El arte es tan antiguo como el hombre. Hay arte desde que el homínido se irguió y pudo ver más lejos, con visión en profundidad, oír mas claramente, con audición ambiental, y, liberados de la función locomotiva, sus miembros superiores, se volvieron instrumentos maravillosos: manos. Hay arte antes que religión, ciencia y educación. Más aun, el arte es el origen y el cauce de todas estas formas culturales. En las sociedades tradicionales el arte es el vehículo educativo: mediante las manos, el cuerpo y el lenguaje, toda cultura es transmisible. Es decir, no hay cultura que no tenga arte.

Pero solamente en tres de ellas, el hombre se propuso representar a la naturaleza tal como la ve y no como la concibe. Estos momentos históricos se dieron en: la Grecia clásica, la China antigua y en el neoclasicista Renacimiento Italiano. Y fue en este último donde el naturalismo llegó a su búsqueda cardinal: la luz. De hecho, hay un arco tendido entre este periodo histórico y el Impresionismo francés y el hilo que lo tensa es la representación de la luz. Comenzó con el claroscuro y terminó con la pincelada atmosférica, pero su objetivo siempre fue el mismo: representar la luz.

En la obra de Martín Morales, amaneciendo o atardeciendo, oculto o radiante, siempre está el sol. Mientras la tradición comentada nos muestra el efecto de la luz sobre los objetos del mundo, él mira directamente al sol, sin otra mediación que las siluetas de paisajes que le sirven para desplegar la vasta gama cromática que sus rayos pueden crear. El artista sabe y nos lo recuerda en todas sus obras, pinturas o esculturas, que no por mejor descrito por la ciencia moderna el sol ha perdido el misterio que ha subyugado desde sus comienzos a la humanidad errante, siempre en pos del sol.

22 – 2 – 2011