Categoría:PERÍODO COLONIAL II
La Arquitectura
Comparada con la de los virreinatos de México y el Perú, la nuestra fue una arquitectura muy modesta en sus dimensiones, en los materiales empleados y en la calidad de la mano de obra. La queja de los colonos por falta de alarifes o albañiles capacitados - hasta para seguir correctamente una pared- fue una nota reiterada en los documentos de aquellos tiempos. Olegario Meneses -primer venezolano en ocuparse del análisis de nuestra historia arquitectónica- dejó los juicios más severos que hasta ahora se conozcan sobre el carácter de la arquitectura de la colonia. Según él, en la Venezuela colonial no hubo casa o iglesia que valiera la pena. Un templo como el de Altagracia (en Caracas), tan elogiado por el viajero francés Francisco Depons (1751- 1812), para Meneses no pasaba de ser una aglomeración de órdenes, una verdadera y auténtica "pedantería arquitectónica". Y en términos no muy diferentes llegó a expresarse de las iglesias de San Pablo y de la Merced (también de Caracas), las cuales -según él - eran tan insignificantes que ni siquiera valía la pena mencionarlas. Pero sus juicios más despiadados los reservó para la Catedral de Caracas, cuyas gruesas columnas -observaba- daban al edificio un "carácter tosco y por demás pesado". Las consideraciones de Meneses tienen el mérito indiscutible – como ya hemos insinuado - de ser el primer testimonio crítico que un venezolano haya emitido, de manera deliberada, sobre el carácter de la arquitectura de la colonia. Pero, si bien estaba sustentada en sólidos principios teóricos, su óptica estaba signada por el más profundo sentimiento anti español, que era común a todos los intelectuales de su época. Esa predisposición le impedía percibir y evaluar, en los términos más justos y objetivos, el status arquitectónico de aquellas viejas y modestas construcciones, levantadas en medio de considerables limitaciones técnicas, artísticas y financieras. Vista en esos términos es posible afirmar que nuestra arquitectura colonial no careció ni de voluntad creativa ni de proyectos originales.
La casa colonial
En las primeras viviendas construidas por los españoles en Venezuela se adoptó el sistema autóctono de construcción, con algunas particularidades en las distintas regiones, impuestas por el medio geográfico, el clima y los materiales disponibles. Mientras en oriente, en el centro y en las regiones llaneras predominaron los techos de paja y las paredes de bahareque, en la región andina se impuso generalmente el uso de la piedra y la tapia. Poco más tarde, con el afianzamiento del proceso colonizador, el conquistador fue trasplantando el patrón de la arquitectura que predominaba en España, especialmente el de Andalucía. Así como los griegos de la antigüedad llevaron a sus colonias del Mediterráneo el diseño de sus ciudades, los españoles trajeron al Nuevo Mundo sus modelos constructivos y Urbanísticos. De las construcciones para uso residencial levantadas durante la colonia, son muy pocas las que se conservan en la actualidad. Los rigores del tiempo, los movimientos sísmicos y los requerimientos de un nuevo estilo de vida, conspiraron contra la conservación de un por sí menguado legado arquitectónico. La acción sísmica fue devastadora. El terremoto del 11 de junio de 1641 destrozó a Caracas casi por completo; el de 1674 causó estragos en Mérida, San Cristóbal y Trujillo; el de 1766 destruyó parcialmente al Tocuyo. La ruina y desolación de Caracas, ocasionadas por el terremoto de 1812, perduraron a lo largo de casi todo el siglo, hasta los tiempos de Antonio Guzmán Blanco, cuando tuvo lugar la primera gran reforma urbana y arquitectónica de la ciudad. Las transformaciones experimentadas por las ciudades (especialmente la capital de la República), en el siglo XX, tanto a causa de la explosión demográfica como de los deseos de modernización de la población, contribuyeron en buena parte a la desaparición de las más bellas mansiones coloniales. A pesar de que bajo el mandato de Isaías Medina Angarita fue promulgada nuestra primera ley de Protección y Conservación del Patrimonio Artístico (16 de julio de 1945), desde entonces hasta esta fecha han sucumbido los ejemplares de mayor significación histórica y arquitectónica. La voracidad inmobiliaria y los planes urbanísticos sacrificaron todas las antiguas moradas caraqueñas y del interior del país. Fueron demolidas, sucesivamente, la casa del Conde de San Xavier, en 1936; la casa de los Echenique, en 1945; la de Miranda, en 1948; la de Los Condes de Tovar y la casa del Canónigo Maya. Finalmente, para dar paso a la Avenida Este 1, hubieron de desaparecer dos hermosas viviendas contiguas: la casa del Colegio Chávez (antigua morada de Juan de la Vega y Bertodano) y la de Felipe Llaguno, ambas en el año de 1953. Afortunadamente, de ellas queda el recuerdo a través de excelentes imágenes fotográficas, reproducidas principalmente en los trabajos de Carlos Manuel Moller y de Graziano Gasparini, para sólo citar los más conocidos. ¿Cómo era la estructura y el aspecto de esas viejas casonas? Un testigo de la época, José de Oviedo y Baños, las describía como viviendas de espaciosos patios, con exuberantes jardines y huertos. Y un autor del siglo XX, Carlos Manuel Moller, reiteraba el contenido de la descripción de Oviedo y subrayaba la frescura y los amplios espacios de aquellas viviendas; Graziano Gasparini, el más devoto estudioso de nuestra arquitectura colonial, ha destacado en su obra, La Casa Colonial (1966), su extraordinario parecido con las casas de la baja Andalucía, especialmente sus ventanas con celosías sobre repisas voladas, solución dirigida a protegernos del radiante sol tropical. El eje fundamental, en su parte interior, era un patio central, circundado por corredores, cuyo número dependía del status económico del dueño. Los techos cubiertos de teja, caían en una serie de pilares marcando el límite entre los corredores y el patio, como uno de los elementos más importantes de la vivienda, pues a través de este espacio abierto -como decía Moller- la vida entraba a la casa, ya que por allí penetraban el aire, la luz, el sol, el perfume de algunos jazmineros, de los azahares de un naranjo y las "fragancias embriagadoras de plantas como la resedá y la dama de noche". Había casi siempre un segundo patio (llamado tras patio), con funciones muy específicas, pues era el área dedicada a la cocina, al lavado y a la caballeriza. Al interior se accedía a través del zaguán, un pasillo rectangular que remataba en uno de los corredores principales de la casa. El zaguán se abría, al nivel de la calle, en una gran puerta conocida con el nombre de portón, y, a nivel del corredor principal, en otra llamada anteportón. El primero permanecía siempre cerrado, mientras que el segundo era mantenido abierto durante todo el día. Algunas veces el zaguán se comunicaba lateralmente con una de las habitaciones a través de una pequeña puerta, área habitualmente reservada al estudio del dueño de la casa. Entre las moradas coloniales que han logrado sobrevivir hasta nuestros días es preciso citar la Casa Celís en Valencia, la llamada Casa la Blanquera en San Carlos (Estado Cojedes), la Casa Herrera en Puerto Cabello y en Coro la Casa Arcaya, la Casa de las ventanas de Hierro y La Casa de los Senior. La Casa Celis fue construida entre 1766 y 1776 por Ramón Ibarrolaburo y Añorga para su residencia familiar. Como vivienda particular contó con sucesivos dueños, hasta que en 1960 fue adquirida por la nación, restaurada en 1971, y declarada patrimonio nacional ese mismo año, cuando se le dotó de mobiliario adecuado para instalar en ella un Museo de Arte e Historia. La Blanquera, levantada también en el siglo XVIII, es uno de los pocos ejemplos del barroco colonial que hoy se conserva. Exhibe un dintel polilobulado en su portada, enmarcada por estípetes o pilastras en forma piramidal. La Casa Herrera de Puerto Cabello fue terminada en 1790, cuando esta ciudad era una de las principales zonas portuarias de la Compañía Guipuzcoana. Construida originalmente como residencia, tiene dos frentes: el principal da hacia la calle Bolívar y el posterior hacia la calle Los Lanceros. Resalta en ella la presencia de un balcón volado, en estructura de madera, con un acucioso trabajo decorativo. Su fachada principal luce una portada de austeras líneas clásicas, elaborada en piedra caralina. De las casas de la ciudad de Coro que quedan en pie, las más interesantes son: la casa de la familia Arcaya, la de la familia Garcés y la Casa Senior. Aunque en algunos aspectos - como bien señala Graciano Gasparini - éstas se apartan de la mayoría de nuestras construcciones coloniales, todas reproducen la estructura fundamental de las casas venezolanas de aquella época. Situada en el cruce de la calle Zamora con la calle Federación, la Casa Arcaya es una de las pocas viviendas de dos niveles que hoy podemos contemplar de aquel Coro colonial. La planta baja estuvo destinada a las actividades cotidianas y la parte alta, al descanso. Distinto era el uso de las casas de dos pisos en la Guaira y Puerto Cabello. Aquí el primer nivel se reservaba a las funciones comerciales y, el segundo, a la vida familiar. La fachada de la portada principal viene a ser uno de los ejemplos más contundentes del barroco criollo y su originalidad hay que buscarla en el movimiento de las pilastras, "donde los sillares colocados en punta, se alternan con los planos, creando una nota de particularidad dentro de la decoración almohadillada". Entre las pilastras se abre la puerta principal, con un arco rebajado cuyas enjutas están decoradas con motivos vegetales, solución común en ciudades como Caracas, Araure y Ospino. (Gasparini, La Arquitectura Colonial de Coro, pp. 193 -94). La casa de la familia Garcés, conocida popularmente como la Casa de las ventanas de hierro, también está ubicada en la mencionada calle Zamora, pero haciendo esquina con la calle Colón. Ella es, sin duda, la obra de arquitectura civil más importante construida en la época colonial que haya sobrevivido hasta nuestros días. Enrique Marco Dorta, en su conocida Historia del Arte Hispanoamericano (vol. III), ha dicho que "es el ejemplar más cargado de interés" que se dio en las costas venezolanas en ese entonces. Su estructura sigue el patrón de todas las casas coloniales venezolanas, es decir, patio central con corredores que descansan en columnas. No obstante, hay detalles que la hacen única en la historia de nuestra arquitectura de aquel tiempo. Nos referimos a los elementos de procedencia holandesa que podemos observar, como por ejemplo, el hastial de una de sus fachadas y las columnas bulbosas de sus corredores. Las columnas que circundan los corredores de esta mansión se caracterizan por un considerable abultamiento de sus éntasis, peculiaridad que hayamos, también, en la casa del canónigo Maya y en la del Colegio Chávez, ambas construidas en Caracas a fines del siglo XVIII. Moller, en atención a una hipótesis del estudioso ecuatoriano Gabriel García Navarro, llegó a afirmar que el abultamiento de las columnas era posiblemente de origen naturalista, acaso inspirado en la forma del tallo de los chaguaramos. Pero el profesor alemán Erwin Palm, en sus Estudios de arquitectura venezolana (1952), demostró ampliamente que provenían de las pequeñas balaustradas de algunas casas curazaoleñas del siglo XVIII, modelo que a su vez había sido tomado de una receta holandesa del siglo XVI, usada en Liuk y Maestrich. No obstante, la hipótesis de Palm, altamente verosímil, dada la vecindad de Coro con la isla de Curazao, no rige en el caso de las columnas del Colegio Chávez, emparentadas más bien con el barroco mexicano, o quizás con las columnas del convento de San Hipólito de Córdoba. Pero el detalle más atractivo de la Casa de las ventanas de hierro es, como ha observado el ya citado historiador español, Enrique Marco Dorta, su portada de ladrillo enfoscado. “Dentro del barroquismo de esta portada, (...), - escribía - no deja de sorprender la conjunción de notas de arcaísmo tan acentuadas como el frontispicio con la venera, las columnas de lejano recuerdo plateresco y la decoración de las calles laterales del segundo cuerpo, que evoca los paramentos cubiertos de imbricaciones del gótico Isabel. El conjunto, en suma, constituye el ejemplar más cargado de interés y de interrogantes del barroco que floreció en la costa venezolana durante el siglo XVIII” (Viaje a Colombia y Venezuela, 1948). Las fachadas fueron siempre un lugar privilegiado en las casas de la colonia. Fue en ellas donde mayormente se manifestaron las formas barrocas a fines del siglo XVIII. Así puede constatarse en algunas portadas de las ciudades llaneras y de la región andina. En variadas ocasiones lucen dinteles polibulados que, por su forma ondulada, confieren cierto movimiento a la fachada, como es el caso -ya citado- de la "Casa de la Blanquera en San Carlos (Edo. Cojedes) y el de la Casa de los Echanique en Caracas. Otras veces, dicho movimiento resulta reforzado por la presencia de en un tipo de pilastras, inspiradas quizás en la forma ondulada de las columnas salomónicas. Al igual que las anteriores, la Casa Señor o Casa del Balcón de los Senior, como suele ser llamada, está ubicada en el casco colonial de Coro y también fue construida a fines del siglo XVIII. Su nota más característica es la presencia de los balcones volados en cada una de sus dos fachadas. Esta característica, común en las ciudades costeras como Puerto Cabello, es excepcional en Coro. Es hoy monumento histórico por decreto por la Junta Nacional Protectora y Conservadora del Patrimonio Histórico y Artístico de la Nación en marzo de 1966.
Los templos
Los templos ocuparon sitios privilegiados en la ciudad colonial. Las Leyes de Indias estipulaban su ubicación en uno de los ángulos de la Plaza Mayor, junto al Ayuntamiento ya la Gobernación. Los primeros fueron necesariamente construcciones elementales con techos de paja, pero progresivamente se observa un mayor esmero estilístico y constructivo, en la medida en que se produce un afianzamiento de las formas de colonización política, económica y cultural. La planta fue concebida bajo el esquema basilical, modelo que la iglesia había tomado de la arquitectura civil romana en la época del emperador Constantino. En Venezuela la gran mayoría de las iglesias adoptó forma rectangular, siendo excepcionales las de cruz latina, como la de San Miguel de Burbusay en el Estado Trujillo, la de Clarines en el Estado Anzoátegui, la de la Concepción del Tocuyo en el Estado Lara, y la de San Clemente en Coro (Estado Falcón). El número de naves fue muy variable. Generalmente fueron tres, pero podemos encontrarlas de cinco, como la Catedral de Caracas, o de nave única como la de iglesia de Pampatar en la isla de Margarita, la San Rafael de Burbusay en el Estado Trujillo, y las iglesias del Calvario en Carora y la de Arenales (ambas en el Estado Lara). En la techumbre de nuestros templos predominó el sistema de pares, tirantes y nudillos. Cobertura generalizada que prevaleció desde los primeros años de la colonización hasta el siglo XVIII, y que hubo de seguir usándose durante todo el siglo XIX y las tres primeras décadas del XX. Lo vemos en la Iglesia de la Asunción y en la de Coro, que son las más antiguas, en casi todas las iglesias de la región llanera, y en la gran mayoría de nuestros vetustos templos. La Catedral de Caracas, terminada en 1713, lució un techo de pares y tirantes hasta 1930, año en que concluyeron los trabajos de refacción que dieron al traste con las formas originales del techo y de sus columnas octogonales de madera. El sistema de pares, tirantes y nudillos, es una de las características más peculiares del mudejarismo en Venezuela, y se impuso por razones de costo, rapidez y facilidad en la ejecución. [Graziano Gasparini, Boletín del Centro de Investigaciones Históricas y Estéticas de la Universidad Central de Venezuela (N°1, 1964)].
El uso de la bóveda y de la cúpula, en cambio, no fue común en la construcción de nuestros templos de la colonia. Sabemos, sin embargo, que bóveda s y cúpulas cubrieron las iglesias de Altagracia y de la santísima Trinidad, en Caracas, hasta que ambas fueron derribadas por el terremoto de 1812. En todo caso, los templos con cúpulas y bóvedas fueron una rareza y adoptaron características muy particulares, como podemos hoy constatar en las iglesias venezolanas. Vale la pena mencionar en este sentido templos como el de Paraguachí (isla de Margarita), el de Arenas (Estado Sucre), y en varias iglesias del Estado Lara, como la de San Juan Bautista (Carora), la de la Inmaculada Concepción (El Tócuyo), la de la Concepción (Barquisimeto), y las de Arenales y Quíbor. Se trata, por lo general, de cúpulas achatadas, sin tambor, tal como podemos apreciar en la ya mencionada iglesia de Paraguachí, cualidad que la emparenta con algunas iglesias coloniales de la República Dominicana. Menos achatadas son las pequeñas cúpulas de las dos torres de la iglesia de Arenas (Estado Sucre), templo probablemente concluido en 1678, visitado por Humboldt en 1799 y restaurado entre 1974 y 1975. Queda a muy pocos kilómetros de Cumanacoa y luce, en una de sus fachadas laterales, soluciones decorativas que llaman la atención. Se trata de altorrelieves que reproducen figuras de perros, cachicamos y caballos. Destaca, también, la imagen de un indio que porta una lanza en su mano derecha. No deja de tener razón Gasparini, cuando subraya que esta particularidad expresa acaso la preocupación por introducir elementos autóctonos en el universo decorativo. Es, además, un rasgo bastante significativo en relación con el papel que el mestizaje empieza a adquirir en el proceso cultural de la América Hispana, con manifestaciones que no les son ajenas a la pintura. Boulton, por ejemplo, hace referencia, en este orden de ideas, a las facciones mestizas del niño de una Virgen del Rosario y al rostro de la Virgen de una Piedad que se encuentra en la Iglesia de Araure (Estado Portuguesa). Y no podemos dejar de mencionar entre los templos de cúpulas achatadas el de San Lorenzo, en el Estado Sucre, y el de Arenales (Estado Lara). Este último fue terminado en 1781 por el Presbítero José Félix Espinosa de los Monteros. En fin, dentro de este tipo de construcción resalta la iglesia de la Concepción del Tocuyo, donde la cúpula sí descansa sobre un tambor, y cuyas formas actuales se corresponden con la descripción del Obispo Mariano Martí en la octava década del siglo XVIII y, según la cual "El presbiterio es de bóveda y forma en el crucero con los primores de la arquitectura una media naranja bien hermosa". También " las dos capillas colaterales de las naves son de bóvedas, (...)." Algunas veces hallamos iglesias con un sistema de bóvedas de maderas adherido a la techumbre. Se trata, en realidad, de falsas bóvedas, como podemos constatar en la iglesia de Clarines (Estado Anzoátegui) y en la de San Antonio de Maturín (Estado Monagas). El crucero de la primera se encuentra cubierto por una bóveda de madera que cuelga de la armadura, sustituyendo así a los tirantes. Encontramos un procedimiento similar en el pequeño templo de San Antonio de Maturín, pero aquí las bóvedas son de aristas, mientras que la de Clarines, de medio cañón. Al igual que en la arquitectura civil, en la religiosa fueron las fachadas el sitio de mayor expresión estilística. Constituyen la parte del edificio donde podemos verificar el eco de diferentes estilos europeos, desde las formas clásicas renacentistas hasta el espíritu del arte barroco. Pero es necesario hacer notar que en ningún caso se trata de soluciones espaciales en estricto sentido arquitectónico, sino de planteamientos que generalmente se resuelven en el terreno decorativo y con efectos puramente escenográficos. Las fachadas constituyen, pues, el lugar de mayores esfuerzos estilísticos y es allí donde podemos percatarnos de que en la colonia no hubo estilos bien definidos. Son, generalmente, yuxtaposiciones de códigos de diverso origen. Se tomaron elementos de aquí y de allá, quizás al azar, y de acuerdo con las posibilidades que ofrecía la austera vida colonial. Así, e n las fachadas, vemos los ecos de la arquitectura renacentista, pero también del barroco y del rococó. En la portada principal de la iglesia de la Asunción (Isla de Margarita) es bien claro el rasgo renacentista. Allí podemos observar un entablamento con triglifos y motivos clásicos, que descansa sobre un arco rebajado. Remata en un frontón, interrumpido en el centro por un ojo de buey con doble moldura. Estas mismas formas, pero en tono de mayor sobriedad, se repiten en las fachadas laterales. En cambio, las iglesias del siglo XVIII recibieron, aunque de manera atenuada, la influencia del barroco. Así puede observarse en las fachadas de la catedral de Caracas, en la de San Sebastián de los Reyes y en la de Turmero, estas dos últimas en el Estado Aragua. Observamos el mismo fenómeno, además, en la iglesia de Calabozo (Estado Guárico), en la de "San Francisco" en el Tocuyo (Estado Lara) y en la de Araure (Estado Portuguesa). Es obvio que una estructura barroca, en el exacto sentido del término, no se da en estos templos con el mismo rigor que constatamos en Europa, especialmente en Italia. En las nuestras el movimiento se congela en las semicolumnas, pues no logran producir un verdadero estado de interacción de fuerzas que presionen del interior al exterior y viceversa, tal como puede apreciarse - para solo citar dos ejemplos- en las iglesias romanas de Santa María della Pace, de Pietro di Cortona (1596- 1669), y en la de San Carlino alle quattro Fontane, de Francesco Borromini (1599-1667). Otras veces el gesto barroco se expresa en términos muy diferentes, como en la pequeña iglesia de San Antonio de Maturín (Estado Monagas). Humboldt, a comienzos de siglo, vio en ella un templo "del más puro estilo griego". Naturalmente, el sabio alemán la miró en sus detalles, no en su conjunto, el cual revela una indiscutible intención barroca, si consideramos la disposición de las paredes de la fachada, dirigida a producir un cierto movimiento ondulante.
La Pintura
Pintar fue en la colonia una actividad relegada a las clases subordinadas. No obstante, como eficiente instrumento de difusión de la fe, ésta llegó a ocupar un lugar prioritario en el proceso de colonización. Como en la edad media europea, la imagen pictórica llegó a convertirse en la Biblia de los que no sabían leer, es decir, del grueso de la población colonial. Así se explica, en buena parte, el interés, desde temprana época, por traer de España imágenes sagradas destinadas a ornar las moradas de Dios, con el objeto de instruir a los fieles sobre la vida de Cristo. Hubo un hacer pictórico relativamente intenso en el siglo XVIII, donde es palmario el espíritu del barroco; considerable en el siglo XVII, con la presencia de sutiles formas manieristas, y casi inexistente en el XVI. En esta época las imágenes generalmente eran traídas de España, y se hallaban vinculadas a la sensibilidad del arte gótico.
El retrato
No toda la actividad pictórica se redujo a la elaboración de imágenes para el culto. Hay testimonios materiales y documentales que evidencian la presencia de paisajes, de naturalezas muertas y retratos. Entre estos últimos hoy se conserva un conjunto de muy buena calidad artística, como el del Provincial Francisco Mijares de Solórzano y el de Fray Antonio González de Acuna, entre los más antiguos; y del siglo XVIII dos atribuidos por Alfredo Boulton a Francisco José de Lerma y Villegas: el retrato del bisabuelo materno del Libertador, Don Feliciano Palacios y Sojo (1726) y el de Doña Teresa Mijares de Solórzano (1732). El retrato del Provincial Francisco Mijares de Solórzano (Casa Natal del Libertador) que data de 1638, ha dejado el recuerdo de uno de los personajes más famosos de aquella época. El Provincial aparece de pié, con rasgos bien definidos. No hay duda de que se trata de un cuadro prodigioso. Para juzgarlo no es necesario reparar en la "buena hechura" que usualmente se aprende en las academias de arte. Hay que entenderlo como la pintura de un autodidacto, o de una persona de escasos estudios y, sin duda alguna, de una restringida cultura de imagen. Penetrar en la auténtica dimensión histórica y estética de esta obra, significa tener muy en cuenta que la disonancia o consonancia de un artista con su época no influye de manera determinante, ni en su talento ni en su genialidad. Una concepción diferente, más cercana a las prácticas académicas, la encontramos en el retrato de Fray Antonio González de Acuña (Palacio Arzobispal de Caracas), y cuyo autor, según Alfredo Boulton, pudiera ser Fray Fernando de la Concepción, íntimo amigo del Obispo. Se percibe inmediatamente una idea más cabal de la representación de la tercera dimensión, una mayor soltura de la pincelada y un mejor sentido del volumen. Destacan en este lienzo los contrastes de colores, condición que revela, no solamente una intención puramente mimética, sino una actitud que habla de cierto grado de conciencia artística. Otros retratos se ejecutaron en el siglo XVIII, sobre la base de una técnica más refinada. Debe mencionarse en este orden de ideas el de Teresa Mijares de Solórzano y Tovar, pintado, como hemos dicho, por Francisco José de Lerma y Villegas. Esta obra pone de relieve la alta calidad que la pintura había alcanzado en Venezuela en el momento en que la Gobernación de Venezuela se había convertido en la colonia agrícola más importante del imperio español. Doña Teresa aparece de pie con una flor en la mano. Es uno de los retratos mejor logrados de todo el período colonial.
Los ecos del manierismo
Es difícil aplicar el término manierismo en la historia de la pintura colonial de Venezuela. Resulta imposible enmarcar nuestro acontecer artístico dentro de la lógica histórica de los países europeos. Análogamente, nuestra producción pictórica de aquella época no puede ser valorada de acuerdo con los mismos parámetros que usamos para referirnos a la pintura europea de los siglos XVII y XVIII. Sería más adecuado, entonces, hablar de "formas manieristas", si éstas se entienden como el eco de un estilo en el hacer pictórico de la colonia, o si se quiere, como citas de un repertorio estilístico que, en el hacer colonial, adquieren una valencia distinta a la de su mundo figurativo original. En consecuencia, cuando empleamos el término "manierista" referido a la historia de la pintura colonial venezolana, no estamos designando una época determinada con límites cronológicos bien precisos. Ni siquiera en Italia es posible agrupar, bajo el epíteto de manierista, todas las obras de arquitectura, pintura y escultura producidas, grosso modo , entre 1520 y 1630. Los rasgos comunes que hay en la pintura de Rosso (1495- 1540), Pontormo (1495 -1556) y Beccafumi (1486-1551), e incluso hasta en la de Parmigianino (1503- 1540), no pueden ser extendidos a la del Ti ntoretto y el Greco. Análogamente, los límites cronológicos no coinciden en las diferentes expresiones artísticas. Si en el área de la pintura el manierismo expira en Italia a fines del siglo XVI, en el dominio de la escultura perdura hasta el siglo siguiente, si pensamos, por ejemplo, en la estupenda Anunciación de Francesco Mochi (1580- 1654) que se encuentra en la Catedral de Orvieto. En los tiempos coloniales algunas formas manieristas llegaron a insertarse en la producción pictórica del siglo XVII. Una de sus más ricas manifestaciones las hallamos en Mérida, en dos obras que, según el criterio de Alfredo Boulton, podrían muy bien ser de origen neogranadino. Nos referimos a una Visitación ya un cuadro titulado La visión del Beato Alonso Rodríguez, ambos cuadros hoy exhibidos en las salas del Museo del Palacio Arzobispal de esa ciudad.
La Visitación, fechada en 1660, reproduce a María e Isabel, las dos primas embarazadas, ambas de pie y abrazándose tiernamente. Detrás de ellas, también de pie, observamos en amena conversación sus respectivos esposos, José y Zacarías. Fue un tema muy común dentro de la producción manierista y, entre otras, se recuerda las versiones de Francesco Salviati, del Tintoretto, del Greco y de Pontormo. Éste último pintó dos Visitaciones muy famosas, una que hoy se encuentra en Florencia (Iglesia de l' Anunziata) y otra en Carmignano (Iglesia Parroquial). El estudioso venezolano, Rafael Pineda, ha visto en La Visitación de Mérida un reflejo directo de la Visitación (1530) de Pontormo de la Iglesia Parroquial de Carmignano, pero, si ciertamente el tratamiento del espacio guarda relación con la atmósfera de esta última, desde el punto de vista iconográfico se haya emparentada, más bien, con una fórmula iconográfica que Giotto había introducido muchos años antes en Italia. En cambio, estilísticamente, se encuentra conectada con el tardo manierismo, una fase del estilo donde se acentúa el culto al refinamiento, a la elegancia formal, a la búsqueda de la variedad, de la complejidad, y la aspiración a una belleza artificial dirigida al logro de la perfección, tal como podemos constatar en las obras de Parmigianino y de otros pintores de la época. La estructura de los personajes, en la Visitación merideña, está definida por una «S» alargada, recurso muy usual en las vírgenes de Andrea del Sarto, Francesco Salviati y el mismo Pargianino. Se trata de la llamada línea serpentinata, de cuyas formas y usos dejó Lomazzo (1538-1600) ingeniosas explicaciones en su libro Idea del Tempio della Pittura (1584). Otros elementos manieristas son la posición de los personajes, que parecen flotar, y la estilizada cabeza del asno que se encuentra al lado de la virgen. El otro cuadro, La Visión del Beato Alonso Rodríguez, es una obra verdaderamente sorprendente a los ojos del analista, pues sin en ella son inconfundibles ciertos códigos manieristas, denota, por otra parte, una fuerte carga realista, característica que es ajena, por definición, al verdadero espíritu de ese estilo. No obstante, resaltan el alargamiento de las figuras de Jesús y la Virgen, las formas serpentinadas de los ángeles y, sobre todo, la delicadeza del ropaje, tan típica del arte de Pontormo y de Parmigianino. Desde el punto de vista iconográfico, el desconocido artista de la colonia se inspira en una obra homónima de Francisco Zurbarán (Fuente de Cantos, 1598 -Madrid, 1664). Pero es oportuno aclarar que hay profundas diferencias entre una y otra versión. No se trata pues de una copia servil. Es necesario subrayar que la versión colonial introduce notables y sugestivas variantes que no pasaron desapercibidas al ojo crítico de Alfredo Boulton en su primer volumen de Historia de la Pintura en Venezuela. Así, por ejemplo, en el cuadro de Zurbarán el Beato está recibiendo la sangre de Cristo, mientras que en el lienzo de Mérida recibe los corazones de Jesús y la Virgen.
Pero las diferencias son todavía más profundas. Llama la atención, entre otros detalles, la intensa carga realista de la obra del Museo Arquidiocesano de Mérida. Esta contrasta enormemente con la atmósfera sacra y divina del cuadro del pintor español. Aquí el acto transcurre en un escenario solemne. La composición está articulada en dos planos para aislar el registro celestial del terrenal. La versión colonial es cotidiana, real, casi un hecho de crónica. El episodio está ambientado en un escenario muy humilde. Ocurre en una modesta habitación, en cuya puerta se hallan un hombre de pie, y un niño con una cesta sobre su cabeza. Ambos miran estupefactos al beato en el momento en que recibe los corazones de Jesús y la Virgen. Se advierte también la impronta manierista en once lienzos que hasta hace poco se hallaban en la capilla Santa Ana del Hospital Urquinaona de Maracaibo, todos con la firma de Juan de Villegas. No sabemos exactamente como llegaron a esta ciudad. Boulton pensó, en un principio, que podía tratarse de un pintor venezolano, pero se dio cuenta de que en la iglesia parroquial de San Martín de Texmelucan de Puebla (México) hay varias pinturas, firmadas también por un tal Juan de Villegas, cuyos rasgos caligráficos son los mismos que aparecen en las firmas de los once cuadros de Maracaibo. En la obra de Villegas, Los Desposorios Místicos de la Virgen y San José, llama la atención los contrates de tonos rojos y verdes, así como el uso, tan evidente, de la llamada línea serpentinada en la conformación del cuerpo de la virgen. De gran interés, tanto por su aspecto iconográfico como por los rasgos fundamentales de la composición, viene a ser La Adoración de los Pastores, del mismo Villegas, cuyo modelo es seguramente la obra homónima de Zurbarán. Como bien sabemos, en el tema de los pastores, al igual que en el de los Reyes Magos, los visitantes no se presentan ante el niño con las manos vacías. En algunas versiones, como la de Luca Cambiaso (1527- 1585), que podemos contemplar en el Museo de Brera (Milán), la nota más sobresaliente es el pastor con un cordero entre sus manos. Sin embargo, generalmente acuden tres pastores con sus respectivos regalos, el primero con un corderillo con las patas atadas (símbolo del sacrificio de Jesús), el segundo con su callado y el tercero con su caramillo.
La composición de Villegas es diferente. En la escena introduce la imagen de una pastorcilla, que trae al niño una cesta de huevos. Es una particularidad icnográfica que se había difundido (1577-1640) en Europa con Rubens y la vemos muy explícitamente en la versión de Zurbarán (Museo de Bellas Artes de Grenoble-Francia), razón por la cual es verosímil la hipótesis de que ésta última haya servido de fuente de inspiración. La resonancia del manierismo se extiende, en la colonia, hasta finales del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII con la obra de Francisco José de Lerma y Villegas, un pardo libre, autor de dos retratos ya mencionados en páginas precedentes. Lerma y Villegas es uno de los artistas más originales del período colonial. En sus cuadros se entre cruzan varios estilos, pero sobre todo resalta la impronta manierista. Obsérvese, a este respecto, como en El Martirio de Santa Bárbara aparece tan pronunciado el alargamiento en forma de "S" de la figura de la santa, mientras que en La Sagrada Familia es impresionante el refinamiento, la manera artificiosa, y hasta rebuscada, en que el artista ha plasmado las manos de sus personajes, aspectos tan característicos del manierismo. Marcados rasgos manieristas advertimos, también, en la obra del Pintor del Tocuyo, activo entre 1682 y 1702 en la región del mismo nombre en el Estado Lara. Es posible que en ese lapso haya ejecutado por lo menos más de cien cuadros, de los cuales apenas se conservan diez. Lo primero que se nota en ellos es la ausencia de los más elementales conocimientos académicos, característica que define - como hemos visto - a toda la pintura colonial. Sin embargo, hay un encanto en cada uno de sus cuadros, que emana de su colorido rico y armonioso, así como de una acentuada preocupación por los volúmenes: Éstos se encuentran muy bien definidos por la presencia de los pronunciados ángulos agudos que conforman el plegado de la ropa. Obsérvese, en este sentido, el vestido de la Inmaculada Concepción (restaurada en 1985) y el de la Virgen del Rosario (restaurada en 1985), lienzos que hoy podemos contemplar en la Iglesia Parroquia del Tocuyo. Esa característica la volvemos a encontrar en la Inmaculada Concepción y en el Cuadro de Animas (restaurado en 1984) que se exhiben en el Museo Lisandro Alvarado de la misma ciudad. Es necesario subrayar que esta peculiaridad no es exclusiva del Pintor del Tocuyo. Se dio también en otras latitudes coloniales, como por ejemplo en Bolivia, donde puede advertirse en varios lienzos, tanto de Bernardo Bitti como de Melchor Pérez Holguín. Por último, la brisa manierista penetró en la pintura de José Zurita, especialmente en dos cuadros que hoy se encuentran en la Catedral de Caracas: La Coronación de la Virgen y La Ascensión. Ambos, pintados en óleo sobre tablas de cedro, están fechados en 1729. Son dos obras donde aflora tímidamente el dramatismo, el dinamismo compositivo y hasta la profundidad espacial, no definida racionalmente, que caracterizan, tanto los lienzos del Grecco (1541- 1614) como del Tintoretto (1518 -1594).
Los ecos del barroco
Bien entrado el siglo XVIII, cuando casi se extinguía en Europa, llegaron a Venezuela algunos reflejos del barroco, dejando su huella en nuestra producción pictórica, particularmente en la del artista caraqueño Juan Pedro López. Alfredo Boulton, luego de minuciosos estudios en la década del cincuenta, rescató para López ciento cuarenta y una obras, anteriormente consideradas de autor desconocido; posteriormente, sobre la base de rigurosas investigaciones documentales y certeros análisis iconográficos, el investigador Carlos F. Duarte identificó otra setenta obras del mencionado Juan Pedro López. La pintura de López es, en realidad, muy desigual. Así lo ha observado Alfredo Boulton en su Historia de la pintura en Venezuela, cuando subraya las enormes diferencias estilísticas que hay entre obras como El Cristo de la Caña, La Virgen de la Luz y EI Martirio de San Bernabé. Son verdaderamente tres mundos estilísticos muy distintos. Sin embargo, un análisis más detallado del autor, bajo las pautas del método del conocedor, revela la presencia de un conjunto de rasgos comunes en ellas, las cuales son, en última instancia, las que definen la personalidad y originalidad del pintor. La obra más temprana que hoy se conoce de Juan Pedro López es La Historia de la Virgen, un encargo de la iglesia de San Mauricio, ejecutado en 1752 y ampliamente estudiada por Duarte en uno de los trabajos más rigurosos que conozca la historiografía venezolana de pintura. Se trata de dieciséis lienzos, de los cuales cuatro pueden hoy ser contemplados en la Iglesia de San Francisco de Caracas. En ellos López ha reproducido los capítulos más importantes de la historia de Virgen, como La Asunción, Los Desposorios de la Virgen , La Huida a Egipto Adoración de los Pastores, etc.
Se trata de una obra muy importante en el conjunto de la producción del pintor, porque precisamente en ella lograba consolidar su repertorio y su manera de pintar. Ciertamente, es a partir de la Historia de la Virgen que Juan Pedro López establece una manera definitiva de construir el espacio y de utilizar el color, las topologías y las poses de sus personajes.
De 1756 es La Inmaculada Concepción de la Sacristía Mayor de la Catedral de Caracas. El barroquismo de esta obra guarda una evidente vinculación estilística con La Coronación de la Virgen , uno de los dieciséis lienzos del conjunto antes referido. De 1775 es el Martirio de San Bernabé, donde el artista se vale de un de un lenguaje plástico muy distinto al empleado en las obras antes mencionadas. Podría incluso hasta pensarse -como advierte Boulton - que pudiera tratarse de la actuación de manos diferentes. No obstante, si somos más precisos nos daremos cuenta de algunos detalles que habrán de repetirse en buena parte de su obra posterior. Pensemos, por ejemplo, en la manera de mirar de ciertos personajes, a la cual el citado autor ha llamado "mirada visionaria", y que hayamos, también, en el Jesús Cautivo (1775) de la Sociedad de Amigos del Arte Colonial. Una de las imágenes que más identifica la personalidad artística de Juan Pedro López es La Virgen de la Luz, de la cual el pintor ejecutó varias versiones. Una de las más conocidas pertenece a la colección de J. la Señora Lobelia Benítez de Narváez, ejecutada en 1760. Al igual que la del Concejo Municipal de Caracas, deriva iconográficamente del grabado de Nuestra Señora de la Luz, obra del pintor español Juan Bernabé de Palomino (Carlos Duarte, Juan Pedro López ). La única versión que se aparta de este modelo pertenece a la colección de Francisco López de Herrera, en la que el rostro ha sido concebido de manera distinta a todas las demás versiones de López, y donde la curva que describe el trayecto del vientre hasta los pies, es menos pronunciada que en las otras interpretaciones. Quizá una de las obras menos conocida de Juan Pedro López es El juicio final de la iglesia de Pampatar (Isla de Margarita), ejecutada en 1772 para Andrés de Berde. El personaje principal es San Miguel, situado en todo el centro del cuadro con una balanza en la mano. Su misión, obviamente, es pesar las almas y decidir su destino: unas irán al cielo y otras al purgatorio y al infierno, de acuerdo con la gravedad de sus pecados. A los pies del poderoso santo, con rostros impregnados de profunda desesperación, se hallan quienes han sido destinados al purgatorio.
Arriba ya la derecha, los elegidos, es decir, santas y santos, entre quienes destaca Santo Domingo; ya la izquierda (del que mira), la imagen de San José, cuya misión es conducir al cielo a las almas que han logrado salvarse. Corona la escena la imagen de la Santísima Trinidad. Se trata de una versión muy distinta a la que se encuentra en la Iglesia de san Francisco (Caracas). Esta última, fechada en 1776, es también de grandes dimensiones (286 x 176 cm.) y en ella la figura de San Miguel fue concebida en posición sedente. También dentro de la atmósfera del barroco se encuentra la obra de un conjunto de pintores de apellido Landaeta, cuya pintura, hacia la mitad del siglo XVIII, guarda cierta relación con la de Juan Pedro López. Precisamente por el parentesco estilístico, entre las obras de un conjunto de artistas que llevaban el mismo apellido, Boulton llegó a hablar de una Escuela de los Landaeta , de la cual formarían parte, entre otros, Blas Miguel de Landaeta (fallecido en 1767), Antonio José Landaeta, autor de un conocido lienzo de la Inmaculada Concepción que se halla en la Catedral de Caracas, y Juan de Landaeta, quien fuera Maestro de Platero y Orfebre. Pertenece a la Escuela de los Landaeta, además, un lienzo titulado La Virgen de Caracas, hoy propiedad de la Fundación Boulton. En este cuadro la figura de la Virgen emerge de las nubes, rodeada de un conjunto de bellos querubines. Detalle muy significativo, viene a ser, la panorámica de Caracas que el artista nos ofrece a los pies de la Virgen. Como ha observado Boulton, la vista de la ciudad parece haber sido captada por el artista de Norte a Sur, como si se hubiese situado en las alturas de El Ávila. Se trata de un fragmento de extraordinario contenido histórico, pues permite formarnos una idea, bastante exacta, de cómo era Caracas a fines del siglo XVIII y en qué medida ha evolucionado, arquitectónica y urbanísticamente, desde ese entonces hasta nuestros días. Es, quizás, el primer paisaje urbano que conoce la historia de la pintura venezolana. Así describe Boulton dicho lienzo: «El colorido, dentro de la tonalidad característica de la época, es propio de los Landaeta. El cielo tiene los típicos matices ocre-rosas...y el mundo de la virgen es cerúleo. Los techos rojos se destacan con precisión y dan a la pintura un encanto especial. Destellos de oro y toques del mismo color figuran en las aureolas y en las estrellas del rico manto».
La escultura
Comparada con otras manifestaciones artísticas, la escultura alcanzó un desarrollo muy modesto durante la colonia. Dedicada básicamente a la demanda de la iglesia, estuvo en manos de artesanos, en su mayoría talladores y pintores, contando con una producción mucho menor que la pintura. De la producción escultórica de la colonia, es muy poco lo que ha llegado hasta nosotros. Sin embargo, hay signos de actividad, en esta expresión artística, desde comienzos del siglo X VII, ya que desde 1609 se hallaba activo, en Coro, Juan Agustín Riera, escultor español quien era además pintor y dorador. También, a comienzos de este mismo siglo, algunos frailes se dedicaban al oficio, y se ha dicho que el Santo Cristo de la Grita fue obra de Fray Francisco, un franciscano que luego del terremoto de 1610 ofreció hacer una imagen de Cristo para consagrarla a la ciudad. (Carlos Duarte, Historia de la escultura en Venezuela época colonial, p.27).
La actividad escultórica - al igual que la pictórica y la arquitectónica se intensificó en el siglo XVIII. La historiografía refiere, entre otros, al ebanista canario Domingo Gutiérrez. En la segunda mitad del siglo XVIII laboraban como escultores, el pintor José Francisco Rodríguez, quien en 1798 terminó La coronación de la Virgen por la Santísima Trinidad (en la Iglesia de San Francisco de Caracas), José Manuel Dominiquín, Matías Mendoza, Francisco Yánez, Fray Vicente Acosta y María Anastasia de Castro. Sobre la obra de esta última ha escrito Duarte : "La artista caraqueña realizó además un crucificado para la Cofradía de San Pedro de la Catedral (...). Es una pena que su obra no se conozca como la de su esposo [el escultor Matías Mendoza] y la de Fray Vicente". El pintor Juan Pedro López se dedicó también a la escultura. De él -reporta Boulton -, atenido a la consideración de ciertos giros esquemáticos, propios de su pintura, es una Inmaculada Concepción, que según el investigador Carlos F. Duarte fue ejecutada en 1781. A su vez, Duarte ha atribuido a López El crucificado del retablo de los evangelistas del Museo de Arte Colonial de Caracas, y el San Juan Congo del pueblo de Curiepe. Para el citado autor no hay fronteras entre la escultura y la pintura de López, quizás porque esta última se inspira en la imaginería tallada y viceversa. También de Juan Pedro López es La estatua de la fe de la torre de la Catedral de Caracas, modelada en barro 1768, y vaciada en bronce en 1769 por Luis Antonio Toledo. López se encargó de pintarla y donarla el año siguiente. (Duarte, op. cit.)
Créditos
Esta categoría no contiene ninguna página o archivo.