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Revisión del 13:53 24 nov 2015

Antonio Guzmán Blanco en el poder

La historia patria, como tema fundamental de la pintura, tuvo su momento más afortunado durante la era de Antonio Guzmán Blanco, cuando la figura artística más destacada fue Martín Tovar y Tovar. Al mismo tiempo despuntaban las carreras de Antonio Herrera Toro, Cristóbal Rojas y Arturo Michelena, quienes al igual que Tovar hicieron de la pintura una ocasión para exaltar el pasado glorioso de la Guerra de Independencia. Así lo requería el espíritu de la época, así lo exigía Guzmán Blanco y así quedó establecido en las páginas de Ensayos sobre el Arte en Venezuela (1883), obra que escribiera el crítico e historiador del arte más importante del guzmancismo, el General Ramón de la Plaza Manrique. Para el autor, la meta de todo artista era satisfacer con su obra las exigencias de su pueblo y, en Venezuela, eso significaba inmortalizar los sucesos gloriosos de nuestra historia para recuerdo de las futuras generaciones (p.114). En realidad, esa concepción de la pintura había contado ya con dos grandes precursores, ambos activos ya en tiempos de José Antonio Páez, Juan Lovera y el pintor valenciano Pedro Castillo, a cuya obra hemos hecho referencia en páginas precedentes.

Esa tendencia halló, en la séptima década del siglo, al más célebre de sus mecenas en Antonio Guzmán Blanco (1829 -1899). Una versión criolla del déspota ilustrado europeo, que dominó el panorama político venezolano durante dieciocho años (1870- 1888). Si consideramos las condiciones en que vivía el país antes de 1870, no hay duda de que este año abrió en Venezuela una época de progreso cultural y material. Hay tres hechos que lo confirman: el decreto de instrucción pública obligatoria y gratuita, la transformación arquitectónica de la Caracas colonial y el apoyo que dio a las Bellas Artes. En este sentido el Estado se convirtió en el principal comitente del arte. El régimen pensionó a las jóvenes promesas del hacer artístico para realizar estudios de perfeccionamiento en Roma y París, y les encomendó la realización de costosas obras dirigidas a estimularla identidad nacional. Quizás el más beneficiado con esta política fue Martín Tovar y Tovar, quien tuvo dos brillantes continuadores: Arturo Michelena y Cristóbal Rojas. Pero de ahora en adelante los temas patrios serán elaborados de acuerdo a fórmulas muy distintas a las del espontáneo arclásico de Juan Lovera y Pedro Castillo. Son lienzos concebidos dentro de la rigurosidad de las normas clásicas y de una factura impecablemente académica, que hacen recordar más bien aun Louis David (1748- 1825), Ernest Meissonier (1815- 1891) o un Antoine -Jean Gros (1771- 1835), el mejor alumno de David, bien distante, obviamente, de aquella nota espontánea tan característica de las escenas de Lovera y Castillo.

La gran epopeya

A Martín Tovar y Tovar (1827 - 1902) correspondió el plasmar en el lienzo los más grandes sucesos de nuestra Guerra de Independencia. Realizó sus primeros estudios de pintura con Antonio José Carranza. Continuó bajo la dirección de Carmelo Fernández y Celestino Martínez y, posteriormente, en 1850, viajó a Madrid, donde se inscribió en la Academia de San Fernando en la cual permaneció hasta 1852, año en que se traslada a París y entra en el taller de Leon Gogniet. En enero de 1855, regresó a Venezuela, justo los días cuando José Tadeo Monagas asumía la Presidencia de la República por segunda vez. Presentó al gobierno un proyecto para copiar en París las obras más significativas de la historia universal, con el propósito de formar un museo de carácter didáctico. Dicho proyecto, el primero en su género en la historia de la cultura venezolana, fue acogido por los congresistas. Con ese fin el Congreso decretó un crédito de 300.000 pesos, pero las arcas estaban vacías. José Tadeo empezaba su segunda presidencia en un clima de crisis política y social; además la situación se agravaba por la epidemia de cólera que había brotado en los últimos meses del mandato de su hermano José Gregorio. Tovar, entonces, en un momento en que la pintura era vista como un arte de ilustradores, se dedicó al retrato, a la enseñanza ya la fotografía. En 1862 regresó a Europa y presentó dos cuadros en la Exposición de Londres, uno de ellos era una escena llanera. Ya para 1864, de nuevo en el país, fundó un estudio fotográfico con José Antonio Salas, en el que solía reunirse un grupo de intelectuales y artistas. Fue en este lugar donde conoció a Antonio Guzmán Blanco, quien ocupó la Presidencia de la República en 1870. Tres años más tarde el gobierno lo contrata para la realización de treinta retratos heroicos que serian colocados después en el salón Elíptico del Palacio Federal. En 1883 Guzmán Blanco decretó un conjunto de actos para conmemorar el centenario del Libertador. Con ese motivo ordenó la organización de una gran Exposición Nacional, en la cual participaron, entre otros, Antonio Herrera Toro, Cristóbal Rojas y Arturo Michelena. Pero la obra que más llamó la atención del público fue la famosa Firma del Acta de la Independencia de Martín Tovar y Tovar, recientemente traída de París, y distinguida con el primer premio de aquel gran evento nacional. En dicha obra, destaca, en primer plano, la figura de Miranda, casi estatuaria, con la mano derecha apoyada sobre una mesa y la izquierda sujetando la espada. El precursor viste traje de general girondino. De este modo, Tovar modificaba la imagen que, del Precursor, tenían los venezolanos en aquel entonces, es decir, en casaca negra, tal como se le ve en el cuadro homónimo de Juan Lovera. A su izquierda, y de espalda, destaca la figura del padre Maya, quien conversa con José Cortés de Madariaga. Luego, en la mesa de la secretaria, aparece Francisco Iznardi, atendiendo a los firmantes del acta.

Visto en su conjunto, el lienzo se caracteriza por la presencia de un ambiente sobrio y solemne a la vez. Ha sido ejecutado sobre la base de una rigurosa lógica del espacio, o dicho de otra manera, mediante el uso de severas líneas horizontales y verticales, de planos muy frontales (véanse por ejemplo las mesas) y de una ilimitada profundidad. De esta manera, el artista ha concebido la solemnidad de aquel suceso, en una atmósfera verdaderamente cartesiana. Obsérvese que la única parte del cuadro, expresada en términos dramáticos, es la menos visible, y se halla en el fondo ya la derecha, donde hay dos hombres, uno con la mano alzada y otro que parece trepar por la basa de la columna.

Pero la obra monumental de Tovar es La Batalla de Carabobo, colocada en el plafond del Salón Elíptico del Congreso Nacional, y que Tovar trajo en 1887, cuando gobernaba el país Juan Pablo Rojas Paúl (1829- 1905), uno de los más connotados hombres de Guzmán. Allí narra el pintor los momentos más significativos de la contienda: la carga de los llaneros comandados por José Antonio Páez, quien luce un uniforme rojo; la intervención de la heroica legión Británica; Bolívar con su Estado" Mayor; la muerte de Cedeño y de Plaza. Al fondo, las tropas españolas en el momento de la derrota. Es cierto que Bolívar, Páez, Cedeño, Plaza, etc., son figuras que ejecutan una acción, no sólo en favor de la libertad, sino también de la humanidad y son personajes que irradian coraje, energía e hidalguía. Pero hay también otro elemento importante en esta obra maestra de la pintura: el paisaje. Nótese la esmerada, luminosa y precisa ejecución de los terrenos; la delectación con que ha tratado los primeros planos (árboles y grietas); la gran variedad de recursos para tratar las lejanías. Esto revela una evidente veneración de la naturaleza, que anuncia su dedicación al paisajismo en los últimos años de su vida. La Batalla de Carabobo es, sin duda, una de las obras más impactantes de toda la historia de la pintura venezolana. El célebre artista mexicano, David Alfaro Siqueiros, llegó a decir que Tovar, en su mural de la bóveda del Salón Elíptico, se revela como el más grande muralista latinoamericano del siglo XIX y uno de los más grandes del mundo entero. De 1889 es el primer boceto de la Batalla de Ayacucho (Galería de Arte Nacional), para cuya ejecución Tovar envió a Lima a Antonio Herrera Toro - para entonces su ayudante- a tomar los apuntes correspondientes en el sitio exacto donde ocurrieron los hechos. En 1894 pintó las batallas de Boyacá y Junín , obras que fueron colocadas ese mismo año en los plafones laterales del salón elíptico del Capitolio. Cuando la de Junín se desprendió en 1902, Herrera Toro hizo una réplica sobre la base del boceto de Tovar. En 1895 pintó dos bocetos más de la Batalla de Ayacucho. Uno de ellos pertenece a una colección privada. El otro sirvió para la versión final del cuadro (terminado por Antonio Herrera Toro) que hoy podemos contemplar en el Salón Elíptico del Congreso.

Los lienzos históricos de Martín Tovar y Tovar han hecho del artista acaso el pintor del siglo XIX más conocido en Venezuela. Son temas que no pueden pasar desapercibidos a los ojos del venezolano común y corriente. Igualmente, su producción retratística es quizás la más lograda de todo el siglo XIX. Tovar es sin duda el retratista más talentoso de su época y sus retratos son tan elevados desde el punto de vista artístico como lo son sus cuadros de batallas. No gratuitamente decía Mariano Picón Salas (en 1954) que muchos de sus retratos valían los mejores Madrazos. Y ciertamente, así lo corroboran el de Juana de Verrué, el de Carlota Blanco de Guzmán (1864) y el de su hermana, Ana Tovar de Zuloaga (1858). El bello retrato de Juana de Verrué, concebido en sueltas y sutiles pinceladas, es un anuncio de sus hermosos paisajes ejecutados en Macuto a fines de siglo. El de Carlota Blanco de Guzmán hace recordar la manera de pintar del artista español Federico de Madrazo (1815 - 1894), de quien Tovar fuera alumno en la Academia de San Fernando de Madrid. El de Ana Tovar de Zuloaga es seguramente - como se ha dicho tantas veces- el mejor retrato que ejecutara el pintor. Allí aparece la distinguida dama sentada en un ambiente del más puro carácter neoclásico. Al fondo, una cortina de color castaño, que recogida detrás de una poltrona victoriana deja al desnudo un azulísimo cielo. Es a través de esta ventana por donde entra la fuente de luz que baña el rostro de la bella mujer. El vistoso traje de seda, y de claro color pardo, resalta en el rojo intenso de la poltrona.

Entre la decoración y la historia

Antonio Herrera Toro (1857 - 1914) legó a los venezolanos la imagen de uno de los gestos más heroicos de la Independencia: el sacrificio de Rícaurte en San Mateo, obra a la cual haremos referencia más delante. Estudió en la vieja Academia de Bellas Artes de Caracas, donde fue el alumno directo de Martín Tovar y Tovar y de Manuel Maucó. Completó su formación artística en Roma (Italia). Como discípulo de Tovar, y buen hijo de su época, parte de su obra más significativa se inscribe dentro del tema histórico, así como del realismo académico, que fue común a sus compañeros de generación, Rojas y Michelena. No obstante, la figura de Herrera ha quedado en la historia de la pintura venezolana como la del más grande decorador de su tiempo. En efecto, como decorador dejó su huella en las catedrales de Caracas y Valencia, en la iglesia de Altagracia (Caracas) y el Teatro Municipal de Valencia, su ciudad natal, en el plafond de este último pintó, entre otros, los retratos de Beethoven, Schubert, Moliere, Racine y Shakespeare. En la Catedral de la misma ciudad, dejó El bautizo del Salvador, La " Asunción del Señor, La última cena y Jesús entrando en Jerusalén. En el presbiterio de la Catedral de Caracas pintó, en 1879, una Inmaculada Concepción, además en el baptisterio de la iglesia de Altagracia (Caracas), otra Inmaculada Concepción y El bautizo del Salvador. Herrera Toro realizó para Tovar los apuntes, tanto de la Batalla de Ayacucho como de la Batalla de Carabobo. Pero su obra de carácter histórico había ya dejado una muestra en el Salón Nacional de 1883, certamen en el cual se hizo presente con La muerte del Libertador. En este cuadro aparece Bolívar rodeado de los pocos amigos que lo acompañaron en sus últimos momentos. Es en verdad una obra poco afortunada, con predominio de rectas que hacen de los personajes figuras sumamente hieráticas. Su obra más original dentro de este género es Ricaurte en San Mateo (1883, Galería de Arte Nacional). Se trata de un lienzo resuelto en sentido vertical, donde el pintor revela su extraordinario dominio del oficio, particularmente en el juego de luces y sombras. En el centro, y en primer plano, vemos al héroe con una mano sobre la bandera, símbolo de los sentimientos patrios, y la otra sujetando la culata de un fusil que hace de tizón para destruir el parque. Al fondo, iluminados por la luz tropical, los soldados en armas ignoran la decisión de su jefe: morir para evitar que el enemigo tome el arsenal del ejército patriota. Como Rojas y Michelena, Herrera ejecutó también algunos cuadros que se adhieren al tema del realismo académico. No podemos dejar de mencionar, en este sentido, su lienzo La Caridad (en la Catedral de Caracas), terminado en 1887. A diferencia de Ricaurte en San Mateo, no hay aquí un centro preciso. La escena se halla dominada por un ambiente sombrío. El artista no sigue de manera estricta las normas académicas, pues no hay en realidad un personaje central, ni un diálogo interior en el cuadro. Tanta importancia tiene el cuerpo de la moribunda, que yace en la cama, como el cura que suministra la extremaunción, o la madre y los hermanos que lloran a su lado. Herrera perteneció a una generación posterior a la de Tovar y entre sus compañeros habría que citar a Emilio Mauri (1855- 1909) ya Carlos Rivero Sanabria (1864- 1915).

Entre la epopeya y el realismo académico

Cristóbal Rojas (1857-1890) es otro pintor de cuadros de historia. Con una obra que reproduce un episodio de la Campaña Admirable acudió a la gran exhibición nacional de 1883, organizada (como hemos dicho) a instancias de Antonio Guzmán Blanco. Se trata de La Muerte de Girardot, lienzo con el cual obtuvo una medalla de oro y una beca para ir a estudiar en París. Rojas realizó sus primeros estudios desde 1876 en la Academia de Dibujo y Pintura de Caracas, donde fue alumno de José Manuel Maucó. En 1880, era ayudante de Herrera, ya comienzos de 1884, viajó a París. Al llegar a la "ciudad luz" hizo lo mismo que solían hacer los pintores venezolanos de su generación: se inscribió en la Academia Julien y estudió con Jean Paul Laurens (Fourquevoux 1938-París 1921), un destaca do profesor de la Escuela de Bellas Artes, por cuyas manos hubieron de pasar también Michelena, Boggio, Carlos Rivero Sanabria, Federico Brandt y Tito Salas. Como hemos dicho, una vez en París, a principios de 1884, se interesa por la pintura de contenido social, género entonces muy apreciado en los predios académicos. Los impresionistas habían triunfado y el romanticismo se había encargado de ennoblecer el mundo de las clases populares. Por otro lado, desde hacía ya tiempo, pintores como Chardin (1699-1779) y Greuze (1725-1805) eran admitidos en los Salones Oficiales gracias a cuadros de temas cotidianos y moralizadores, protagonizados por las clases subordinadas. Desde mediados del siglo XIX, los sectores de la cultura oficial, en Francia, no veían con buenos ojos un arte como el de Courbet (1819- 1877), cuyo objetivo fundamental era denunciar la injusticia social, pero no fue ésta, precisamente, la vía que siguió la pintura de Rojas, sino más bien aquella cercana al universo sensiblero de Greuze y de Chardin. De esta manera, cuando Seurat terminaba Domingo por la tarde en la Grande Jatte, Rojas estaba empeñado en enviar sus obras al Salón Oficial y logra con El Violinista enfermo una mención en el de1886. Era un cuadro de contenido social, pero no dentro de la versión contestataria del realismo de Courbet, que había pregonado Proudhon y había defendido Zolá, sino de un realismo apaciguado, consensual, puesto en escena mediante temas de moda en el París de aquellos años. No iba dirigido a provocar la protesta social, sino la compasión. Esta es la atmósfera que reina en la humilde habitación donde se inserta la figura del violinista. La sencillez y la humildad del mobiliario, la cruz y el pequeño cuadro colgado en la pared, hablan de la pobreza extrema del violinista. La composición sigue la tradición académica: el violinista en el eje central, ya ambos lados sus familiares. Hay fuertes contrastes de luz y sombras que acrecientan el dramatismo de la escena, mientras un espléndido chorro de luz, que se cuela a través de la ventana, pone en evidencia la palidez del joven en su lecho de enfermo. Era un tema común en la Francia de aquel entonces. Pero las mejores obras de Rojas son las que pinta fuera de la presión de los salones o de la instancia patriótica. Como ha dicho Juan Calzadilla, son las que hallamos en algunos cuadros llenos de luz, donde el paisaje se convierte en un elemento importante y la impresión visual llega a ser sobre todo un conjunto de colores. Aquellos lienzos donde el pintor llega a tocar el alma del simbolismo y sin duda alguna el mundo del impresionismo. Hablamos en este caso de Dante y Beatriz Bordadora con lámpara, Muchacha Vistiendose, y Estudio para el balcón, todas pintadas en 1899.

Es, en fin, allí, donde hay que buscar la cultura de imagen y el talento de Rojas. En Muchacha vistiéndose, por ejemplo, es evidente el recuerdo de Degás. Como en las bailarinas del pintor francés, la muchacha ha sido tomada desprevenidamente, en su vena realista, modelada en la luz, sin pretensiones de ser idealizada. La muchacha, en un fragmento del espacio de una habitación, se halla en actitud de amarrarse la zapatilla el pie izquierdo, y al fondo, casi al ras del cortinaje, vemos una figura femenina que supuestamente observa la acción. Dante y Beatriz, es, en cambio, una obra que cae dentro del espíritu del simbolismo, En efecto, parece seguir los dictados de Moréas, el gran teórico de ese movimiento, cuando decía que un cuadro debía ser la expresión concreta y análogica de una idea, y no hay duda del logro conceptual de Rojas en este cuadro de 1889, En Estudio para el balcón, el rol protagónico corresponde a la luz ya la desintegración de las formas, Estamos aquí, entonces, ante un Rojas moderno, para quien la pintura viene a ser, sencillamente, la impresión que dejan los colores en la visión, cuando éstos simplemente se diluyen en la luz sobre una superficie plana. Resulta clara, en todas estas obras, la tendencia del pintor a liberarse de la camisa de fuerza de las normas académicas, Se trata de una pintura muy diferente a la de Tovar, uno de los pintores más originales del siglo XIX, que tiene el gran mérito de poner en evidencia su talento, aún siguiendo las más estrictas normas de la pintura académica, Su pincelada tiende a la perfección, al acabado liso, sin textura, tal como le hubiese gustado a Ingres. La visión pictórica de Rojas, en este caso, es diametralmente opuesta. Aquí resalta la tendencia libertaria de los románticos, una decidida vocación por lo inacabado, por lo inconcluso, No es necesario hacer mayores esfuerzos para darse cuenta de que Rojas no es amigo de la pincelada finie. ¿Cómo podemos explicarnos este Rojas inmerso en el mundo del simbolismo y en posesión de las técnicas impresionistas? Alberto Junyent, en su acuciosa biografía del artista (1973), afirma que nuestro pintor llegó a tener contacto con los simbolistas a través de Emilio Boggio y que, incluso, fue amigo de Paul Serusier 1864-1927), quien también estudió en la Academia Julian. De ser cierto lo que dice el crítico, es muy posible que esta haya sido la vía por la cual llegaron a Rojas las orientaciones, tanto del simbolismo como del impresionismo.

Entre la historia y la mitología

Aunque predomine el tema de historia, la pintura venezolana de las tres últimas décadas del siglo pasado no es una excepción al gusto por la mitología y la Grecia antigua, tan propio de la época, especialmente dentro del movimiento modernista, y tan presente en algunas novelas publicadas en ese entonces y hasta comienzos del siglo XX. En Ídolos rotos (publicada en 1901) de Manuel Díaz Rodríguez (1871- 1927), la primera escultura que realiza Alberto Soria , un artista desarraigado del medio, se llama El fauno robador de ninfas, título que denota la afición del autor por el mundo de la mitología. Asimismo, la novela Dionysos (1912) de Pedro César Dominici (1872-1954) es, en cierta forma, una reconstrucción literaria de la Grecia Antigua. De todos los artistas de este ciclo histórico, es Arturo Michelena (1863- 1898) quien más refleja en su obra pictórica el interés por las cuestiones mitológicas. Michelena ha sido el pintor venezolano más homenajeado en vida. Ni siquiera Martín Tovar y Tovar, acaso el artista preferido del Ilustre Americano, llegó a ser objeto de tanto reconocimiento en vida. Fue, sin exagerar, un hombre mimado de la fortuna, quizás porque su obra, así como podía adaptarse a las más impolutas normas del neoclasicismo, entraba con asombrosa fidelidad dentro de los cánones del barroco más expresivo. Es el más versátil de nuestros pintores del siglo XIX. Esto explica en buena parte que ninguno como él haya ocupado tanto espacio en los periódicos y revistas de las dos últimas décadas del siglo pasado, aunque su obra no siempre llegó ni a los límites de la originalidad de Martín Tovar y Tovar, ni al umbral del asombro que pueden causar algunos lienzos de Cristóbal Rojas. Esa versatilidad, que encuadraba de manera tan perfecta en el gusto del reducido público de arte de aquel entonces y que tanta fama le dio, fue expresada magistralmente por uno de sus contemporáneos, el escultor Rafael de la Cova. En efecto, en artículo que publicara en el Diario de Caracas (6 de febrero, 1895), con motivo del centenario del Gran Mariscal de Ayacucho, De la Cova hacía notar que Michelena era “el pintor de todos los géneros”, un “políglota de la pintura, pues ya lo vemos heroico y atrevido en Pentesilea, como enternecido en La Caridad, y grotesco en la Corrida de toros, como risueño y delicado en L'enfant au chien, y siempre correcto y siempre fiel a la verdad. Ya pinte flores, retratos paisajes o cualquiera que sea el tema". Y en efecto, así era exactamente Michelena. Una vez en París, atento a las ediciones anuales del Salón Oficial, fue siempre puntual en sus envíos de cada año, y en 1887 obtuvo una medalla de segunda clase por su cuadro El niño enfermo (Galería de Arte Nacional). El lienzo cubría todas las expectativas del jurado: composición, dibujo, luces y sombras, desarrollo del tema; todo era perfecto. Es, si nos atenemos a las exigencias del realismo académico, una obra magistral. En el centro se yergue la figura del médico, quien en tono doctoral parece dar indicaciones a los padres. El niño en la cama, aparece con el rostro iluminado por el torrente de luz que penetra a través de la ventana. Es el personaje más importante de la escena. La imagen del médico constituye, a la vez, el eje fundamental de la composición. Todo el conjunto gira en torno a él, y alcanza una armonía perfecta mediante la contraposición de dos triángulos: uno, con el vértice hacia el espectador, formado por el conjunto del padre (que se encuentra al fondo, con las manos sobre la almohada) y la niña, que en notorio gesto de asombro y timidez, está de pie en la ventana, junto a la cortina. El otro triángulo, con la base hacia el espectador. Se halla descrito por la madre, el médico. Y la imagen del padre, que hace de vértice. Esta disposición dota a la obra de un equilibrio extraordinario, potenciado por las luces y las sombras, lo cual, desde el punto de vista de la composición. Hace recordar las grandes obras maestras de Rafael, donde las soluciones triangulares son tan importantes. Junto con Rojas y Tovar. Michelena constituye la gran trilogía de nuestra pintura de historia. Muchos son sus cuadros alusivos a nuestra gloriosa epopeya de la Independencia. Su fama comienza con un cuadro alusivo a nuestros valores patrios: La alegoría de la República, obra con la que concurre a la gran exposición centenaria de 1883. y debemos citar también su lienzo titulado Vuelvan caras, pintado en 1890, así como Berruecos, que data de 1895, ejecutado con motivo del primer centenario del Gran Mariscal de Ayacucho. También con un cuadro que hace alusión a la historia de Francia, obtendrá en el Salón1889 una medalla de oro, premio nada usual cuando se trataba de un artista extranjero. Nos referimos a su lienzo Carlota Corday, la asesina de Marat, el tribuno inmortalizado por David en uno de sus cuadros más famosos: El asesinato de Marat. La escena recoge el momento en que Carlota Corday sale de su celda para ser conducida al cadalso. Es, no hay duda, una obra de intenso realismo. Carlota Corday significó el triunfo más rotundo de Michelena en París. En enero de, 1890, regresó a Venezuela donde fue recibido como un héroe por el gobierno de Joaquín Crespo. Pero la obra de tema histórico que inmortalizó a Michelena en Venezuela se llama Miranda en la Carraca, y fue realizada en 1896. Dicho lienzo remite a la sencillez de algunos cuadros de David, como El juramento de los Horacios y hasta el mismo Asesinato de Marat, sobre todo si nos atenemos a la austeridad de los medios ya la simplicidad de la atmósfera que caracteriza el espacio. En la composición domina el sentido horizontal. El precursor se encuentra pensativo en su lecho, a medio arreglar, con una parte de la sábana que descuidadamente cae en el suelo, una pierna en el piso y otra extendida sobre el colchón y la mano derecha en el mentón en inequívoco signo de reflexión. Un libro sobre la cama, habla de la intelectualidad del precursor, y un taburete semideteriorado, se refiere a las carencias propias del sitio donde se encuentra recluido. Entre los trabajos donde Michelena aborda el mundo mitológico debemos citar, en primer lugar, el boceto titulado Leda y el cisne. El tema es conocido por todos: Zéus, en su afán por poseer a Leda, se convirtió en un cisne, que la engaña y seduce. La obra es un buen testimonio de la asombrosa versatilidad del pintor, pues en dicho cuadro casi se aproxima a los límites de la modernidad. La obra, ciertamente, recoge una escena que ha podido ser atractiva para el más fiel de los pintores neoclásicos, pero la manera de abordarlo, con ese aparente desdén por la norma, lo inserta en una dimensión muy distinta. No es difícil notar que el cuadro, más allá de su referencia mitológica, es sencillamente un plano de manchas verdes, de lilas, y de rosas, donde duermen extenuados, la figura sensual de Leda (con la apariencia de la mujer sexualmente satisfecha) y la del cisne, que es apenas un gesto de intensa blancura. Otros lienzos de tema mitológico son Diana la cazadora y Pentesilea. Este último, pintado en 1891, pertenece hoya la colección del Círculo Militar. La fuente iconográfica se encuentra en Rubens, de donde también deriva el agitado movimiento barroco que le caracteriza.

El pequeño París de Guzmán Blanco

El afrancesamiento del "Ilustre Americano" marcó profundamente la intensa actividad arquitectónica que se desarrolló en Caracas a partir de 1870. Desde este momento la ciudad empezó a cambiar su faz colonial. Se levantaron imponentes edificios públicos en estilos jamás vistos por los caraqueños. Aparecen así construcciones inspiradas en formas neoclásicas, neogóticas y neobarrocas. Son edificaciones diseñadas por excelentes ingenieros con un claro sentido de la arquitectura, algunos de ellos formados en el exterior, y en posesión de una sólida cultura arquitectónica. No hay duda de que con ellos empezaba una nueva era en la historia de la construcción en Venezuela, especialmente en la ciudad capital, que ahora sepultaba los viejos procedimientos coloniales. Los más destacados fueron Luciano Urdaneta, Esteban Ricart, Juan Hurtado Manrique, Roberto García y Jesús Muñoz Tébar.

Juan Hurtado Manrique (Caracas, 1837- Caracas, 1896) fue el arquitecto más culto que tuvo el país durante el siglo XIX. Figura prominente del régimen guzmancista, no sólo en el campo de la arquitectura, sino también en el área de la administración pública, llegó a ser Ministro de Obras Públicas en dos ocasiones, primero en 1886, y luego en 1894. Se desempeñó como profesor en la Universidad Central de Venezuela y escribió un ensayo sobre construcción de teatros. Entre sus proyectos más importantes debemos mencionar: el Templo Masónico, la Iglesia de Santa Teresa. La Santa Capilla. Luciano Urdaneta Vargas (Maracaibo, 1825 -Caracas, 1899), hijo del General Rafael Urdaneta, estudió en la Academia de Matemáticas, donde se graduó de ingeniero en 1843 en la tercera promoción. Poco después viajó a Francia y en esa ciudad completó sus estudios de ingeniero en la Escuela Central de Parques y Calzadas. Urdaneta es el autor del proyecto del Capitolio, o edificio del Congreso Nacional, construido en 1877.

Roberto García (Caracas 1841-Caracas 1936), quien fuera Ministro de Obras Públicas entre 1875 y 1876, y luego en 1890, fue el Ingeniero Constructor del Palacio Federal y asumió la responsabilidad de la etapa final de la obra. En 1878 rindió un informe sobre la construcción del Teatro Municipal de Caracas, donde recomendaba un cambio en relación con la ubicación original del nuevo edificio. Jesús Muñoz Tébar (Caracas, 1847-Caracas, 1909) estudió matemáticas en la Universidad Central de Venezuela. Con su colaboración fue creado en 1874 el Ministerio de Obras Públicas. Actuó simultáneamente en el campo de la arquitectura civil y militar. De su obra como arquitecto, es preciso mencionar la rectificación del proyecto del Teatro Guzmán Blanco (hoy Teatro Municipal), originalmente de Esteban Ricard, pero que Muñoz concluyó entre 1880 y 1881. Con el apoyo de Guzmán Blanco, estos ingenieros-arquitectos empiezan a transformar la imagen de la ciudad colonial, abriendo bulevares, construyendo puentes, edificios públicos e iglesias, de los cuales solamente haremos referencia a los siguientes:

1. El Palacio Legislativo

Es la obra de arquitectura más importante del siglo XIX venezolano. Según reportaba Miguel Tejera en su libro Venezuela Pintoresca e Ilustrada, publicado por primera vez en París en 1875, abarca un área de más de 4000 metros cuadrados y en su construcción participaron más de 400 Obreros. Los planos originales infortunadamente se perdieron. Fue erigido en el terreno donde se hallaba el Convento de las Madres Concepcionistas. Su construcción, en estilo neoclásico, fue decretada por Guzmán el 11 de septiembre de 1872, los trabajos comenzaron el 21 de septiembre, y el 19 de febrero del año siguiente había sido concluida la parte destinada al funcionamiento de las cámaras. El edificio de dos plantas mostraba al público, en su parte sur, una fachada de orden dórico con cuerpo ático central. La parte norte, con su cúpula elíptica y sus cariátides, está orientada hacia un eclecticismo neobarroco y fue terminada en 1877. El proyecto fue obra del Ingeniero y General Luciano Urdaneta. Participó también en este proyecto, como ingeniero auxiliar, Manuel María Urbaneja (Caracas, 1814 - Caracas, 1897), quien poco después fue sustituido por Juan Hurtado Manrique. Urbaneja se había graduado en la primera promoción (1837) de la Academia de Matemáticas y, posteriormente, hizo estudios de derecho en la Universidad Central de Venezuela. La significación histórica del Palacio Legislativo deriva, tanto de la novedad de sus formas arquitectónicas, desconocidas entonces en el medio venezolano, como de la capacidad demostrada por sus artífices, quienes desplegaron una actividad y una maestría impensables en el país hasta esos momentos. De allí que la construcción llegó a ser un verdadero espectáculo, y así cada vez que era concluido uno de los grandes arcos del edificio, los obreros lo celebraban, llenos de entusiasmo, con fuegos artificiales.

2. La Santa Capilla

He aquí la obra más afrancesada de la época de Guzmán Blanco. El proyecto de la Santa Capilla es de Juan Hurtado Manrique y fue constituida en el lugar donde hasta ese momento había estado la vetusta iglesia de San Mauricio. Guzmán mandó a derribarla para levantar en su sitio un templo que le recordara su París querido. Era en realidad una copia atenuada de la Saint Chapelle de París, como lo dijo más tarde Francisco González Guinán en su conocida Historia contemporánea de Venezuela (tom. XII). Otro observador de la época, el escritor Manuel Díaz Rodríguez, decía que era "ligera y diminuta como un joyal." Al describirla, González Guinán resaltaba que era de aristas delicadas, de fuertes bóvedas y con altares de brillante y blanco mármol. Es una pequeña iglesia de una sola nave - decía- con bóvedas de aristas. Pero de su forma original -como bien subraya Zawisza - queda solamente un fragmento de la pared lateral.

En 1921 se demolió su frente, agregando otro tramo más, y reproduciendo, en forma muy exacta, la fachada anterior, desplazada hacia delante. Se derribó también el lado sur y se agregaron dos naves, de modo que la Santa Capilla queda convertida en el cuerpo lateral de una nueva iglesia diseñada por el arquitecto Luis Castillo. Dañadas sus frágiles falsas bóvedas y arcos, éstos fueron sustituidos por una platabanda de concreto, que definitivamente dio el golpe de gracia a la obra de Hurtado (Arquitectura y obras públicas en Venezuela en el siglo XIX,111,118).

3. Teatro Guzmán Blanco (hoy Teatro Municipal)

Su construcción se inició en 1876, según proyecto de Esteban Ricard, en los terrenos que antes ocupara el templo de San Pablo. La obra fue interrumpida en 1877 y continuada en 1879, esta vez bajo la dirección de Jesús Muñoz Tébar, quien introdujo modificaciones al proyecto de Ricard. Fue concluido en 1880 e inaugurado el prime ro de enero de 1881 con el estreno de la ópera EI Trovado de Verdi. En 1900 el interior del edificio se hallaba en ruinas y fue saqueado en 1906. Era originalmente de planta ovalada, y su frente remataba en un pórtico semicircular, definido por cuatro gigantescas columnas corintias. Pero dicho pórtico luce hoy achatado, a causa de a las modificaciones de que fuera objeto cuando se construyeron las torres del Centro Simón Bolívar. El grupo de estatuas de la escalera principal es obra del escultor Rafael de la Cova.

4. El Templo Masónico

Situado entre las esquinas Jesuitas y Maturín, su construcción fue iniciada en 1868 por los miembros de la Gran Logia Masónica. Cuando Guzmán Blanco llegó a la Presidencia, encargó el diseño de los planos a Juan Hurtado Manrique, pero los trabajos fueron paralizados, para ser continuados en 1873. El edificio fue inaugurado en 1876. Es de planta rectangular y consta de tres naves paralelas e independientes. En la del centro se ubica el salón principal, coronado en el extremo opuesto a la fachada por una cúpula sin tambor. La carga formal y decorativa, concentrada en la fachada, es de inspiración neobarroca. Destacan en ella dos pares de columnas de forma helicoidal o retorcida, conocidas también con el nombre de salomónicas. Es la primera en su estilo que se desarrolló en Venezuela. Fue declarado monumento histórico en 1979.

5. El Templo de Santa Teresa

Es la iglesia de mayores dimensiones construida en Caracas durante el periodo republicano. El arquitecto Hurtado Manrique se ocupó de su diseño y construcción a partir de 1873. Su nave principal está cubierta con bóvedas de arista y las naves laterales con cúpulas. Consta de dos fachadas, ambas resueltas en estilo neoclásico, con variantes en la composición. "La fachada occidental, con su magnífico peristilo de orden compuesto y sus dos hermosas torres truncadas, es de admirable efecto. El peristilo está rematado por un frontón, en cuyo vértice hay un grupo que representa a Santa Ana, patrona de la basílica, enseñando a leer a la Virgen". (Zawisza, Op cit. III, 13). La fachada oriental está consagrada a Santa Teresa. Dicha iglesia fue inaugurada antes de estar terminada el 27 de octubre de 1876, pero fue concluida completamente en 1881, cuando se le consagra con una modesta ceremonia el 28 de octubre de ese mismo año. Es monumento histórico nacional por decreto de 1959.

El epílogo del guzmancismo

En dieciocho años de hegemonía política, el Partido Liberal Amarillo se encontraba agotado. Se había consumido casi de manera absoluta en la corrupción, en el enfrentamiento de las facciones surgidas en su seno, y en los abusos del poder. En 1887, cuando ejercía su tercero y último mandato, Guzmán se marchó a París y dejó la Presidencia en manos de Hermógenes; López. Para el siguiente período (88- 90) fue elegido Juan Pablo Rojas Paúl (Caracas 1826 - Caracas1905), quien impondrá en 1890 a Raimundo Anduela, Palacio (Guanare1843 - Caracas1900). Andueza pretendió perpetuarse en el poder, primero tratando de modificar la Constitución, y luego por la fuerza. Tal actitud fue el pretexto de la llamada Revolución legalista , capitaneada por Joaquín Crespo, quien desde el Guárico se levantó en armas en 1892 y depuso a Andueza. El regreso de Crespo a la Presidencia condujo, de manera inevitable, a la más absoluta laxitud del sistema.

El siglo XIX terminará políticamente bajo la presidencia de Ignacio Andrade (Mérida 1836- Macuto 1925), impuesto por la voluntad de Joaquín Crespo. Para el viejo caudillo, Andrade era el sucesor ideal, porque «estaba acostumbrado a que lo mandaran hasta en su casa». Y no erraba Crespo en la imagen que tenía del candidato. Era en verdad hombre indeciso y débil de carácter. Así lo demostró la inercia y el desorden administrativo de su breve gestión. Esa es precisamente la situación que aprovechó Cipriano Castro, en 1899, para invadir desde los Andes, vencer los ejércitos que encontraba a su paso, pactar algunas veces con el enemigo, sepultar el prestigio de los generales de la Federación, e instalarse en la Presidencia de la República en octubre de ese mismo año.

La pintura airelibrista

Justamente por aquellos años murieron prematuramente dos de los más grandes pintores de la historia venezolana: Cristóbal Rojas, el 8 de noviembre de 1890, y Arturo Michelena, el 29 de julio de 1898. Ambos, junto con Martín Tovar y Tovar, habían marcado la segunda mitad del siglo XIX con la mejor pintura académica destinada a resaltar las glorias nacionales. Sin embargo, a fines de la octava década de ese siglo, ya comienzos de la novena, nos sorprenden con un conjunto de lienzos donde el protagonista es el paisaje, concebido con pinceladas evidentemente impresionistas. No olvidemos que los tres vivieron en París, precisamente en el momento culminante de los maestros del Impresionismo: Edgard Degas (1834 -1917), Claud Monet (1840- 1926), Augusto Renoir (1841-1919), Alfred Sisley (1839- 1899), Camille Pissarro (1830- 1903), etc.

De allí que no deberá extrañarnos una obra como Macuto, de 1890, pintada por Martín Tovar y Tovar, y del mismo pintor, otro lienzo titulado Paisaje de Macuto, ejecutado también en 1890. En ambos predominan los tonos claros. Es evidente, tanto la mezcla del color en la retina (o mezcla óptica) como la desintegración de las formas por los efectos de la luz. Se puede afirmar que los colores logran aquí una luminosidad jamás vista hasta entonces en la historia de la pintura venezolana. También Arturo Michelena incursionó en el paisaje en los últimos años de su carrera. Así viene a constatarlo El ordeño, fechado en 1890 y, dos años después, un paisaje marino titulado La mer. En la primera aparecen dos campesinas ordeñando unas vacas, sin que la luz llegue a alcanzar el grado protágonico que podemos constatar en los cuadros de Tovar antes referidos. A Michelena lo que le ha interesado no es la luz sino la anécdota. Distinto es el caso de La me'., pintado en las playas de Villiers sur mer, sitio donde se había refugiado ese año por razones de salud. Recoge la escena de un grupo de bañistas, en una fórmula que si realmente no representa lo típico del impresionismo, nos hace recordar un poco los antecedentes del movimiento, pues hay en ella un cierto hálito de la Escuela de Barbizon. Pero el artista de mayor vocación paisajista, a fines del siglo XIX, fue Jesús María de las Casas (1854-1926), un pintor aficionado, que Juan Calzadilla y Rafael Pineda rescataron del olvido. De las Casas pintó en las playas de Macuto y ejecutó un conjunto de marinas, donde es evidente la presencia de las recetas del impresionismo. "Ningún otro venezolano contemporáneo - anota Rafael Pineda - , supo advertir como él la palpitación de la luz y el color en la atmósfera, la disolución de la plasticidad en el plein air, la técnica del toque aéreo, en fin, la vibrante gramática del impresionismo. " ("Revelación de un pintor secreto: Jesús María de las Casas", Separata de la Revista Nacional de Cultura, N° 180, 1967). Eran obras de pequeño formato, pintadas en su mayoría sobre la superficie de tapas de cajas de tabaco o de libros de contabilidad.

En el ámbito de este impresionismo tardío, no podemos dejar de mencionar algunos cuadros de Cristóbal Rojas, como por ejemplo Techos de Paris, fechado en 1889. Puede bien afirmarse que Techos de París es el primer antecedente del paisaje urbano en Venezuela. Se trata de una vista de la «ciudad luz» en pleno invierno, donde las sueltas pinceladas rojas resaltan en medio de los sobrios grises y marrones oscuros de las paredes. Hay otros lienzos de Rojas que revelan un exacto conocimiento de la técnica impresionista, ya los cuales hemos ya hecho referencia en páginas anteriores: Estudio para el balcón (1889), donde aparecen una niña, una mujer sentada y otra asomada al balcón. Es necesario resaltar que se trata de uno de los cuadros más luminosos de Rojas. Podríamos decir que pertenece a la misma estirpe de otro lienzo suyo, también antes mencionado, titulado Muchacha vistiéndose (1889), obra que, inevitablemente, nos hace recordar las bailarinas, las poses y los ambientes de Edgar Degas, como antes dijimos.

Y mientras esto sucedía en Caracas, dos olvidados pintores de Maracaibo, que prolongarán su actividad en el siglo XX, ejercían en su ciudad natal una intensa labor, tanto en el hacer como en la docencia artística. Ellos fueron Manuel Ángel Puchi Fonseca (Maracaibo, 1871 - Maracaibo, 1946) y Julio Árraga (Maracaibo, 1872 - Maracaibo, 1928). Ambos rompieron con la tradición de los pintores venezolanos en el siglo XIX de irse a París a perfeccionar su arte en la Academia Julian. En efecto, en 1896, becados por el gobierno regional, se marcharon a Florencia y se inscribieron en la Academia de Bellas Artes de esa ciudad, donde recibieron clases de Tonino Piero. Puchi Fonseca se dedicó a pintar cuadros históricos de pequeño formato, mientras que Árraga es uno de nuestros primeros pintores modernos. Sin embargo, el carácter descollante de Caracas en la historia nacional, ha mantenido marginados a estos dos artistas de fundamental importancia en la historia de nuestra pintura. Ambos formaron parte del Circulo Artístico del Zulia, una corporación de artistas y escritores, similar al Círculo de Bellas artes, creada en Maracaibo, en 1916, con el propósito de promover actividades culturales en la ciudad.

La escultura monumental

La escultura, hasta esos momentos, era concebida únicamente como monumento público, y a falta en Venezuela de avezados escultores académicos y de una escuela de escultura en el exacto sentido de la palabra, los monumentos solían ser encargados a artistas extranjeros. Así, por ejemplo, el monumento a Simón Bolívar, que se encuentra actualmente en el panteón Nacional, fechado en 1852, pertenece al escultor italiano Pietro Tenerani, y la estatua ecuestre que hoy contemplamos en la Plaza Bolívar de Caracas, inaugurada en 1874, es de Adamo Tadolini, también italiano. Tenerani (Torano 1789-Roma 1869) se formó en la Academia de Carrara, trabajó con el danés Bertel Thorwaldsen (Copenague 1770 - Copenague 1844), y es autor del monumento a Pio VIII que se encuentra en San Pedro. Tadolili (Bologna, 1788 - Roma, 1868) fue alumno de Canova (posagno, 1757-Venecia, 1822) y profesor de escultura de la Academia de San Lucca.

Pero durante el gobierno de Antonio Guzmán Blanco esa situación empieza a cambiar. Ahora en el hacer artístico venezolano emerge la figura de Rafael de la Cova (Caracas 1850 - La Habana, Cuba 1896), quien llegó a expresar en el monumento conmemorativo la misma poética de la pintura de Tovar y Tovar, Michelena y Herrera Toro, bajo las normas del neoclasicismo más puro. De la Cova es, pues, el iniciador de la escultura monumental en Venezuela. Hizo sus primeros estudios en la Escuela Normal de Dibujo que dirigía Antonio José Carranza y recibió orientaciones de Martín Tovar y Tovar. Más tarde fue becado por el gobierno de Guzmán Blanco y realizó en Roma (Italia) estudios de escultura y fundición. A su regreso al país, en 1877, se desempeñó como docente en la Academia de Bellas Artes. De la Cova es el autor del Bolívar ecuestre, inaugurado en el Central Park de Nueva York en 1884, que el gobierno venezolano obsequió a los Estados Unidos. Realizó también un grupo escultórico en bronce con las figuras de Antonio Ricaurte y Atanasio Girardot para la antigua Escuela de Artes y Oficios de Caracas. La obra fue ejecutada en Nueva York, en un principio fue erigida en la antigua Plaza de San Lázaro de la mencionada escuela, hoy se encuentra en la Plaza del Trébol de la Bandera, al final de la Avenida Nueva Granada. En 1892, con motivo de los cuatrocientos años del descubrimiento, hubo varios proyectos escultóricos para rendir homenaje a Cristóbal Colón, pero el gobierno nacional encomendó a de la Cova, en 1893, un Monumento a Colón en el Golfo Triste, hoy en la Plaza Colón de Caracas, a la entrada del Parque los Caobos. La obra fue inaugurada póstumamente en 1898. Además, en 1894 modeló una estatua de Francisco de Miranda, por encargo de Joaquín Crespo, quien para ese entonces era el Presidente de la República.


La arquitectura finesecular

En los últimos años del siglo pasado aparece en Venezuela una novedad arquitectónica: la quinta. Se trata de un tipo de vivienda aislada (distinta a las casas de hacienda) que habrá de generalizarse a principios del siglo XX, tanto en Caracas como en las principales ciudades del interior como Valencia y Maracaibo. Fue el modelo preferido de las familias de mayores recursos económicos y es el tipo de construcción que podemos ver en el Palacio de Miraflores (Caracas), en la Quinta Santa Inés (Caracas) y la Casa- Quinta la Isabela en Valencia (Estado Carabobo). Miraflores fue mandado a construir por el Presidente Joaquín Crespo en 1884 en el sitio conocido como La Trilla. La construcción estuvo dirigida en un principio por el ingeniero italiano Orsi de Montebello. Pero los trabajos fueron suspendidos y cuando fueron retornados, a comienzos de los años noventa, fue llamado a dirigir la obra el arquitecto catalán Juan Bautista Sales. En su fase final intervino Juan Hurtado Manrique. Es un verdadero palacete aislado, profusamente decorado y rodeado de espaciosos jardines. Es hoy la sede de la Presidencia de la República y monumento histórico nacional por decreto fechado en febrero de 1979. La Quinta Santa Inés, ubicada en Caño Amarillo, es de características muy similares a la anterior. En efecto, como el palacete de Miraflores, se trata de una vivienda aislada, con patio central y de jardines exteriores. Tuvo dos momentos en su proceso de construcción: en el primero, que transcurre a lo largo de 1884, fue una edificación de rasgos neoclásicos; en el segundo (1892- 1893), la obra fue dirigida por Juan Bautista Sales, y se caracteriza por sus marcadas líneas neobarrocas. Fue la residencia del Presidente Crespo y actualmente es la sede del Instituto de Patrimonio Cultural. Es monumento histórico nacional desde el 28 de octubre de 1970. La Casa-Quinta Isabela, conocida también como el palacete de los Iturriza, se construye también a fines del siglo pasado, cuando Valencia era considerada la segunda ciudad de Venezuela. Al igual que Caracas y Maracaibo, Valencia vivió en esa época el proceso de implantación del nuevo modelo de vivienda familiar personificada en la quinta aislada a la cual hemos hecho alusión anteriormente. La Casa -Quinta Isabela fue construida en la periferia de la ciudad y es una casa de dos pisos y de planta irregular. Su rasgo más sobresaliente es un torreón - mirador de tres cuerpos en uno de sus lados. Consta además de un pórtico, precedido por un espacioso jardín al cual se accede por una ornamentada escalinata. Es un digno ejemplo de su género y un elocuente testimonio de la época. Es monumento histórico desde febrero de 1981.

La Venezuela de los tiempos de Castro

EL CIERRE DEL SIGLO XIX prefiguraba el escenario del mundo actual. Se rendía un culto desmedido a la ciencia, al confort y a la técnica. En julio de 1900 la prensa europea anunciaba el entusiasmo colectivo de la gente por la proeza del piloto e industrial alemán Ferdinan von Zepellin (1838-1917). Se había elevado a cuatrocientos metros de altura en un aerostato sobre el lago de Baden, y apenas en diecisiete minutos recorrió la distancia de seis kilómetros. Fue un hecho sorprendente, inimaginable acaso en la mentalidad del hombre de la calle de aquel entonces. Casi al mismo tiempo se celebraba la Exposición Universal de París bajo el signo de tres grandes dioses de la modernidad: el Art Nouveau , la electricidad y el cinematógrafo. Un suceso no de menor importancia pasaba casi desapercibido: los juegos olímpicos mundiales, donde por primera vez en la historia del deporte participaron cuatro mujeres en los dobles mixtos de tenis. ¿Qué sucedía en Venezuela? Era una de las naciones más pobres y atrasadas del mundo. La habían empobrecido las guerras civiles y las deudas que había contraído el país desde los tiempos de Guzmán Blanco. Esos préstamos, es verdad, sirvieron para cambiar el perfil colonial de Caracas, pero también para enriquecer al "Ilustre Americano" y a sus allegados. Como antes habíamos dicho, la situación era caótica, no sólo en el área de las finanzas públicas sino en el plano de la vida política. El sistema impuesto por Guzmán en la séptima década del siglo XIX llegaba a su máximo grado de descomposición. Quienes habían sido sus lugartenientes ahora se enfrentaban por la Presidencia de la República. Reinaba la desconfianza, la ineptitud y el caos. Ese clima fue aprovechado por Cipriano Castro (Capacho, Estado Táchira 1858 - Santurce, Puerto Rico 1924), un General de montoneras quien para hacerse del poder realizó una campaña, iniciada en Cúcuta (Colombia) en mayo de 1899 y concluido en Caracas en octubre del mismo año. Y Castro llegaba al poder en uno de los momentos más difíciles de la historia política venezolana. En 1901 estalló la “Revolución Libertadora”, encabezada por Manuel Antonio Matos, un banquero resentido que Castro había metido en la cárcel. En diciembre del año siguiente nuestras costas fueron bloqueadas por buques de guerra de Inglaterra, Francia, Alemania, Italia y Holanda. El trece de ese mes fue bombardeado Puerto Cabello y, nuestra palurda flota de combate, capturada por el invasor. Castro, desesperado, abrió las puertas de la «Rotunda», puso en libertad a todos los presos, y apeló a la fibra patriótica de los venezolanos: “La planta insolente del extranjero ha profanado el suelo sagrado de la Patria”, dijo entonces. Nunca en la historia patria la nación había sido tan humillada y ofendida. Los diarios hablan del hambre con todos sus horrores y de la ruina fatídica que caía sobre el país. El trece de febrero fue levantado el bloqueo gracias a la mediación de los Estados Unidos. Quedaban en pie los hombres de Matos que, a estas alturas, eran ya un problema menor. En julio, el ejército castrista, al mando de Juan Vicente Gómez, más numeroso y mejor organizado que el de las fuerzas disidentes, derrotaba en Ciudad Bolívar al último bastión de la “Libertadora”. Llegaba a su fin, de esta manera, un largo ciclo de guerras civiles, casi ininterrumpido después de la guerra de Independencia. De ahora en adelante se consolidará un régimen de tendencia centralizadora, especialmente después de 1909, cuando Juan Vicente Gómez, aprovechando la ausencia de Castro, se instala en la Presidencia de la República, tras un incruento golpe de Estado.

El gusto artístico, los ecos del Art Nouveau, La actividad arquitectónica

Los aires del arte y de la moda europea apenas llegaban hasta Caracas, Valencia y Maracaibo, al igual que en nuestros días las ciudades más pobladas a comienzos de siglo. Sin embargo, Caracas era una aldea de apenas unos 80.000 habitantes, por cuyas calles circulaban vehículos de tracción de sangre, mientras una incipiente clase media se divertía en el teatro y en las botillerías. En un ambiente con estas características era impensable un movimiento como el de las vanguardias europeas. No obstante, había un cierto deseo, en especial de la clase media, por un estar al día, que se traducía en un gusto y en una moda muy particulares, que Leoncio Martínez y José Rafael Pocaterra ridiculizarán años después, el primero en un artículo publicado en El Nuevo Diario el 29 de junio de 1915, con el título de «El mal gusto en nuestras salas», y el segundo en La casa de los Abila, una novela que si bien no fue publicada hasta 1946, había sido escrita hacia los años veinte. Es asombrosa la coincidencia entre el caricaturista y el novelista. Martínez, al hablar de la decoración de las salas caraqueñas, observa: «En la pared, entre abanicos o tarjeteras, fotografías de amigos y parientes; una pandereta pseudo española o un abanico pseudo japonés que 'tiraron' en el último carnaval; unas anémonas que la niña de la casa pintó en la escuela, sobre un cristal embadurnado de verde o azul por el reverso para imitar aguas marinas». Pocaterra habla del mobiliario, y también la decoración de aquellas casas, como expresión de un gusto muy cercano a lo cursi, en la pretensión de sus propietarios de conciliar la moda con la tradición. “Junto al sombrerero - escribe - un paisaje de esos que solían venir en las cajas de bombones, y luego, cuadritos 'alegres', 'chucherías' y repisas de vidrio que parecían más bien una ensalada rusa. Pero era quizás el zaguán -agrega- el sitio donde más se notaba aquel afán por disimular la tradición. En muchos de ellos el lugar del santo patrono era sustituido por una “bombilla incandescente figurando un lirio”. Así, tímidamente, en ese ambiente snob, sin originalidad alguna, llegó a Caracas el eco del Art Nouveau. Vino en las cerámicas de las viejas casonas, en el enrejado de las ventanas, en los espejos, en las hebillas de los cinturones, en las puertas, y sobre todo en el mobiliario, como puede constatarse en los avisos de prensa de comienzos de siglo. Así, por ejemplo, uno de los negocios más famosos de la Caracas de entonces, anunciaba en un periódico su oferta de los últimos artículos, estilos Art Nouveau, escogidos especialmente para “nosotros y según el gusto venezolano”. (J.Pedro Posani, Caracas a través de su Arquitectura, 1967). No hubo pues una arquitectura Art Nouveau. Los edificios públicos constituidos bajo el gobierno de Cipriano Castro, revelaban estilísticamente el mismo espíritu ecléctico de la arquitectura de las tres últimas décadas del siglo XIX. Ocurren algunas innovaciones, pero en el plano de lo meramente constructivo, ya que en esta época empezaron a ser utilizados algunos elementos de la tecnología moderna. El terremoto ocurrido el 29 de octubre de 1900, planteó la necesidad de nuevas casas y nuevos edificios, y se construyeron, de esta manera, las primeras casas caraqueñas contra temblores. Este suceso abrió una nueva etapa en la historia de la ciudad, que ahora empieza a extenderse más allá de su casco colonial hacia la Avenida Paraíso, al sur del río Guaire, zona en la cual empezó a construirse un tipo de vivienda ya anunciada a fines del siglo pasado: la casa- quinta. Allí el presidente mandó a levantar su propia mansión, que él llamó “Villa Zoila” en honor a su esposa.

De la casa encerrada entre medianeras – escribe Juan Pedro Posani- se pasa ahora a la casa aislada, generalmente de más de un piso, con cuatro fachadas que abren sobre jardines, ubicada en las parcelaciones periféricas del sur, enlazadas con el casco de la ciudad por los nuevos puentes y los flamantes tranvías de tracción animal. Es evidente la pretensión de alcanzar y reproducir los modelos europeos del chalet, de la mansión o de la villa. (Caracas a través de su Arquitectura).

La cabeza más lúcida del hacer arquitectónico de aquellos años fue Alejandro Chataing (Caracas, 1874 - Caracas, 1928), entonces un joven ingeniero que había Trabajado con Juan Hurtado Manrique. Chataing es el autor del proyecto de Villa Zoila, la ya citada mansión de Castro, concluida en 1904, Villa Zoila es la continuidad en el siglo XX de la vivienda aislada o casa - quinta. Es actualmente sede del Museo Histórico de la Guardia Nacional. También ese mismo año Chataing se encargaba de remodelar la fachada neogótica del Panteón Nacional, y un año más tarde del diseño y construcción de la Academia Militar de la Planicie (hoy Museo Militar), así como del Teatro Nacional. En 1896 colaboró con Hurtado Manrique en la construcción del Arco de la Federación, y en 1907 construyó el Cuartel de Policía y el Edificio del Ministerio de Hacienda. Continuará su labor en los años de Juan Vicente Gómez. Así, en 1913, diseña y construye la Quinta Las Acacias, mandada a construir por la familia Boulton y hoy patrimonio nacional según consta en Gaceta Oficial del 7 de octubre de 1985.

La escultura: modernidad y kitsch

Cuando Castro llega a la presidencia, en 1899, la escultura se expresaba preponderamente en el lenguaje del neoclasicismo. Había muerto Rafael de la Cova, el padre de la escultura monumental en Venezuela, y estaba activo, y en plena madurez de oficio, uno de los escultores más destacados de la época de Guzmán: Eloy Palacios (Maturín 1847 - La Habana 1919). Al mismo tiempo empezaba a notarse la presencia de tres artistas muy jóvenes: Andrés Pérez Mujica (Valencia 1873 - Valencia 1920), Lorenzo González (Caracas 1877 - Caracas 1948) y Pedro Basalo (Caracas 1885 – Caracas 1948), quien nos daría sus primeras obras importantes hacia 1907, cuando apenas contaba con catorce años. La mayoría de la producción escultórica de esta época se inscribe, en general, dentro de una tendencia típicamente estatuaria y monumentalista, impuesta en Venezuela bajo la protección de Guzmán Blanco, práctica generalizada en toda la América hispana de las tres últimas décadas del siglo XIX. Su objetivo fundamental estuvo dirigido a exaltar las glorias nacionales de la Independencia. Sin embargo, encontramos ciertas excepciones, algunas veces impregnadas de un evidente sabor expresionista, como podemos apreciar en Dolor (1905) y Eva después del pecado (1905), de Lorenzo González; otras inspiradas en el tema social, como sucede en Protesta (1907) de Pedro Basalo. González había estudiado en la Academia de Bellas Artes de Caracas y en 1899 se marchó a París, donde estudió con los escultores Allourd e Injalbert. En 1905 obtuvo una Mención Honorífica por una de sus esculturas enviada ese año al Salón de París, A su regreso al país se dedicó a la enseñanza en la Academia de Bellas Artes. Basalo, también formado en la antigua Academia de Bellas Artes, fue alumno, tanto de Ángel Cabré y Magriñá como de Cruz Álvarez García. Su vocación por el arte social lo condujo a explorar en el espíritu de la tradición africana. Pérez Mujica es la joven promesa de la escultura venezolana a fines del siglo pasado y comienzos del actual, Precisamente en 1899, cuando Castro asume la Presidencia de la República, el joven escultor obtuvo el Primer Premio de Escultura en certamen anual de la Academia de Bellas Artes, y en 1903 ganó un concurso para la realización de un monumento dedicado a José Antonio Páez, distinción con la cual obtiene, además, una beca del gobierno nacional para realizar estudios en París. Una vez en esta ciudad, instaló su taller, asistió a los concursos libres de Antoin Mercier, y envía diversas obras a los certámenes oficiales. Como todos los artistas que iban a París, Pérez Mujica buscaba la fama y la gloria. En 1905 fue aceptado en el Salón Anual de la Sociedad de Artistas Franceses, por su obra Lucrecia , y en 1906 obtuvo una “mención” por una de las dos esculturas que habían sido admitidas: El Indio Combatiente y El Baño.

Otro de los escultores más significativos de comienzos de siglo es Eloy Palacios, formado en la Academia de Munich, ciudad donde vivió y trabajó durante largos años, Allí estableció un taller donde solía recibir encargos de todos los países latinoamericanos. Es autor de una de las realizaciones escultóricas más atípicas de aquellos años: el Monumento a la batalla de Carabobo , conocido popularmente como La India del Paraíso. Fue la obra vencedora en un certamen convocado por el gobierno en 1904. Su ejecución debió seguir las pautas estipuladas en las bases del concurso por el Arquitecto Antonio Malaussena (1853- 1919). Según éstas, las hojas del capitel debían ser “de palma indígena pero conservando en sus contornos la forma de acanto, y disponer en todas sus proporciones, según el orden compuesto, a fin de no romper la armonía del conjunto y de la estética grecorromana”. Palacios se atuvo, casi al pie de la letra, a las normas establecidas por Malausena, y el resultado fue una obra cuya atipicidad no pasó desapercibida ante los ojos de José Gil Fortoul. El conocido historiador, con asombroso tino, dejó una de las observaciones críticas más puntuales sobre el monumento del escultor: “No sigue Palacios en esta obra -dice- huella ajena, abandona la antigua rutina de esta especie de monumentos para buscar inspiración en el medio tropical.” Ciertamente, Palacios había quebrantado las normas del neoclasicismo en una operación muy válida dentro del espíritu del arte moderno, pero que desde cierto ángulo podría insertarla en los predios del kistch. Ese ponerse un poco fuera de la norma habremos de encontrarlo, también, en la estatua de José Antonio Páez (El Paraíso), que Andrés Pérez Mujica ejecutó en 1903, donde los cánones neoclásicos vienen a ser superados por un realismo dramático y conmovedor. Debemos aclarar que, cuando usamos la palabra kitsch , no queremos decir literalmente 'mal gusto', sentido con el cual se emplea cotidianamente dicho término. Kitsch, en este contexto, remite más bien a la noción de Gillo Dorfles, y significa, por lo tanto, desvío, degeneración de aquello que - queramos o no- se considera 'norma' de comportamiento ético y estético, de manera consensual. Para el mencionado estudioso, el kitsch es también un hecho típico de la edad moderna, e involucra y degrada las diversas actividades de la vida (política, familia, turismo, publicidad, cine, decoración, etc.) en el mundo contemporáneo. El llamado kitsch abarca, pues, todas las formas expresivas (visuales, literarias, musicales, etc.) Y de, comportamiento. Fue así como algunos autores alemanes (Broch y L. Giesz,) llegaron a formular, hace ya bastante tiempo, el concepto de Kitsch-Mensch (hombre kitsch), es decir, aquella persona que, frente a una obra de arte, asume la actitud típica del espectador dotado de 'mal gusto'.

Tito Salas, el paisaje, Federico Brandt y la modernidad

El siglo XX comenzó con una nota luctuosa en la historia de la pintura venezolana: la muerte de Martín Tovar y Tovar en 1902, suceso que pasó casi inadvertido ante el impacto que produjo el bloqueo de nuestras costas por buques de guerra de potencias extranjeras. La pintura académica del siglo pasado mantenía plena vigencia dentro de las preferencias de los venezolanos, pero ahora vino a acentuarse el gusto por el paisajismo, ya tímidamente presente en la obra tardía de Tovar, Michelena, Rojas y Jesús María de las Casas. La generación nacida a fines del siglo XIX, que a comienzos del XX estaba estudiando en la Academia de Bellas Arte, mostraba una profunda vocación por el paisajismo. De ella formaban parte Antonio Edmundo Monsanto (1890- 1948), Rafael Aguín, Pedro Castrellón, (1890 - 1918), Carlos Lugo, Francisco Sánchez, Pablo Wenceslao Hernández (1890-1928), Pedro Zerpa y Juan de Jesús Izquierdo. De hecho, la pintura paisajista era una práctica cotidiana en los talleres de la Academia. Baste decir, en este sentido, que en la exposición de fin de curso de 1907 es notorio el predominio del paisaje. Así lo atestiguaba Jesús Semprum cuando escribía:

Los cuadros premiados este año son tres, dos paisajes (J, R. Aguín y Antonio Edmundo Monsanto) y 'En la Hacienda' (Francisco Sánchez). Los méritos principales de este último consisten en el paisaje que presenta: la figura de la india cargada con sus canastos no puede resistir en realidad el examen de la crítica más indulgente. En cambio, el paisaje en que se destaca esta figura tiene frescura, variedad, cierta próspera lozanía de color bastante agradable. EI predominio de los paisajes entre las obras expuestas y principalmente en los premiados podría explicarse en buena lógica por la influencia decisiva del ambiente sobre los espíritus dotados de vocación artística. (“La Academia de Bellas Artes”, en El Cojo Ilustrado, Caracas, 1 907. El subrayado es mío).

Simultáneamente, del otro lado del Atlántico, un venezolano, nacido también en la séptima década del siglo pasado, ejecutaba un conjunto de paisajes, pero dentro del espíritu del posimpresionismo. Se trata de Federico Brandt (1878- 1932). Brandt es el primer pintor venezolano en cuyos lienzos cobra importancia el espíritu de la vida urbana, expresado bajo pautas auténticamente modernas. Su “Paisaje de Brujas”, por ejemplo, un cuadro de pequeño formato concebido en 1903, nada tiene que ver con la manera de pintar de sus contemporáneos venezolanos por aquella misma fecha, porque en este lienzo de Brandt el tema es apenas una excusa para jugar con el color y con el espacio. Lo mismo podríamos decir de otra obra ejecutada el año siguiente, “Patio de los Capuchinos”. Sin embargo, años después, cuando regresa al país, pinta varios cuadros sumamente convencionales, y citamos en ese sentido “Muchacho pintando a Cipriano Castro” (1906). ¿Era acaso una concesión al gusto imperante en la Venezuela de entonces?

En tiempos de Juan Vicente Gómez

La ascensión al poder de Juan Vicente Gómez (1857- 1935) por un golpe de Estado, fue recibida con beneplácito en todos los sectores del país, incluso hasta en los predios de los intelectuales. Algunos hombres de letras como José Gil Fortoul, Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Emilio con y César Zumeta, para sólo citar a los más destacados, llegaron a ocupar posiciones privilegiadas en el nuevo régimen. “Salimos de la oscuridad en la cual nos habíamos encerrado”, leemos en un diario; “Solemne hora, decisiva para los destinos de la patria”, escribió Rómulo Gallegos, quien muchos años después ocuparía la silla presidencial por la voluntad popular. Las primeras medidas, y las poses del nuevo mandatario, lo hicieron confundir con un verdadero demócrata: puso en libertad a los presos de Castro, instauró un clima de amnistía, asistía a los actos culturales, y en 1911 - como un auténtico hombre de estado - reunió un congreso en Caracas para elaborar un diagnóstico de la situación nacional. Pero ese clima de libertades públicas duraría muy poco tiempo. La actitud de Gómez cambió de manera radical en 1913, cuando el periodista Arévalo González asomó la candidatura de Félix Montes a la Presidencia de la República. González fue encarcelado y Montes expulsado del país. Gómez gobernará hasta diciembre de 1935, unas veces directamente, otras a través de amigos leales como José Gil Fortoul, Victorino Márquez Bustillos y Juan Bautista Pérez. Sólo la muerte pudo separarlo del poder.

¿Cómo era el panorama cultural de la Venezuela de entonces? Visto con la objetividad que facilita la distancia interpuesta por tantos años podemos decir que ha sido uno de los momentos más fructíferos en la historia de la cultura venezolana, sobre todo si consideramos las severas limitaciones de libertad de expresión, la deplorable situación educativa y, en consecuencia, el alto índice de analfabetismo que reinaba en el país. Un estudioso norteamericano observaba que el atraso de nuestros países latinoamericanos se debía precisamente al desinterés de sus gobernantes por la educación. Señalaba que en 1909 - año en que Gómez asume el poder- Venezuela contaba con sólo 17 00 maestros, mientras que el Estado de Iowa en los Estados Unidos (con una población parecida a la nuestra), contaba con 36.000, cifra que superaba el número total de alumnos en nuestro país. En el mismo Estado de Iowa asistían a clase 562.000 jóvenes contra menos de 36.000 en toda Venezuela. Sin embargo, el hacer cultural en el plano de la literatura y el arte, aunque elitesco, fue a lo largo del gobierno de Gómez, intenso y profundo. Fue la época del Círculo de Bellas Artes, de la consagración de Tito Salas, del estilo neocolonial en el campo de la arquitectura, de la Generación del Dieciocho, del Grupo “Seremos” en el Zulia.

El Círculo de Bellas Artes

Surgió como consecuencia de una crisis de la Academia de Bellas Artes. Los estudiantes se habían retirado del instituto, y se lanzaron a la calle a pintar al aire libre. Leoncio Martínez tuvo la idea de reunir a los descontentos en una asociación de artistas. El primero de agosto de 1912 publicó un artículo en El Universal donde lamentaba el estado en el que se encontraba la Academia de Bellas Artes. Era un “conservatorio” -escribía- donde “a los pobres muchachos no se les puede pedir más”, pues trabajaban por amor, “sin otra esperanza de galardón que un cartoncito con un letrero que decía distinguido”. En 1915, al celebrar su tercer aniversario el Círculo, hablaba así de cómo había surgido aquella asociación de literatos y artistas:

Poco después de la muerte del señor Mauri, entró a regir la Academia de Bellas Artes don Antonio Herrera Toro. Los muchachos de más valía en aquel Instituto acostumbrados a los métodos acertadamente libres del extinto profesor, no pudieron adaptarse a la enseñanza, ni al carácter del nuevo maestro, y éste, por su parte, tampoco trató de evitar la eliminación paulatina de los alumnos; de tal modo que cada año las exposiciones iban siendo precarias, tristes, infantiles, inconformes con el nombre del primer plantel artístico de la República, a pesar de que al frente de él estaba un pintor de Méritos reconocidos. (El Universal, Caracas, 31 de agosto, 1915, p.l).

El tres de septiembre era inaugurado el Círculo, y en él figuran pintores, literatos, periodistas y músicos. Entre los pintores y escultores estaban Rafael Aguín, Cruz Álvarez García (Petare 1870 - Caracas 1950), Pedro Basalo (Caracas 1885 – Caracas 1948), Pedro Castrellón (Táriba, fines del siglo pasado-Barcelona - España 1918), Manuel Cabré (Barcelona, España 1890 - Caracas 1984) Ángel Cabré y Magriñá (Barcelona -España 1863-Caracas 1940), Juan de Jesús Izquierdo (Caracas 1876 – Caracas 1952), Próspero Martínez (Caracas 1885-Carrizales - Edo. Miranda 1966), Abdón Pinto (Valencia, fines del siglo pasado -Caracas 1918), Francisco Valdez (Caracas 1896- Caracas 1918), Pedro Zerpa, Marcelo Vidal (Caracas 1899- Caracas 1943), Antonio Edmundo Monsanto (Caracas 1890-Caracas 1948) y Leoncio Martínez (Caracas 1888- Caracas 1941). Más tarde se incorporaron Bernardo Monsanto (Caracas 1897 – Caracas 1968), Rafael Monasterios, Federico Brandt y Armando Reverón. Entre los literatos: Fernando Paz Castillo, Julio y Enrique Planchart, Luis Enrique Mármol, Andrés Eloy Blanco, Laureano Vallenilla Lanz, Pedro Emilio Coll, César Zumeta, José Antonio Calcaño y Rómulo Gallegos. En la inauguración hubo dos discursos, uno de Jesús Semprum y otro de Leoncio Martínez. El primero invitaba a incorporarse al Círculo hasta los partidarios del Futurismo, el segundo sólo hablaba de una “pintura nacional”, terrígena, venezolana, inspirada fundamentalmente en nuestros paisajes y ríos. Esta fue la posición predominante, y el paisajismo, que se había manifestado desde las dos últimas décadas del siglo pasado, inicia una etapa hegemónica, en una versión muy distinta, que tendrá vigencia durante todo el régimen de Gómez. Sin embargo, no se negó el pasado, es decir la pintura de historia, que ahora halló su más grande exponente en la paleta de Tito Salas, también asiduo a las veladas del Círculo. A diferencia de los “Disidentes”, muchos años después, la generación del Círculo no despreció a sus antecesores. Contrariamente, en el salón correspondiente a su primer aniversario se rindió tributo al viejo maestro Martín Tovar y Tovar y participó Tito Salas, quien en 1911 había regresado con su famoso “Tríptico de Bolívar". El Círculo realizó tres salones de arte, uno en 1913, otro en 1914, y el último en 1915. En el correspondiente a septiembre de 1913, se expuso por vez primera en Venezuela un proyecto de arquitectura. La escultura, en cambio fue siempre tímida, más que como expresión artística, el público sólo estaba acostumbrado a captarla como monumento conmemorativo. Así lo hacía notar Leoncio Martínez en una nota de prensa sobre el tercero y último Salón. Decía: «La escultura está pobre: un buen busto ejecutado por don Ángel Cabré. Un boceto de estatua ecuestre, por el mismo. Un bonito busto de niño por Pareja de Mijares. Muy pequeño, parece un divertimiento del autor» («En torno al Círculo», en El Nuevo Diario, Caracas, 13 de septiembre, 1915, p.l). El Círculo fue, además, un sitio para charlas y sesiones de pintura. Allí los pintores tuvieron la oportunidad de contar con una modelo “en vivo”, algo impensable en la conservadora Academia de Bellas Artes. Se llamaba Rosa Amelia Montiel, una mujer joven, “de hermosos senos, cabellos negros, un poco gorda (era el gusto de la época) y sobre todo afable, siempre risueña”, según descripción de Luis Alfredo López Méndez. Tiene además el Círculo un gran mérito, estimuló tanto el mercado como la crítica de arte. Del propio Círculo surgieron analistas como Enrique Planchart y Fernando Paz Castillo, dos poetas de la llamada Generación del Dieciocho.

1. El Círculo y la hegemonía del paisaje

Desde el Círculo de Bellas Artes, hasta aproximadamente los primeros años de la década del cuarenta, la hegemonía del paisaje es casi absoluta en el panorama de la plástica venezolana. Como en el siglo XIX, este género fue en el siglo XX una manera de buscar en la naturaleza nuestra identidad ontológica. Así lo predicaron sus más connotados artífices: Leoncio Martínez y Jesús Semprum. El día en que fue inaugurado el Círculo, Martínez invitaba a los pintores a reproducir el alma de nuestro paisaje; y Semprum , dos años más tarde, diría que la afición al paisajismo nació como una maneta de afirmar los valores nacionales (El Cojo Ilustrado, Caracas, 1° de octubre, 1914); y, en posterior ocasión, felicitaba a los jóvenes de las nuevas generaciones de pintores por haber expresado en sus lienzos su amor por el terruño «El paisaje», en Actualidades, Caracas, 16 de septiembre, 1917). Sin embargo, la pintura de historia - insistimos - jamás llegó a ser desestimada, ni por el público, ni por la crítica, ni por los artistas. Por el contrario, ésta halló ahora un brillante exponente en la persona de Tito Salas, y una calurosa acogida entre las clases populares y los sectores oficiales. Se puede afirmar, en consecuencia, que el gusto artístico de los venezolanos osciló, por estos años, entre el paisajismo y la pintura de historia. Así se explica porqué Salas mantuviera siempre cordiales relaciones con los paisajistas. Así mismo, Semprum y Martínez, quienes fueron los pilares teóricos del paisajismo, nunca dejaron de elogiar a Salas y su obra. Para el primero Salas era una auténtica gloria nacional, para el segundo era lamentable que Tito no hubiese perseverado en ese género, a propósito de un comentario sobre su conocido cuadro La Emigración a Oriente. Fue necesario esperar hasta los últimos años de la década del treinta, para advertir un quebranto sutil en ese status artístico, cuando las " poéticas de Cézanne empiezan a filtrarse en las aulas de la Academia de Bellas Artes, a través de las enseñanzas de Antonio Edmundo Monsanto y de Marcos Castillo.

2. El Círculo y la modernidad

No se puede decir que la filosofía del Círculo de Bellas Artes se insertaba exactamente dentro del espíritu de la modernidad. Contrariamente, su prédica naturalista, muy acorde con el sentir de una Venezuela pastoril y agrícola, y su tendencia a replegarse en lo nuestro, cerraba el paso al proceso de modernización. En este sentido, cuanto ocurría en el campo de la pintura marcaba un perfecto paralelismo con la tendencia política de aislamiento, tan característica del régimen de Juan Vicente Gómez. De aquí que los fetiches de la modernidad, es decir, los puentes colgantes, las grandes fábricas, las estaciones colosales y las chimeneas humeantes, que tanto seducían a un artista como Boccioni, eran inimaginables en la Venezuela de aquel entonces. El aire típicamente citadino de las vanguardias, nada tenía que ver con la mentalidad de los habitantes de un país casi inmóvil, donde reinaban el analfabetismo y la superstición. He aquí la razón por la cual, tanto el Futurismo como el Cubismo (entonces florecientes en Roma y París) hallaron tanta resistencia en los ideólogos del Círculo. Si ciertamente Semprum invitó a participar en el Círculo "a los más frenéticos enamorados de la comuna futurista", en realidad vio siempre con horror todo lo que oliera a nuevo. Así lo declara en dos artículos publicados, el primero en El Universal del 15 de noviembre de 1912, y el segundo en La Revista del 24 de diciembre de 1916. Otro tanto es posible observar en Leoncio Martínez, quien en el número de El Universal, correspondiente al 23 de mayo de 1913, se asombraba de que el pintor Ciclo Almeida Crespo, después de tantos años en Europa no hubiese derivado hacia las poéticas futuristas, para quienes - decía sarcásticamente - "un caballo corriendo tenía veinte patas yeso había que pintarlo". No obstante, al Círculo no le fue del todo extraña la semilla de la modernidad. El paisajismo de sus pintores no siempre fue auténticamente naturalista. Se enriqueció con las fórmulas y el espíritu de la pintura de Mutzner, Boggio y Ferdinandov, y tuvo en su seno almas como las de Federico Brandt y Armando Reverón. Brandt era moderno en su obra desde comienzos de siglo. Y Reverón, que desde 1911 se había marchado a España para regresar a mediados de 1915, lo fue sobre todo a partir de 1919, como lo expresan dos magistrales lienzos suyos de este mismo año: La Cueva y La Procesión de la Virgen en el Valle. Ambos pertenecen al reino de las puras formas. Vano sería buscar en ellos cualquier pretensión mimética, pues el interés del artista se ha concentrado en la combinación de los colores, y en la personalización de una cultura de imagen de diverso origen. No andan muy lejos de la verdad aquellos que han visto en estas obras, y especialmente en la primera, el hálito de la pintura de Goya, cuya obra trastornó a Reverón en sus asiduas visitas al Museo del Prado cuando estuvo en Madrid.

¿No estarán presentes aquí, también, algunos ingredientes de Moreno Carbonero, un pintor extravagante que negó a ser maestro de Dalí? .Lo cierto es que nunca, hasta ese momento, habíase visto en Venezuela un esfumado tan sutil, una grafía con tanta personalidad, unos ambientes tan llenos de misterio, muy próximos a los escenarios simbolistas. El grafismo parece atenuarse en la construcción de un color logrado a base de sutiles toques. Esta técnica, que Reverón llevará a sus máximas consecuencias en los años treinta, produce efectos visuales que nos hacen recordar, inevitablemente. La manera de pintar de los neoimpresionistas. Pero entiéndase bien, como exteriorización de una sensibilidad más avenida con el mundo del simbolismo que con los fundamentos científicos que sostienen los lienzos de Seurat.


Después del Círculo de Bellas Artes

El Círculo de Bellas Artes se extinguió en 1917 pero dejó una huella profunda en la pintura venezolana. Muchos de los pintores que lo integraron se dedicaran a pintar, poco después, cuadros de auténtica factura impresionista. Ello ocurrió gracias a la negada de Ferdinandov, Mutzner y Boggio. Esa tendencia hubo de perdurar durante muchos años en la historia del arte venezolano y se impuso en la generación que siguió a la del Círculo, bautizada por Enrique Planchart con el nombre de Escuela de Caracas. Sin embargo, dentro de esta generación hallaremos artistas indiscutiblemente originales, con una factura propia e inconfundible, como Marcos Castillo (1900 - 1965), Francisco Narváez (1905 -1982), Pedro Ángel González (1901- 1981), Elisa Elvira Zuloaga (1900 - 1980) y Juan Vicente Fabbiani (1910).

1. Emilio Boggio, Samys Mutzner y el Impresionismo

No hay duda. ya lo hemos dicho, los pintores académicos del siglo XIX conocieron el impresionismo, y si la técnica impresionista no tuvo marcada continuidad en el siglo XX fue porque el comitente más poderoso, que era el Estado, sólo tenía ojos para el neoclasicismo académico. Por otro lado, seguía teniendo vigencia en aquel medio la idea de Ramón de la Plaza, según la cual el impresionismo era una aberración del gusto. En 1883, en sus Ensayos sobre el arte en Venezuela, el crítico había sentenciado que el arte de Monet y sus amigos era una «Aberración del gusto», una moda pasajera. Debemos tener en cuenta, además, que la generación del Círculo no tuvo contactos directos con obras impresionistas. Hubo que esperar la llegada de Mutzner, Boggio y Ferdinandov, para que los jóvenes artistas que habían formado el Círculo de Bellas Artes, se familiarizaran con las técnicas del impresionismo. Mutzner llegó en 1916 y se instaló en la isla de Margarita. Desde allí hizo. Contactos con los jóvenes del Círculo. Y en 1918. Expuso ochenta lienzos en el Club Venezuela de Caracas. La exposición se abrió el primero de septiembre con un brindis al cual asistió el entonces Ministro de Instrucción Pública, Rafael González Rincones. Por primera vez el público venezolano tenía la ocasión de asistir a una exposición de cuadros impresionistas, en una época cuando en Europa ya Piet Mondrian había pintado cuadros como Composición en Gris y Amarillo (1913). Esta obra era la antesala del neoplasticismo, ejecutado en una poética estrictamente geométrico-matemática. Ya aunque el público de Caracas no estaba ni acostumbrado ni preparado para visualizar aquellos paisajes que parecían instantáneas de la naturaleza, Mutzner tuvo un notorio éxito comercial, si consideramos que vendió cuarenta lienzos de los ochenta exhibidos, en una Caracas que no pasaba de cien mil habitantes. El escritor Julio Planchart escribió un artículo (El Universal, Caracas, 21 de agosto, 1918), donde explicaba las características de una pintura que para el público venezolano de aquellos años era una novedad. La libertad con que el pintor rumano representaba la naturaleza fue asumida por algunos como una flagrante arbitrariedad, de allí que el crítico, con fines eminentemente didácticos, subrayaba que era absurdo tratar de hallar una objetividad absoluta en el colorido de un cuadro. Ya que los colores de la naturaleza se impregnaban necesariamente del alma del pintor en el ciclo del proceso creativo. Y otro escritor, José Rafael Pocaterra, en una nota publicada en el mismo diario (el 9 de septiembre), comentaba también la exposición, pero en otro sentido. En un tono francamente irónico decía que a Mutzner se «le había metido el sol de Margarita en el cerebro» y lo había vuelto loco la luz y el colorido de la isla. Decía que aquellos cuadros eran una «orgía de colon», una «borrachera de luz» con todos los colores del trópico, todos con un «exceso de morado episcopal». Eran sencillamente pinturas de empaste muy rico, de pinceladas fuertes y cortas que tuvieron una inmediata influencia en Armando Reverón, Rafael Monasterios, Antonio Alcántara y Antonio Edmundo Monsanto. Así se nota en los lienzos que estos artistas empiezan a pintar una vez en contacto con el artista rumano, como Juan Griego y Paisaje de Cumaná, de Antonio Alcántara, ambos ejecutados en 1918. Hasta donde llega la influencia de Mutzner en estos jóvenes, se infiere de una simple constatación de Paisaje de Margarita , que Mutzner pintara en 1918, Paisaje de Porlamar (1919) de Rafael Monasterios, Bajo la Trinitaria (1919) e Iglesia del Carmen de Antonio Edmundo Monsanto, y Figura bajo un uvero (1919) de Armando Reverón. Un papel parecido al de Mutzner en la historia de la pintura venezolana fue ejercido por Emilio Boggio. Después de cuarenta y dos años de ausencia volvió a Venezuela con el propósito de resolver algunos problemas personales. Venía de visita por tres meses, y aprovechó la ocasión de aquella corta estadía para hacer una exposición en Caracas. En su diario personal -sobre el cual, el polígrafo Rafael Pineda escribió un extraordinario comentario (en El Arte en Venezuela, Concejo Municipal del Distrito Federal, (Caracas, 1977)- , Emilio Boggio dejó una imagen casi fotográfica de aquella Caracas que en ese momento casi entraba en la década del veinte. Allí habla el pintor de las funciones de ópera en el Teatro Municipal y de las retretas en la Plaza Bolívar, estas últimas a cargo de una banda uniformada al estilo alemán, que dirigía el maestro Pedro Elías Gutiérrez. La muestra fue inaugurada el seis de agosto de 1919 en la Escuela de Música y Declamación con medio centenar de pinturas. Figuraban tres lienzos que habían sido adquiridos años antes en París por viajeros venezolanos: Saloncito reservado, Labor y Fin de Jornada en Auvers. La reacción, tanto del público como de la crítica, pone de relieve la atrasada cultura artística de los venezolanos. Algunos creyeron que aquellos lienzos eran el último grito de la pintura europea, cuando a estas alturas el impresionismo era una tendencia fosilizada, París y Roma habían sido sacudidas por las experiencias de la nueva dimensión cubista y el escándalo futurista. Recuérdese, también, que el año anterior Malevitch había dado a conocer su obra Cuadro blanco sobre fondo Blanco. Los cuadros más comentados fueron Labor y Saloncito reservado, ya antes mencionados. Para el escritor mexicano José Juan Tablada, por ejemplo, el único mérito de Labor era el haber sido ejecutado por un señor llamado Emilio Boggio, en cambio, para el poeta Julio Planchart era un cuadro de gran importancia porque venía a ser el eslabón entre el período académico y la fase impresionista del pintor (A.M.H., “El cuadro Labor de Emilio Boggio”, en El Universal, Caracas, 26 de agosto, 1919). Otro analista diría que la pintura de Boggio era la de un artista impresionista que en realidad sabía pintar, a diferencia de otros que habían asumido “la nueva escuela” como un procedimiento ajeno al uso del dibujo (X.Z., “La exposición de Boggio”, en El Universal, Caracas, 7 de agosto, 1919). Pero quizás el aspecto más importante de aquella exposición, y en general de la presencia de Boggio en Caracas, fue el impacto que tuvo, tanto su pintura como por su personalidad, entre el grupo de los jóvenes pintores de entonces, entre quienes se hallaban Rafael Monasterios, Armando Reverón, Antonio Edmundo Monsanto y Marcos Castillo. Monasterios y Monsanto contarán años más tarde los pormenores de una visita que hicieran al viejo pintor, y Marcos Castillo - mucho más joven que los anteriores- confesó a Luis Fajardo (en Elite, N° 462, Caracas, 1934) cómo Boggio accedió a una invitación en pleno vernissage de la ya referida exposición. “El fue mi maestro” -confesó Castillo -. “Boggio me enseñó una cosa muy difícil, pero accesible: la seguridad que debemos tener al hacerla elección de una gama de color”.


2. La arquitectura: los atisbos de la modernidad


En 1925 el poeta y arquitecto Rafael Seijas Cook, ante la construcción del Hotel Majestic de Caracas, exclamaba: «Debemos olvidar la pequeña París para llamarla New York Junior». La “pequeña París” era la Caracas guzmancista y significaba por lo tanto el pasado, “New York Junior” era una alusión a la cultura norteamericana y simbolizaba el futuro. Seijas Cook anunciaba la arquitectura de los años sucesivos. Hasta esos momentos la población se había mantenido casi estacionaria a causa de los estragos del paludismo y de la lepra. Obviamente, no había razones primordiales que justificaran nuevas construcciones de viviendas. Pero a partir de esa fecha tres factores propiciaron, sobre todo en Caracas, el aumento de la actividad constructiva. Estos fueron: el crecimiento de la población (a partir de 1926), el temblor de 1920 y las transformaciones de las costumbres -casi imperceptibles al principio- , propiciadas por el nuevo ideal de vida que vino con la explotación petrolera. Entre 1926 y 1936, últimos años del régimen gomecista, la población de Caracas se duplicó. Por otra parte, a raíz del mencionado sismo empezaron a llegar de Inglaterra las primeras casas prefabricadas. Eran construcciones metálicas que se instalaron principalmente en el Paraíso. Al mismo tiempo, la influencia de la cultura norteamericana estimulaba cada vez más el culto por el confort. Era habitual, por ejemplo, la publicación de anuncios que resaltaban las maravillas del espíritu de los nuevos tiempos. Abundaban avisos de prensa como el de El Gran Hotel Caracas, que ofrecía habitaciones con sala privada de recibo, timbre, teléfono, orquesta en las horas de comida, quiosco para la venta de periódicos y buzón de correos. En esa coyuntura Alejandro Chataing seguía siendo el arquitecto más solicitado, especialmente por el gobierno. Pero el hacer arquitectónico se enriquece, en el cruce de la década del veinte, con la presencia de nuevas figuras como Rafael Seijas Cook (1887-1969) y Gustavo Wallis (1897 -1979), y en la década del treinta con Cipriano Domínguez (1904- 1995), y Carlos Guinand Sandoz (1889 - 1963), además de Luis Malaussena, Manuel Mujica Millán y Carlos Raúl Villanueva, cuya obra habrá de definir el perfil arquitectónico del país a partir de los años cuarenta, por ser ellos quienes introducen, en estricto sentido, la arquitectura moderna en Venezuela. Chataing construyó el Nuevo Circo de Caracas (conjuntamente con Luis Muñoz Tébar) en 1919. En 1921 1evantó el monumento del Campo de Carabobo, en colaboración con el ingeniero y arquitecto Ricardo Razzetti (1864 -1932). Pero quizás su obra más relevante, en la década del veinte, es el hoy lamentablemente abandonado Hotel Miramar de Macuto, auténtica reliquia arquitectónica de un pasado relativamente reciente. Inaugurado en abril de 1928, es en nuestros días un veraz testimonio histórico, tanto del incipiente turismo como del gusto de la high class venezolana de aquellos años. Hoy, en pésimo estado de conservación, se ha hablado de un ambicioso plan de reconstrucción, elaborado por el Arquitecto Jesús Tenreiro, con miras a convertirlo en un centro cultural y de extensión museística dedicado a la cultura caribeña. Aunque la arquitectura moderna se había concretado en Europa desde 1919 con el proyecto de la Bauhaus, sus manifestaciones en la Venezuela de fines de los años veinte no pasaron de ser epidérmicas. Mal podía tener asidero la arquitectura moderna en un país fundamentalmente rural, que vivía todavía de sus cosechas de café. Moderno se consideraba, por ejemplo, una obra como el Teatro Ayacucho (hoy restaurado), terminado de construir en 1925. El Ayacucho viene a ser en nuestros días un símbolo de esa Caracas que vio surgir nuevos tipos de encuentro y diversión, como clubes privados, salones de baile, hoteles lujosos y salas de espectáculos. Proyectado por Alejandro Chataing, fue programado para distintos tipos de eventos escénicos, fundamentalmente cinematográficos. Como puede notarse, nuestra modernidad no se identificaba exactamente con el contenido profundo del término, sino más bien con sus manifestaciones superficiales: el automóvil, por ejemplo, la gasolina, el fox trot y los espectáculos. Aún entre los intelectuales más cultos, la nueva arquitectura no solía ser vista con buenos ojos. Al igual que Semprum en 1918, un cronista lamentaba, en 1923, que se levantaran en Caracas “casas vulgares” de tres y cuatro pisos O.H.L., “Impresiones de un caminante”, en Fantoches , Caracas, 13 de junio, 1923). Y en fin, ese mismo espíritu impregna las páginas de Las memorias de mamá Blanca (1929), donde se percibe una atmósfera nostálgica por las “comodidades del campo” y un decidido rechazo a las vanguardias. No obstante, en ese tiempo fue construido en Caracas un buen número de edificios, que si en verdad ignoraba las nuevas poéticas creadas en Europa y en los Estados Unidos, acogían las técnicas constructivas más recientes con el propósito de satisfacer las demandas de un nuevo estilo de vida.

Eran en su mayoría construcciones de dicadas al comercio y a la recreación. Habría que hacer referencia, obligatoriamente, a algunas de ellas seguidas entre 1925 y 1935, como El Bazar Caracas, proyecto de Rafael Seijas Cook, el Hotel Majestic, remodelado por Manuel Mujica Millán, y el Teatro Principal de Gustavo Wallis, construido entre 1928 y 1931. Este edificio pone de relieve una notable contradicción entre el sistema constructivo (moderno a todas luces) y la herencia estilística del siglo XIX. El sistema constructivo se fundamenta en una estructura de acero importada de los Estados Unidos, mientras que su fachada revela una apariencia que remite visualmente al eclecticismo del siglo pasado. Debemos mencionar también al Hotel Jardín de Maracay (1930), obra de Carlos Raúl Villanueva. El rasgo más particular de esta obra consiste en su adaptación a los requerimientos del trópico, con amplios espacios generosamente ventilados e iluminados. Su ornamentación recoge el viejo repertorio clásico y pone de relieve la formación Baux Arts de Villanueva. Declarado monumento histórico en 1994, fue en los años treinta centro fundamental de vida política y social del país. Allí recibía el Presidente Juan Vicente Gómez a sus Ministros y a los hombres de empresas, allí fueron celebrados los actos sociales más importantes de aquella época. Junto con el Hotel Miramar de Macuto es testimonio de una política tendente a propiciar la actividad turística. No podemos dejar de mencionar, siquiera, algunos proyectos significativos de Carlos Guinand como la Clínica Maracay (1930) hoy antiguo Hospital Civil, la Policlínica Caracas (1933), demolida en 1965, y el edificio del Ministerio de Fomento (1935), hoy Ministerio de Relaciones Interiores.


Modernidad y fotografía

La fotografía, que hasta estos momentos había tenido un carácter fundamentalmente reporteril, ahora empieza a ser considerada como un arte digno de ser expuesto ante el público. Así, en 1934, en el Ateneo de Caracas, donde solían hacerse exposiciones de pintura y escultura, una mujer inolvidable en la historia de Venezuela por su lucha a favor en el voto femenino, la célebre compositora María Luisa Escobar (Valencia 1912- Caracas 1985), organizó el Primer Salón de Aficionados del Arte Fotográfico.

Tal suceso viene a demostrar que ya por estos años, al menos en el ambiente de los sectores más cultos de Caracas, la fotografía no era simplemente una actividad mecánica. Así lo sugiere hasta el mismo nombre del Salón, dedicado, no simplemente a la fotografía sino al arte fotográfico y en el cual participaron treinta y cinco fotógrafos aficionados, un número ciertamente considerable, si tomamos en cuenta que era el primero en su género convocado en Venezuela. No hay que perder de vista, por otra parte, la escasa población de la Caracas de los años treinta, que no pasaba entonces de cien mil habitantes. Vale decir, en fin, que se trata de un suceso sin precedentes en la historia del arte venezolano, pues nunca antes se había realizado, ni en Caracas, ni en ninguna otra ciudad del país, una exposición de este género. Es cierto que en julio de 1872, en la famosa Exposición del Café del Ávila , que organizara el comerciante inglés James Mudie Spence, fueron exhibidas 60 fotografías, pero se trataba de una exposición general, donde la mayor parte de las obras expuestas, en un total de 400, eran pinturas. Cuatro años más tarde, en 1938, Alfredo Boulton expuso un conjunto de obras fotográficas en las salas del Ateneo. Era ésta la primera exposición individual fotográfica que tenía lugar en Venezuela. Para esa misma época Luis Felipe Toro (1881-1955), otro de los fotógrafos importantes de la época, dejaba en sus fotografías la imagen de una Venezuela que se hallaba en el umbral de la modernidad, proporcionándonos, a la vez, un fiel testimonio de las personalidades de la política, de la cultura y de la vida económica, particularmente de los tiempos de Juan Vicente Gómez. En 1930 colaboró con Carlos Raúl Villanueva en el levantamiento fotográfico de nuestra ciudad capital.


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