominantes denunciaban su indudable carácter neoclásico que muy pronto enfrentarían, cada vez más desventajosamente, los provenientes del Romanticismo. Precisamente, desde esta perspectiva, 8 la obra de Andrés Bello, la más representativa en relación con la temática de este Coloquio, generada por una de las personalidades de mayor relieve en el campo intelectual latinoamericano del período que consideramos (y mucho más allá todavía en el tiempo), es el más cabal ejemplo de las tensiones existentes entre el pensamiento y el arte y la literatura de corte neoclásico y los de carácter romántico, constatables en sus propios textos. A la vez, y por lo que más nos interesa, es sin duda uno de los letrados latinoamericanos del siglo XIX con mayor competencia en lo que atañe especialmente a la tradición clásica grecolatina.
La obra de Andrés Bello, amplia y variada, fue la de un auténtico polígrafo y ha merecido una innumerable cantidad de estudios, por lo que me limitaré aquí a un sintético tratamiento de una serie de textos poéticos y críticos seleccionados de acuerdo a su mayor pertinencia en relación con los objetivos de este Coloquio, a partir de la convicción de que el período 1800-1850 propuesto es el que mayor riqueza exhibe en su recurrencia a la Tradición Clásica Grecolatina de todo el siglo XIX y de que Bello es, si no el único, uno de los pocos que con mayor lucidez entiende el problema del más adecuado empleo y tratamiento de esa tradición. A mi juicio, ha llegado a mostrar incluso mucho más que atisbos de las productivas transformaciones que sólo serán puestas en práctica de manera plenamente conciente y más o menos extendida, especialmente en el teatro, desde mediados de este siglo XX que culmina, mientras que la generalidad de los otros autores del período parecen sólo apelar al clasicismo grecolatino con un propósito de encontrar allí un "ornato" erudito.
Es indudable que su condición de humanista se consolida con la lectura de los autores latinos, Virgilio, Horacio, en particular, pero también de los españoles del Siglo de Oro y los que le son contemporáneos (difundidos en todo el continente), Manuel José Quintana, Leandro Fernández de Moratín, Alvarez de Cienfuegos, así como Racine, Voltaire (a los que sumará en su estancia en Londres, la de los mejores poetas románticos ingleses). Joven aún, bajo la tutela de fray Cristóbal de Quesada, y más tarde en las aulas del Colegio o Seminario de Santa Rosa, llega a ser un "latinista consumado", escribe Rodríguez Monegal, al punto de que antes del ingreso a esa institución traducía junto a fray de Quesada el libro V de la Eneida. De ahí en más, aparte de abundantes lecturas (Calderón, Racine, entre otros), circula por las numerosas tertulias, veladas literarias y musicales, cuyo nivel sorprendería al barón de Humboldt, como las que organizaba el "afrancesado" Luis Ustáriz, a quien Miguel Antonio Caro consideraba un verdadero mecenas y cuya casa según el mismo poeta colombiano era "un templo de las musas". Por ese entonces Bello es un "poeta dieciochesco (empapado de neoclasicismo y de ese enciclopedismo optimista que habrán de ser puestos duramente a prueba durante su estancia en Londres)".9 Colabora en diversos periódicos y escribe, entre otros textos poéticos y dramáticos, una imitación de la segunda Egloga de Virgilio, aunque la inspiración es garcilasiana, y una adaptación de A la nave (O navis referent). Diversos rasgos caracterizaban el humanismo dieciochesco de Bello: dicción, métrica, alusiones mitológicas que remiten a modelos grecolatinos, pero también a los mejores poetas castellanos del período clásico y del moderno. Exhibiendo muchos de esos mismos rasgos escribe El Anauco (fechado hacia 1800), poema en el que no obstante sus indudables elementos neoclásicos (versificación, alusiones mitológicas, nomenclatura, paisaje convencional y casi abstracto) ya muestra a partir del título (nombre de un río venezolano), otros elementos concretos de la región. Asoma así lo que paulatinamente será un sello distintivo de su obra poética: el empleo de diversos elementos de la tradición clásica grecolatina para potenciar la significación de lo local, procedimiento que Bello conocía a través de la obra de Garcilaso, dando así lugar a una fusión de elementos que será común encontrar en otros autores y recuerda la convalidación de su poesía que, al igual que Dante, según destacó Ernst Curtius, buscó Bello en la tradición clásica grecolatina.
El poeta canta al Anauco, "para mí más alegre,/ que los bosques idalios/ y las vegas hermosas/ de la plácida Pafos..." y confiesa su esperanza de recorrer sus riberas tras su muerte:
" y cuando ya mi sombra
sobre el funesto barco
visite del Erebo
los valles solitarios,
en tus umbrías selvas
y retirados antros
erraré cual un día,
tal vez abandonando
la silenciosa margen
de los estigios lagos..."
Y más adelante:
" La turba dolorida
de los pueblos cercanos
evocará mis manes
con lastimero llanto,
y ante la triste tumba
de funerales ramos
vestida y olorosa
con perfumes indianos,
dirá llorando Filis:
Aquí descansa Fabio
mil veces venturoso !"
Finalmente, el poema culmina con la incorporación de otro tema, en cuyo tratamiento, llamativamente, Bello parece aludir a las naciones europeas considerándolas "bárbaras":
" Pero tú, desdicha
por bárbaras naciones
lejos del clima patrio
débilmente vaciles
al peso de los años.
Devoren tu cadáver
los canes sanguinarios
que apacienta Caribdis
en sus rudos peñascos;
no aplaque tus cenizas
con ayes lastimados
la pérdida consorte
ceñida en otros brazos."
La imitación de la segunda Egloga de Virgilio (1806-1808), un poema compuesto por quince octavas subtitulado "oda imitada de la de Horacio O Navis Referent", muestra ya claramente la libertad con que Bello se enfrenta a los modelos clásicos (la imitatio entendida como aemulatio), la cual le permite alcanzar cierta originalidad que confirmarán otros textos posteriores. Todavía se halla, sin embargo, en una etapa de formación en la estética neoclásica en la que se maneja con sobrada comodidad, aunque no haga aportaciones de naturaleza personal: "lo más destacable es el acercamiento a una temática americana a través de los modelos clásicos y universales que ofrecía la poesía neoclásica. Lo que ahora es un atisbo, años más tarde, se convertiría en definitivo en sus dos grandes poemas americanistas". Se refiere González Boixo, a quien cito, a la Alocución a la poesía, publicada en 1823 en La Biblioteca Americana, una de las dos revistas que Bello funda en Londres (la otra fue El Repertorio Americano, que apareció en 1826 y se publicó hasta 1827) y la silva a La agricultura de la zona tórrida, publicada en 1826 en El Repertorio Americano, siendo probablemente ambos poemas partes de uno más extenso aunque no escrito que Bello habría pensado titular América.
En la línea del Beatus ille horaciano Bello reclama:
Divina Poesía
tu de la soledad habitadora,
a consultar tus cantos enseñada
con el silencio de la selva umbría,
tu a quien la verde gruta fue morada,
y el eco de los montes compañía,
tiempo es que dejes ya la culta Europa,
que tu nativa rustiquez desama,
dirijas el vuelo a donde te abre
el mundo de Colón su grande escena".
Variante además del tradicional tema del "menosprecio de corte y alabanza de aldea", la Alocución le permite a Bello anticiparse a posteriores polémicas sobre la necesidad y posibilidad de una literatura "nacional" (preocupación que en el Río de la Plata revela más o menos contemporáneamente Juan Cruz Varela en trabajo también pionero), apuntando al cultivo de otros posibles temas americanos (los trabajos del campo, la cuestión indígena, las batallas de la lucha emancipadora). Según Teodosio Fernández, "parece exagerado" considerar al poema "una manifestación de independencia literaria", pero no es erróneo pensar que "se trata de una reivindicación de los temas americanos como poetizables, apoyándose para ello en la tradición bucólica y didascálica, en el prestigio indiscutido de Virgilio, de Horacio, incluso de los poetas peninsulares del primer Siglo de Oro". Si "la Poesía ha de abandonar la culta Europa, no es para crear en América una expresión distinta y original, sino porque Europa ya no reúne las características que permitían en el pasado esa imitación poética prestigiada por la tradición".10
La misma orientación americanista, la misma formulación discursiva neoclásica marcan su otro gran poema La agricultura de la zona tórrida en el que, finalmente, Bello es el Virgilio reclamado en la Alocución: "Tiempo vendrá cuando de ti inspirado algún Marón americano, ¡ oh diosa !/ también las mieses, los rebaños cante..." (vv. 189-191). Lo más importante a destacar en La agricultura... es que el proceso de integracion da un paso más y el aparato mitológico de la Alocución desaparece, manteniendo empero la misma inocultable filiación virgiliana y horaciana.
Esta postura anticipa opiniones que años más tarde Bello explicitará en diversos artículos en la última etapa de su trayectoria que corresponde a su larga estancia en Chile (1829-1865). Son los artículos que publica en otra de las importantes revistas que fundó, El Araucano, en el transcurso de los años 1841 y 1842 y se refieren al "Juicio crítico de los principales poetas españoles de la última era", de José Gómez Hermosilla, en los que condena "tanto los excesos románticos como los neoclásicos".11 Esta posición guarda total coherencia con las ideas expuestas en Londres, en 1829, en un artículo sobre las "Poesías de D.J Fernández Madrid", y con las que participará indirectamente (aunque según Rodríguez Monegal esta información es poco confiable) en la polémica de corte filológico entre sus discípulos y José Joaquín de Mora (1830), así como con las que pueden leerse en un artículo publicado el 3 de diciembre de 1841, donde cuestiona "el uso y el abuso de los elementos mitológicos en los poetas modernos y en particular en la poesía de Moratín. ´Da lástima -escribe- ver ensartadas en un estilo y versificación tan hermosos unas flores tan ajadas y marchitas. En las poesías bucólicas de los castellanos, ha sido siempre obligada, por decirlo así, la mitología, como si se tratase, no de imitar la naturaleza, sino de traducir a Virgilio, o como si las églogas o idilios de un pueblo debieran ser otra cosa que los cuadros y escenas de la vida campestre en el mismo siglo y pueblo, hermoseada enhorabuena, pero animada siempre de pasiones e ideas que no desdigan de los actuales habitantes del campo. Ni aún a fines del siglo XVIII, ha podido escribirse una égloga, sin forzar a los lectores, no a que se trasladen a la edad del paganismo (como es necesario hacerlo cuando leemos las obras de la antigüedad pagana), sino a que trasladen el paganismo a la suya".12
En la misma línea de ideas, confirmando su lúcida inclinación hacia la búsqueda de un equilibrio deseable entre las dos tendencias enfrentadas por esos años (Neoclasicismo vs. Romanticismo, que la tradición más extendida sintetiza en la oposición o enfrentamiento Bello vs. Sarmiento), en el discurso inaugural de la Universidad de Chile, por diversos motivos memorable, el multifacético Bello se niega a que se lo ubique "entre los partidarios de las reglas convencionales" y no cree que sus "antecedentes" justifiquen tal afiliación: "Yo no encuentro el arte afirma a continuación- en los preceptos estériles de la escuela, en las inexorables unidades, en la muralla de bronce entre los diferentes estilos y géneros, en las cadenas con que se ha querido aprisionar al poeta a nombre de Aristóteles y Horacio y atribuyéndoles a veces lo que jamás pensaron. Pero creo que hay un arte fundado en las relaciones impalpables, etéreas, de la belleza ideal (...) creo que sin ese arte la fantasía, en vez de encarnar en sus obras el tipo de lo bello, aborta esfinges, creaciones enigmáticas y monstruosas. Esta es mi fe literaria; Libertad en todo; pero yo no veo libertad, sino embriaguez licenciosa, en las orgías de la imaginación".13
No es posible mencionar, no sólo en el ámbito de la literatura venezolana ni en la latinoamericana de la etapa que estudiamos, otra figura del relieve de la de Andrés Bello. No obstante, no se trata de proponer una especie de gestación espontánea, de un fenómeno absolutamente aislado. Por el contrario, en la Caracas de fines del siglo XVIII y primeros decenios del XIX, cuyo nivel de desarrollo cultural sorprendió a Humboldt, Andrés Bello tuvo la oportunidad de alcanzar un grado de formación, y no sólo en el campo estrictamente literario, que lo habilitó a acrecentar ya entonces sus conocimientos y madurar intelectualmente para llegar a ser, a mi juicio, la personalidad más relevante del mundo latinoamericano del siglo XIX. (Aún está en discusión si el papel cumplido por las instituciones de ese momento, las educativas, en especial, fueron o no propicias para la cultura venezolana. En todo caso, otras organizaciones privadas, familiares, sí lo fueron.)
Cuando aludía a la imposibilidad de que un talento como el de Bello evolucionara solitaria y aisladamente y que eso fue posible porque Caracas le ofrecía en ese tiempo condiciones propicias para que ello ocurriera, pensaba en algunos de los contemporáneos de Bello que por otros motivos (no siempre otros, sin embargo) registra la historia continental como personalidades de relieve incluso más allá de las fronteras americanas. En un estudio de este tipo que se ampliara a considerar vidas y obras no estricta o solamente relacionadas con la literatura habría que ocuparse del Generalísimo Francisco de Miranda, el infortunado precursor de la emancipación, figura novelesca que participó en la Revolución Norteamericana y en la Revolución Francesa y llegó a ser consejero de Catalina de Rusia; fue, para lo que nos interesa, un consumado lector de los clásicos griegos, cuyos textos donó a la Universidad de Caracas, parte de una biblioteca de alrededor de seis mil volúmenes que al parecer le sirvieron a Bello para el aprendizaje del griego durante su estancia en Londres. 14
Aunque menor en edad, Simón Bolívar fue también contemporáneo de Bello (se supone que éste fue, aunque brevemente, maestro de aquél) y en la cuestión que tratamos, como "hombre de letras", con sólida formación humanística (en la que tuvo decisiva participación otra de las notables personalidades intelectuales que deben mencionarse, Simón Rodríguez) bastaría recordar su carta a José Joaquín de Olmedo en la que formula una notable crítica del Canto a la batalla de Junín, para poner de manifiesto su alta competencia en el campo de la poesía clásica grecolatina y en el de la teoría y crítica literarias.
Pero hay más: en las primeras décadas del siglo XIX, el ambiente intelectual y artístico de Caracas contará también con otras figuras destacadas. Así, por ejemplo, debe recordarse, junto a los mencionados antes, a José Luis Ramos por ser el primer profesor de griego de la nueva república, además de haber sido activo militante en la lucha independentista como redactor de El Correo del Orinoco, Encargado de la dirección General de Estudios e Instrucción Pública. Fue también autor de una de las primeras gramáticas castellanas y cuenta entre otros interesantes trabajos con una notable Disertación acerca del verso endecasílabo castellano, al cual reconoce linaje homérico y virgiliano. Con gran tino observaba Ramos, a quien Mariano Picón Salas atribuye la "traducción de Homero"15 (sin más especificación), que los antiguos "tratados de prosodia griega y latina", así como las "disertaciones" de los autores modernos en ellos basados, explicaban conceptos esenciales como el acento y la cantidad, descuidando "una exacta pronunciación. Reglas bastantes circunstanciadas -agregaba- nos demuestran cuáles son las sílabas largas y las breves, la diferencia de los acentos y los puestos en que deben colocarse; pero no sabemos ni jamás podremos saber, la genuina modulación con que entonaban sus palabras los griegos y los romanos, las sutiles inflexiones y la sinergia de las fuerzas del órgano vocal que los habitaba para expresar los sentimientos del ánimo con tan maravillosa volubilidad: en suma, nada conocemos de su acento poético u oratorio".16
La Disertación... de José Luis Ramos prueba no sólo su competencia en el campo de las lenguas y de la versificación grecolatinas, sino que además pone en evidencia la preocupación existente (Ramos comenta y discute otros trabajos sobre el tema) acerca de cuestiones de decisiva importancia en la tarea que, respecto de las literaturas griega y latina, será actividad poco menos que dominante, la traducción de los textos (especialmente de los antiguos, pero también de autores modernos, como Racine, Molière, Voltaire, Corneille, Sheridan, Byron, Dumas...). Una de las facetas más destacadas de Andrés Bello, justamente, fue su labor como traductor de Virgilio (Libro V de la Eneida, Georgicas), del Rudens de Plauto, cuyo manuscrito Menéndez y Pelayo lamentaba no poder descrifrar17, en su etapa caraqueña, es decir, de 1800 a 1819; de otros autores modernos, en sus etapas en Londres, de 1819 a 1829 y en Chile desde 1829 hasta su muerte: traducción y arreglo de Teresa, de Alejandro Dumas ; de Les Forberies de Scapin (Las bellaquerías de Scapin) de Molière, en prosa; adaptación fragmentaria de Marino Faliero, y Sardanápalo de Byron.
De su preocupación por el problema de la traducción, a la que sin duda consideraba factor vital para la formación de las literaturas nacionales, así como de la inteligencia que exhibe en su tratamiento dan cuenta diversos testimonios. En 1834, ya en Santiago de Chile, Bello manifiesta su acuerdo con la ley de Propiedad Literaria del Presidente Joaquín Prieto, cuyo artículo 90º establecía que el "traductor de cualquier obra y sus herederos tendrán los mismos derechos que los autores y sus herederos". Pensaba, además, que era necesario diferenciar "las simples traducciones de las adaptaciones con cambios de cierta importancia y de las refundiciones" que daban origen a otra obra. Por fin, poniendo de relieve la modernidad de su pensamiento, tras señalar "que aún las mejores traducciones adolecían de inevitable infidelidad" y referirse "al grado de originalidad que podían alcanzar, escribió: ´Siempre me ha parecido injusta la crítica que niega el título de genio creador al que tomando asuntos ajenos...sabe revestirlos de formas nuevas, bellas, características interesantes´."18
A su actividad como traductor de teatro debe agregarse la autoría de obras dramáticas ("formas menores", tal vez, como en general estima la crítica) como Venezuela consolada, alegoría teatral en verso y tres escenas (muy ligada a su Oda a la vacuna en la que, en la línea de Quintana, exalta el progreso que la vacuna contra la viruela importa), y en la cual aparecen como personajes Venezuela, Tiempo, Neptuno, un Coro de Nereidas y otro de Tritones; adicionalmente Bello fue autor de otra alegoría dramática titulada La España restaurada, estrenada el 25 de diciembre de 1808 y concibió, por fin, un proyecto de mayor envergadura que no se concretó: escribir una tragedia sobre la historia del famoso Tirano Aguirre, a partir de las informaciones de distintos cronistas como Oviedo y Baños, Castellanos, etc., con lo cual, como sostiene Chamorro Ugarte, Bello podría haber sido el iniciador del teatro histórico en América.
La producción teatral de Andrés Bello, limitada y todo, y, de mayor trascendencia, sus trabajos críticos sobre el teatro nacional e internacional, plasmada en numerosas publicaciones revelan a un competente conocedor de la historia del teatro, no sólo de obras y autores, sino también de las teorías dramáticas clásicas (neoclásica más exactamente) y romántica, en base a las cuales elabora y formula sus opiniones. El proyecto frustrado de escribir una tragedia sobre el Tirano Aguirre y la mención de la siguiente figura relevante de la literatura venezolana en las primeras décadas del siglo XIX, Domingo Navas Spínola, marca un necesario (y breve) paréntesis para formular algunas consideraciones sobre la extraordinaria importancia que el teatro, en sus diversas manifestaciones, pero, especialmente la tragedia, tuvo tanto como elemento imprescindible en la constitución de una dramaturgia americana, como también por su contribución a la lucha por la independencia. Una de las constataciones más llamativas que puede proporcionar la historia del teatro latinoamericano es la del crecido número de tragedias escritas en esos tiempos, mayoritariamente sobre asuntos americanos (de indígenas prehispánicos) y casi excepcionalmente sobre asuntos tomados de la Tradición Clásica Grecolatina. No es éste el lugar apropiado para extenderme más. No obstante, me parece pertinente plantear un obligado interrogante: ¿Cómo explicar esa cuantitativamente rica producción de tragedias (y además el gusto del público por la representación de tragedias. El 20 de diciembre de 1833, Bello pedía a los empresarios teatrales de Santiago de Chile que "economizasen un poco más las tragedias y principalmente las filosófico patrióticas...Basta ya de proclamas en verso. Ya hemos visto suficientemente parafraseado el vencer o morir..." 19)?
Al ocuparme hace algún tiempo de la obra del poeta y dramaturgo argentino Juan Cruz Varela, autor de dos tragedias completas y otra fragmentaria tituladas Dido, Argia e Idomeneo (entre 1823 y 1825), respectivamente, intenté una respuesta análoga a la que Silvio D´Amico propone para el mismo problema en el caso del teatro italiano: los dramaturgos itálicos del siglo XVIII se lanzaron a la producción de tragedias concientes de su situación deficitaria en ese campo respecto del teatro francés y, además, porque también consideraban al género como la sublime cúspide del arte literario. Para los latinoamericanos de las nuevas naciones, el teatro (en su versión trágica, especialmente), además de ser uno de los componentes fundamentales de su fisonomía cultural en gestación, operaba como uno de los más eficaces medios de educación y de concientización de sus pueblos. Bello advirtió claramente estos valores. De ahí su preocupación por la traducción de piezas dramáticas, su constante tarea crítica y la difusión de informaciones diversas sobre autores, obras y otros aspectos de la producción literaria europea y americana, a través de las publicaciones periódicas ya mencionadas que fundó en Londres junto a Juan García del Río (1794-1856), La Biblioteca Americana y El Repertorio Americano. Así, por ejemplo, en el Tomo I de La biblioteca Americana García del Río publicó un valioso análisis de Guillermo Tell, tragedia de Federico Schiller, y en el tomo II el mismo García del Río "insertó un ´Catálogo de los autores griegos y romanos, de que se han publicado traducciones en castellano desde el siglo XIV hasta el precedente, por Don Antonio Capmany´. En él -por lo que importa aquí- aparecían los nombres de Aristófanes, Eurípides y Terencio traducidos por Pedro Simón Abril; y el de Séneca, traducido por José Antonio González de Salas y un anónimo traductor". Confirmando su objetivo formador del gusto de autores, lectores y espectadores, en el Tomo I de El Repertorio Americano, Bello y García del Río incluyen una "sección extensamente titulada ´Boletín Bibliográfico o Noticia de libros recientemente publicados que pueden interesar en América´, extractada de la Revista Enciclopédica y de otras obras periódicas con adiciones originales...´"; Bello, por su parte, escribe un comentario acerca de un artículo sobre teatro español, desde Lope hasta Cañizares publicado por el emigrado español Pablo Mendivie en la Revista del antiguo teatro español: estima que "hubiese sido deseable que el seleccionador de las piezas ´no se hubiese propuesto para la ejecución de su utilísimo designio, cánones dramáticos que, por su severidad probablemente le harán sacrificar no sólo escenas sino dramas enteros de mucho mérito´ y que, ´de todos modos, la continuación de su obra aumentará el surtido de piezas que puedan representarse en nuestro teatro, y a ponerse en manos de la juventud aficionada a los libros castellanos, sin que murmuren la moral y el buen gusto".
En el mismo número de El Repertorio Americano de octubre de 1826, Bello escribe sobre la tragedia de su compatriota Domingo Navas Spínola titulada Virginia (1824): "´Este es uno de los primeros ensayos del ingenio americano en un género dificultosísimo -afirma-, y en nuestro sentir aventaja a los que le han precedido: el plan es regular; las escenas se suceden y encadenan con arte y no faltan bellas ideas, que resultarían más, si se hubiera pulido el estilo´". Parecen notorias las señales de la tensión neoclasicismo-romanticismo a la que ya aludí antes, las mismas que pueden constatarse en otros trabajos de Bello sobre el teatro trágico que, a juicio de Miguel Luis Amunátegui, constituyeron un verdadero "curso práctico de literatura dramática...tan opuesto a las novedades disparatadas como a la conservación rutinaria..." Así, al comentar el estreno del melodrama de Victor Ducange Los treinta años o La vida de un jugador advierte que "los partidarios de la escuela clásica" reprobarán algunas irregularidades que no pueden ignorarse porque el autor haya "respetado...la unidad de acción, de lugar y tiempo..." Bello intenta ubicarse en una posición equidistante entre las "dos sectas, la clásica y la romántica... (que) existen siglos hace...pero... (ahora) se han abanderizado...Como ambas se proponen un mismo modelo (a imitar), que es la naturaleza, y un mismo fin, que es el placer de los espectadores; es necesario que en una y en otra sean también idénticas muchas de las reglas del drama..." Se siente cerca de "principios más laxos"; si el autor deleita a los espectadores ignorando las reglas, deben serle perdonadas las irregularidades: "Las reglas no son el fin del arte, sino los medios para obtenerlo...", la aplicación estricta de las mismas (como se advierte en la tragedia y la comedia francesas) debe cesar para evitar la monotonía. Es necesario cambiar "los procederes del arte dramático; las unidades han dejado de verse como preceptos inviolables". Una sola regla debe subsistir: "la fiel representación de las pasiones humanas y de sus consecuencias naturales...enderezada a corregir los vicios y desterrar las ridiculeces que turban y afean la sociedad." "Una gran parte de los preceptos de Aristóteles y Horacio son, pues, de tan precisa observancia -sostiene Bello- en la escuela clásica como en la romántica; y no pueden por menos de serlas porque son versiones y corolarios del principio de la fidelidad de la imitación y medios indispensables para agradar". Aunque no parece defender el criterio de "los clásicos" del necesario respeto de las tres unidades que los románticos rechazan, no acepta la idea, "absurda" para él, de eliminar "todas las reglas sin excepción, como si la poesía no fuese un arte y pudiese haber arte sin ellas´", remata. (cf. El Araucano, Nº 145 y 147, Santiago de Chile, 21/6/1833 y 5/7/1833, respectivamente).20
En 1824 Domingo Navas Spínola reemplazó a José Luis Ramos como Censor del Teatro en Caracas. Traductor él también (de la Ifigenia en Aulide, de Racine), fue además autor de Virginia, una tragedia de "estilo neoclásico", en opinión de Pedro Grases. Como en otros casos, el de Varela por ejemplo, un tema "exótico" (la tragedia se desarrolla en la Roma republicana), sirve para la "exaltación de la libertad y de las virtudes republicanas." Si bien no fue el único dramaturgo de esas primeras décadas del siglo XIX (puede recordarse a José Domingo Díaz, 1772-1834 (?), autor de piezas dramáticas en las que manifestó su oposición al proceso independentista), fue sí el más destacado. Virginia, según Grases, es "una pieza única en el panorama literario de las obras dramáticas de la década 1820 a 1831 en Venezuela", "la más importante en el teatro nacional de la primera mitad del siglo XIX..."21
El modelo de tragedia de estos autores (y del resto de los nuevos países) debió ser, sin duda, el francés (aunque el italiano tuvo marcada incidencia: tal el caso de Juan Cruz Varela, entusiasta "discípulo" de Vittorio Alfieri, o el del colombiano José Fernández Madrid, quien al momento de escribir las tragedias Atala y Guatimoc "estaba enteramente preocupado en favor del nuevo sistema trágico italiano").22 De un modo más bien involuntario, Andrés Bello parece corroborar aquella afirmación: me parece indudable que la relación de Bello y los dramaturgos americanos con el teatro griego fue más bien indirecta, a través del teatro francés especialmente (sin ignorar al italiano) y que la valoración de la tragedia ateniense fue afectada por la sobreestimación de la francesa: "Comparado el teatro griego con el de los franceses, nos parece -escribe Bello- que sólo una ciega admiración a la antigüedad puede disputar al segundo la gloria de haber perfeccionado bajo algunos respectos el arte."23
En La literatura venezolana en el siglo XIX, Gonzalo Picón Febres reconoce que la "fisonomía de la literatura venezolana en sus inicios es clásica: unas veces parecida a la de los escritores del gran siglo de las letras castellanas; otras, semejante a la que se produjo en la Península bajo la influencia del clasicismo estrecho, descolorido y preceptista exagerado por Boileau Despréaux, calificado por ello de seudo clasicismo, fundado por los principios contenidos en las poéticas de Aristóteles, de Horacio...extremado por Voltaire...introducido y divulgado en España por Luzán..."24, aunque debe subrayarse que ninguna de esas orientaciones (incluído el romanticismo) se impuso nunca en Venezuela "con carácter dictatorial y exclusivista en el desenvolvimiento de su literatura, sino que dominaron simultáneamente los cuatro en el espíritu de los escritores y por tanto, en el fondo y en la forma de las producciones literarias." 25
Más allá de los autores mencionados, pese a los indudables valores que exhiben como poetas y a que en su formación intelectual y artística no falta un adecuado conocimiento del componente clásico grecolatino, sus obras no constituyen, en relación con el objetivo del Coloquio, objeto de interés relevante. Algunos de ellos fueron verdaderos polígrafos y merecen citarse Juan Vicente González (1811-1866), discípulo del filólogo José Luis Ramos y buen conocedor de la tradición clásica grecolatina; Rafael María Baralt (1810-1860); Fermín Toro (1807-1865), dos de cuyas novelas (La Sibila de Los Andes, La viuda de Corinto), rozan tangencialmente la tradición ya citada y Cecilio Acosta (1818-1881), que como los demás abrevaban su republicanismo en los clásicos latinos.26
III
La literatura colombiana no se aparta de las líneas generales expuestas al comien-
zo en relación con la producción literaria del continente. No exhibe, sin dudas, una personalidad de dimensiones semejantes a las de Andrés Bello, como ocurre con las restantes literaturas nacionales aunque sí cuenta, especialmente desde la perspectiva del Coloquio, con una serie de interesantes e importantes autores, por lo que aquí procederé a confeccionar una síntesis panorámica en la que incluiré algunos autores, poetas, especialmente, y algunos dramaturgos cuyas obras remiten por un lado a una formación humanista de raíz preponderantemente latina y, por otro, a ciertos rasgos formales y de contenido que responden al mayor o menor conocimiento de los clásicos grecolatinos. Para caracterizar la literatura colombiana de los decenios inmediatamente anteriores al siglo XIX, Javier Arango Ferrer, en su Raíz y desarrollo de la literatura colombiana 27 estima que el peso de la literatura francesa, favorecido por una "sensibilidad descastellanizada" que abarca incluso las primeras décadas del siglo XIX llevó a una llamativa desvalorización de los grandes poetas del Siglo de Oro (fenómeno que también se da con la misma claridad, por ejemplo, en el Río de la Plata). La situación sólo variará cuando comiencen a circular las obras de Quintana y Cienfuegos, entre otros, y los primeros textos románticos lleguen al continente.
Para dar una idea elocuente de lo expuesto, Arango Ferrer refiere que en Antioquia, "increíble y paradojalmente" "refractaria a la retórica, dio en los albores del siglo XIX ejemplos pintorescos de fidelidad a la Grecia clásica", como un documento de julio de 1814 firmado por Francisco Antonio Ulloa, al parecer conspícuo personaje de la época, en que proponía cambiar los nombres de algunas colonias, "disonantes e ingratos", dictados por "la barbarie o conservados del rústico y primitivo idioma de los antiguos indígenas...". Por ello, "el gobierno, deseoso de conservar la denominación de algunas aldeas o lugares de la Grecia, que al mismo tiempo participaban de la dulzura de aquella lengua culta...decreta: que en lo sucesivo se llame la colonia de Abejorral, Mesenia; la de Baos, Larisa; la de Guarne, Elida; la de Urrao, Olimpia; la de Canoas, Cánope, y la de Angostura, Amicla". En consecuencia, no debe sorprender que ya en los albores del siglo XIX, en la misma Antioquia, José María Salazar (1785-1828), "arquetipo grecolatino de su tiempo" (ironiza Arango Ferrer) escribiera para el teatro El sacrificio de Idomeneo y El soliloquio de Eneas, además de traducir el Arte poética de Boileau quien según Salazar sigue en buena medida a Horacio, aunque no repitiéndolo siempre obedientemente e incluyendo algunos "principios" propios. Amigo de Simón Bolívar, fue autor también de La Colombiada, poema heroico inconcluso a la memoria de Colón compuesto de siete cantos y 435 octavas reales. Arango Ferrer destaca que este poema pone en evidencia que el "acento poético" de Salazar "crece en las evocaciones de la historia antigua". Por lo que, recordando otra vez su condición de traductor de Boileau, el poeta deber ser estimado (dicho ésto otra vez con marcada ironía) "como el poeta seudoclásico por excelencia de Colombia" y "el arquetipo de su generación", en la que incluye, entre otros, a José Fernández Madrid (1789-1830), poeta y dramaturgo, amigo también de Bolívar y Bello, a quien conoció y trató en Londres (en cuya semblanza Arango Ferrer, llamativamente, no menciona dos tragedias, Atala (1822) y Guatimoc (1825), en las que como en otras dos, éstas del poeta y dramaturgo de origen cubano, José María Heredia (1803-1839), tituladas Moctezuma o los mexicanos(1819) y Xicontencatl o los Tlascaltecas (1823), ambos funden en una visión idealista aspiraciones políticas con el rescate del pasado indígena "abriendo así un nuevo cauce temático" al teatro iberoamericano de ese momento)28. Es interesante al respecto contrastar las tragedias que por esos mismos años escribe en Buenos Aires Juan Cruz Varela, de asunto clásico y no americano, tituladas Dido, transdramatización del libro IV de la Eneida, Argia e Idomeneo, que quedó inconclusa).
Como en las demás capitales de las nuevas naciones, también en Bogotá las actividades intelectuales y artísticas se caracterizaron por su dinamismo. Ello es válido tanto para la composición poética, para la escritura dramática, como para la traducción (de obras griegas y latinas en particular, así como de otras modernas). También como en las restantes capitales fueron muchas las instituciones a través de las cuales esas actividades eran estimuladas. Así, por ejemplo, las tertulias de las que la historia rescata principalmente tres, dos de ellas directamente orientadas al cultivo de la tradición clásica grecolatina. José A. Núñez Segura destaca el "Círculo del Bueno Gusto", la "Tertulia Eutropélica" y el "Círculo de Nariño". El primero parece haber estado especialmente dedicado al cultivo de la literatura de carácter humorístico, mientras que las dos organizaciones restantes se dedicaron al estudio del clasicismo literario griego, latino y español, la segunda, y al estudio de la filosofía y la política, la tercera. La "Tertulia Eutropélica" se propuso "instruirse con el estudio de la historia y con la lectura de los clásicos griegos y latinos". Entre sus miembros, cuyas obras constituirán valioso aporte para el humanismo colombiano, se cuenta José Valdez, a quien menciono por atribuírsele una traducción de la Ilíada. Muchos de sus miembros practicaron el periodismo, rico en cantidad y variedad de ejemplos en los que es habitual el empleo de expresiones latinas extraídas de textos clásicos, de Horacio ("Parturient Montes...", en El Redactor Americano, edición del 6 de diciembre de 1806), de Cicerón (de la cuarta Catilinaria, en El alternativo del Redactor Americano, en el número 1 del 27 de enero de 1807).
También en Colombia, en Bogotá más precisamente, la actividad dramática fue intensa, sobre todo en el período de la lucha independentista. Así, a la par de la producción poética (lírica, épica), la traducción (tópico que trataré más adelante) la escritura de piezas teatrales fue igualmente considerable. La tragedia tuvo, también en este caso, marcada preferencia. Sus rasgos característicos son semejantes a los que se aprecian en las tragedias de autores de otros países americanos, sobre todo por lo que respecta a su concepción y a su práctica. Las mismas consideraciones hechas respecto de la tragedia en Venezuela (o el Río de la Plata) valen también para la colombiana, aunque ésta se diferencia de aquéllas y se asemeja a la cultivada en Perú, por ejemplo, en la frecuencia con que pone en escena una temática autóctona y no clásica o europea. Cabe también apuntar a la versatilidad de sus autores, que además de la tragedia cultivan la poesía, lírica y épica, se dedican al periodismo, a la diplomacia, siempre en consonancia con el proyecto emancipador.
Entre esos autores, dos son los que la historia y la crítica literarias de Colombia destacan por su importancia en la fundación de la dramaturgia nacional: José Fernández Madrid (1789-1830), a quien ya mencioné al referirme a Bello, y Luis Vargas de Tejada (1802-1829). El primero escribió dos tragedias, Atala (en tres actos y verso endecasílabo) y Guatimoc (o Guatemocin, en verso endecasílabo y compuesta de cinco actos, publicada en París, en 1827). La simple mención de los títulos remite a un problema sobre el cual se ha discutido mucho (y sigue discutiéndose), el de la temática que debían tratar dramáticamente (o trágicamente, mejor), la de asunto "universal" de corte clásico, neoclásico o seudoclásico (como ocurrió en el caso de Juan Cruz Varela) o la de asunto "nacional" (o "regional"), que aparte de Fernández Madrid y Vargas de Tejada también trataron otros autores americanos como Luis Ambrosio Morante, sobresaliente figura en la historia del teatro de Chile y el Río de la Plata, a quien se adjudica con fundamento una tragedia titulada Tupac Amaru; José María Heredia (1803-1839) cubano en el exilio norteamericano escribe una tragedia de asunto clásico, Atreo, y deja inconclusas otras dos cuyos títulos hablan por sí mismos: Moctezuma o los mexicanos (1819, de la que se han conservado tres actos) y Xicontencatl o los Tlascaltecas (1823, de la que sólo se conoce el esquema que el autor seguiría). "En lugar de representarnos costumbres y acciones extranjeras de Persas, Griegos, Romanos, etc.", los autores dramáticos deberían representar las nuestras, las costumbres de los americanos, los sucesos gloriosos de nuestra revolución, siendo ésto un móvil poderoso para hacer que el pueblo los tenga siempre presentes, y se aplauda de ellos", escribía el ya recordado Juan García del Río. Andrés Bello elogió con reservas la obra de Fernández Madrid (otro tanto hizo Bolívar). El primero destacó, en un artículo de El Repertorio Americano, que Guatimoc era "muy superior a Atala", "el mejor de todos los ensayos" hechos en América en un género "dificultosísimo" de dominar y cuyo título bastaba "para inspirar a los americanos". Pero también estimaba que "la contienda entre los mexicanos y los españoles por la posesión de un tesoro no ...(era)...bastante digna de la gravedad del coturno..." Bolívar, de su lado, lo apreciaba como "un monumento del genio americano", pero , y "sin ser poeta", le reclamaba con tino "más movimiento y más acción en la escena" (lo mismo podría haber hecho en un gran número de casos...) Para juzgar estas obras dramáticas que aspiran a la condición de tragedias, además de reparar en lo dicho ya sobre los modelos francés e italiano que los americanos parecen tener en cuenta, no debe descuidarse el carácter que, en la mayoría de las ocasiones, finalmente asume y Bello subraya: el de un ensayo con doble finalidad, la artística y la de "escuela pública", como consideraba Juan García del Río: "Es innegable que la musa dramática es un grande instrumento en las manos de la política" (en La Aurora de Chile, Tomo I, nº 31, Santiago de Chile, 10 de septiembre de 1812). Fernádez Madrid confesaría que cuando dedicó "en La Habana algunos ratos de la noche en el ensayo de Atala y después del Guatimoc estaba enteramente preocupado en favor del nuevo sistema trágico italiano, que quiere que la acción sea simplísima, que no haya intriga, incidentes, y en fin, que todo el efecto de la tragedia haya de deberse por decirlo así, a la fuerza del diálogo".29
Además de cultivar la poesía, lírica y narrativa, de traducir a autores como Moro y Pope, Luis Vargas de Tejada (1802-1829) desarrolló en su corta vida una intensa actividad dramatúrgica. También él parece haber oscilado en la composición de sus tragedias entre la temática propia y autóctona y la que he denominado "universal", porque entre los títulos conocidos figuran, junto a una comedia (Las convulsiones, que trataba de fingidos ataques sufridos por las mujeres), tanto tragedias como Sagamuxi de temática indígena, chibcha más exactamente; Doraminta, de asunto omegua y otras de corte "clásico": Catón de Utica, La Madre de Pausanias. Otro autor para mencionar en esta misma línea es, finalmente, José Joaquín Ortíz (1814-1892), que escribió una tragedia de tema chibcha titulada Sulma.
Capítulo aparte merecen las numerosas traducciones, de Virgilio y Horacio, especialmente, que realizan con mayor o menor felicidad, en una escueta selección, Mariano del Campo Larraondo (1772-1856), quien traducía a Horacio; Francisco Mariano Urrutia, clérigo como Campo Larraondo, que vierte al castellano las Geórgicas; fray José María Valdez (muerto en 1803) que al parecer tradujo la Eneida, perdida, en todo caso; Andrés Marroquín, integrante de una tertulia conocida como "Parnasillo", de quien se burlaría cáusticamente Miguel Antonio Caro, años después.
Esta profusión de traducciones respondía a un notable desarrollo de los estudios clásicos de latín y literatura latina desde el siglo XVII, a partir de los trabajos del sacerdote Fernando Fernández de Valenzuela (nacido en 1616), autor de la primera gramática latina publicada en Colombia con el título de Thesaurus linguae latinae, impulso agotado hacia 1826 con las reformas educativas cuyos resultados son impugnados duramente por Arango Ferrer quien rescata, no obstante, las versiones de distintas composiciones de Virgilio y Horacio de las que fue autor Miguel Antonio Caro (1843-1909). A pesar de que se trata de dos poetas que superan el límite propuesto, me parece adecuado culminar esta especie de sintética antología (seguramente cuestionable) con dos grandes representantes de la mejor poesía colombiana: Rafael Pombo (1833-1912) y Miguel Antonio Caro (1843-1909).
La vasta, rica y variada producción poética de Rafael Pombo ha merecido de parte de críticos e historiadores de la literatura colombiana la más alta consideración. El padre José J. Ortega Torres, entre otros, lo llama "príncipe de los poetas colombianos, uno de los más grandes en lengua española...y uno de los más fecundos de las letras universales".30 Antonio Gómez Restrepo, "albacea" del poeta por su propia decisión divide su obra en tres épocas: 1) de 1851 a 1853 lecturas, primicias poéticas, influencias inglesas y traducciones; 2) estancia en los EEUU de Norteamérica donde entra en contacto con los exponentes mayores de su literatura y escribe sus mejores poemas, y 3) de 1872 hasta su muerte en Bogotá. Según Arango Ferrer, su producción elogiada a veces con exceso, requiere una más ajustada revisión valorativa, no obstante lo cual, en atención al interés primordial que justifica esta panorámica reflexión, me limitaré aquí a recordar que, ejercitando una excepcional competencia como traductor, animado por Miguel Antonio Caro virtió al castellano cincuenta y una odas de Horacio, las "más originales y atrevidas", según Marcelino Menéndez y Pelayo, aunque también reprobado por algún erudito latinista colombiano. Arango Ferrer registra tal diferencia de opiniones, y, más cerca del filólogo español, comenta la traducción de la oda 29 del libro III, que Horacio dedicara a Mecenas, en endecasílabos sueltos confirmando "lo inusitado que había siempre en Pombo", comparándola con las traducciones de Ismael Enrique Arciniegas y de un jesuíta de apellido Cáceres (del que Arango Ferrer no proporciona más noticias), elogiada esta última por el objetor de la traducción de Pombo, Ignacio Rodríguez Guerrero. El texto de Rafael Pombo que Arango Ferrer cita dice:
Tiempo ha, caro Mecenas, descendiente
de etruscos reyes, que te guardo en casa,
en barril no inclinado hasta la fecha,
vino süave y rosas y exprimido
Mirobalán que tus cabellos unja.
Húrtate a empeños y embargos: vente
no has de estar contemplando año tras año
el acüoso Tívoli, de Esula
las pendientes campiñas, y las cumbres
del parricida Telegón. Descansa
de la abundancia empalagosa, y de esa
mole que hasta las nubes elevaste;
ni admires más el oro, estruendo y humo
de la dichosa Roma...
A diferencia del erudito Rodríguez Guerrero, los versos medidos y no rimados de Pombo complacen más el "oído musical" de Arango Ferrer que la versión de Arciniegas (otro traductor de Virgilio y Horacio) "en buen verso rimado:
Mecenas, de los reyes de Etruria descendiente,
en ánfora sellada fragante vino guardo,
hace tiempo en mi casa, para tí solamente,
y para tus cabellos rosas y suave nardo.
Mucho menos complacen al historiador y crítico que cito los versos aludidos de la traducción de Cáceres que rezan:
Mecenas, del linaje
de los etruscos reyes descendiente,
en tonel no encentado
guárdote vino añejo preparado,
rosas y mirobámalo luciente...
Miguel Antonio Caro, por su parte, como traductor de Virgilio, dejando de lado la "tendencia aristocrática" de los humanistas culteranos del siglo XVII que "volvieron a las fuentes del latín culto y a los embrollos sintácticos" para llevar a cabo sus traducciones, propone versiones de las Eglogas, de las Geórgicas y de la Eneida en las que, a pesar de sus "numerosos giros barrocos y cierto artificio en el lenguaje", exhibe indudable propiedad y elegancia. Para Menéndez y Pelayo, Caro "vale más como traductor que como poeta" y estima su versión de la epopeya del gran poeta latino como "la mejor en lengua castellana. Sugiriendo un desarrollo casi paralelo con la evolución de Virgilio, Caro se revela más íntimo y auténtico en la traducción de la poesía bucólica, adquiere densidad en las Geórgicas, superando airosamente las dificultades métricas derivadas de la adopción del endecasílabo libre para verter los hexámetros virgilianos y la octava real como medida estrófica.
La Egloga primera, cuya lectura incitará a cualquier lector a seguir hasta la décima, como señala Arango Ferrer, comienza con los lamentos de Melibeo:
A la sombra tendido
de haya copuda, con ligera avena
preludias tu campestre cantilena.
Nosotros con gemido,
¡ oh Títiro ! partimos desterrados,
cuán lejos, ¡ ay ! de nuestros dulces prados...
El Libro IV de las Geórgicas, en donde según el aquí entusiasta Arango Ferrer, "se superaron autor y traductor", culmina en la versión de Caro:
De la dulce Parténope a ese tiempo
en el seno abrigado, florecía
en no ruinosas artes yo, Virgilio,
el mismo aquel que un día
entonara campestre cantilena,
en juveniles fuerzas confiado
cantarte osé atrevido
a tí, a la sombra, a Títiro tendido
de haya copuda, en pastoril avena.
Aun considerando que la prosa hubiera sido más apropiada para "recibir la poética heroica del poema virgiliano", reconoce Arango Ferrer con marcada retinencia el esfuerzo que implicó la traslación de la Eneida al endecasílabo en octavas reales. Concluye su examen de las traducciones de Caro refiriéndose a las de Horacio, que la generación de Caro y sus epígonos tuvieron como privilegiada fuente inspiradora de su propia obra. A juicio del crítico, Miguel Antonio Caro "realizó la concisión de Horacio en la traducción de las odas, pero sin la fluidez del poeta latino". Pese a los prosaismos en que cae ya que, como estimaba José M. Restrepo Durán "en su excelente ensayo" Horacio ante el gusto moderno (1937), Caro integraría una "caterva" de traductores horacianos, Arango Ferrer intenta rescatar en parte la traducción de Caro señalando que en "un estudio empírico de literatura comparada" revisó varias traducciones de la oda 17 del Libro I, A Tíndaris", comprobando que Caro había vertido el texto de Horacio en un número de versos considerablemente menor.31
Concluyo aquí lo que en buena medida, sobre todo en este último trayecto de mi exposición, es más bien una sintética, a veces casi esquemática aproximación a un tema que reclama un tratamiento futuro más detenido. Quedará para una nueva oportunidad llevar a cabo tal empeño.
Angel Vilanova
Notas.
1.- Guillermo Ugarte Chamorro. Investigación, recopilación y estudio preliminar de
El teatro en la Independencia. Colección Documental de la Independencia del Perú, Tomo XXV, Volumen 1º. Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1974, pp. XII-XIII.
2.- Antonio Cornejo Polar, "La literatura hispanoamericana del siglo XIX: continuidad y ruptura (Hipótesis a partir del caso andino)", en AAVV, Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad de América Latina. Caracas, Monte Avila Editores, 1994, p.15.
3.- María I. Torres, "Los otros / los mismos: periferia y construcción de identidades nacionales en el Río de la Plata", en Esplendores... , ob.cit, p.243.
4.- Angel Rama, "La ciudad escrituraria", en La crítica de la cultura en América Latina. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985, pp.15 y 12, respectivamente.
5.- Baldomero Sanín Cano, Letras colombianas. México, F.C.E., Col. Tierra Firme, 1944, p.66.
6.- Adrián C. van Oss, "La América decimonónica", en: Luis Iñigo Madrigal (coord.), Historia de la literatura hispanoamericana: del Neoclasicismo al Modernismo. Madrid, Cátedra, 1993, tomo II, p.14.
7.- Aurelio Espinosa Polit, "Prólogo y notas", en Andrés Bello, Gramática latina y escritos complementarios, en Obras Completas, Vol. VIII; Caracas, La Casa de Bello, 1981, pp. XCII y ss.
8.- Véase Emir Rodríguez Monegal, El otro Andrés Bello. Caracas, Monte Avila Editores, 1969
9.- Id., ob.cit.,p-27.
10.- Teodosio Fernández, "Andrés Bello: teoría y práctica de la expresión literaria americana", en, Letras de Deusto vol. 12, nº 13 y vol.13, nº 25, citado por José Carlos González Boixo, "Andrés Bello", en Luis Iñigo Madrigal; ob. cit, pp. 298-9. El segundo subrayado es del autor.
11.- Id., ob.cit., p.302. El primer subrayado me pertenece.
12.- Andrés Bello, Literatura/3. Traducciones, cuentos, Silva y otras poesías de Moratín, en El Araucano, nº589, Santiago de Chile, 3-12-1841, citado por E.Rodríguez Monegal, ob.cit., p.39.
13.- Andrés Bello, Antología, edic. de Pedro Grases, Barcelona, Seix Barral, 1978, p. 109, en José Carlos González Boixo, ob. cit., p. 306.
14.- Véase Rafael Hernández H., La enseñanza del griego en Venezuela. Caracas, Instituto de Filología Clásica, Fac. de Humanidades y Educación, UCV, 1968. El catálogo de dichos textos sigue el orden de una lista firmada por Andrés Bello, omitiéndose nueve obras desaparecidas, pp. 62-75. La misma información aparecen en David García Bacca, Los clásicos de Miranda. Autobiografía. Caracas, Edic. de la Biblioteca de la UCV, 1969, pp. 111-125.
15.- Mariano Picón Salas, Formación y proceso de la literatura venezolana. Caracas, Monte Avila, 1984, p. 64. Para una más amplia información sobre el tema, véase Mario Briceño Perozo, Reminiscencias griegas y latinas en las obras del Libertador. Caracas, 1992, que recientemente comentó críticamente Felipe Hernández Muñoz en su intervención en el Congreso Internacional de Literatura Iberoamericana y Tradición Clásica. Barcelona-Valencia, 21-25 de octubre de 1997, titulada "Encanto y desencanto griego en la obra bolivariana".
16.- José Luis Ramos, Disertación acerca del verso endecasílabo. Edic. del Liceo Nocturno "Juan Vicente González". Tipografía Garrido, Caracas, 1948, en Pedro Díaz Seijas, historia y antología de la Literatura venezolana. Caracas, Edic. Jaime Villegas, 1960, (3ª edic.), pp. 6-7.
17.- Guillermo Ugarte Chamorro, El teatro en la obra de Andrés Bello. Caracas, La Casa de Bello, 1986, p. 75.
18.- Id., pp. 13-15.
19.- Angel Vilanova, "Las heroínas del drama clásico grecolatino en el teatro iberoamericano: algunas reflexiones sobre la tragedia Argia, de Juan Cruz Varela", ponencia leída en el Congreso Internacional de Literatura Iberoamericana y Tradición Clásica, Barcelona-Valencia, 21-25 de ocrubre de 1997.
20.- Andrés Bello, El Araucano, 20-21-1833, en Guillermo Ugarte Chamorro, El teatro..., ob. cit., p.105.
21.- Pedro Grases, en Guillermo Ugarte Chamorro, ob. cit., p. 108.
22.- José Fernández Madrid, en Guillermo Ugarte Chamorro, ob. cit., p. 121.
23.- Andrés Bello, Temas de crítica literaria, en Obras Completas, ob. cit., Vol. IX, p.54.
24.- Gonzalo Picón Febres, La literatura venezolana en el siglo XIX. Buenos Aires, Ayacucho, 1947, p. 124.
25.- Id., p. 127.
26.- José Rojas Uzcátegui, Historia y crítica del teatro venezolano siglo XIX. Mérida (Venezuela), Universidad de Los Andes, Dirección General de Cultura y Extensión.. Facultad de Humanidades y Educación. Instituto de Investigaciones "Gonzalo Picón Febres", 1986, p. 26. Véase también Mariano Nava C., "La conciencia de la herencia clásica en el ensayo y la oratoria venezolanos del siglo XIX", Praesentia, Año 1, Nº 1, 1996.
27.- Javier Arango Ferrer, Raíz y desarrollo de la literatura colombiana. Vol. XIX de AAVV Historia extensa de Colombia. Academia Colombiana de Historia. Bogotá, Ed. Lerner, 1965.
28.- Id., pp. 146-148.
29.- Todas las citas han sido tomadas de Guillermo Ugarte Chamorro, El teatro..., ob. cit., pp. 109-125.
30.- Véase Javier Arango Ferrer, ob. cit., pp. 291-306.
31.- Id., pp. 162-171.
Salvo indicación expresa en contrario, los subrayados en las citas me pertenecen.
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* Ponencia-conferencia leída en el XIX Coloquio Internacional de Filología Clásica: Influencia de la mitología clásica en las literaturas española e hispanoamericana del siglo XIX, Madrid, 4-7 de marzo de 1998. A publicarse en Praesentia, Revista Venezolana de Estudios Clásicos, Mérida, Nros. 2-3, 1999.