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Categoría:PERÍODO COLONIAL II - La Pintura

De WIKIHISTORIA DEL ARTE VENEZOLANO
Revisión del 12:56 25 nov 2015 de Elibeth Castillo (Discusión | contribuciones)

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La Pintura

Pintar fue en la colonia una actividad relegada a las clases subordinadas. No obstante, como eficiente instrumento de difusión de la fe, ésta llegó a ocupar un lugar prioritario en el proceso de colonización. Como en la edad media europea, la imagen pictórica llegó a convertirse en la Biblia de los que no sabían leer, es decir, del grueso de la población colonial. Así se explica, en buena parte, el interés, desde temprana época, por traer de España imágenes sagradas destinadas a ornar las moradas de Dios, con el objeto de instruir a los fieles sobre la vida de Cristo. Hubo un hacer pictórico relativamente intenso en el siglo XVIII, donde es palmario el espíritu del barroco; considerable en el siglo XVII, con la presencia de sutiles formas manieristas, y casi inexistente en el XVI. En esta época las imágenes generalmente eran traídas de España, y se hallaban vinculadas a la sensibilidad del arte gótico.

El retrato

No toda la actividad pictórica se redujo a la elaboración de imágenes para el culto. Hay testimonios materiales y documentales que evidencian la presencia de paisajes, de naturalezas muertas y retratos. Entre estos últimos hoy se conserva un conjunto de muy buena calidad artística, como el del Provincial Francisco Mijares de Solórzano y el de Fray Antonio González de Acuna, entre los más antiguos; y del siglo XVIII dos atribuidos por Alfredo Boulton a Francisco José de Lerma y Villegas: el retrato del bisabuelo materno del Libertador, Don Feliciano Palacios y Sojo (1726) y el de Doña Teresa Mijares de Solórzano (1732). El retrato del Provincial Francisco Mijares de Solórzano (Casa Natal del Libertador) que data de 1638, ha dejado el recuerdo de uno de los personajes más famosos de aquella época. El Provincial aparece de pié, con rasgos bien definidos. No hay duda de que se trata de un cuadro prodigioso. Para juzgarlo no es necesario reparar en la "buena hechura" que usualmente se aprende en las academias de arte. Hay que entenderlo como la pintura de un autodidacto, o de una persona de escasos estudios y, sin duda alguna, de una restringida cultura de imagen. Penetrar en la auténtica dimensión histórica y estética de esta obra, significa tener muy en cuenta que la disonancia o consonancia de un artista con su época no influye de manera determinante, ni en su talento ni en su genialidad. Una concepción diferente, más cercana a las prácticas académicas, la encontramos en el retrato de Fray Antonio González de Acuña (Palacio Arzobispal de Caracas), y cuyo autor, según Alfredo Boulton, pudiera ser Fray Fernando de la Concepción, íntimo amigo del Obispo. Se percibe inmediatamente una idea más cabal de la representación de la tercera dimensión, una mayor soltura de la pincelada y un mejor sentido del volumen. Destacan en este lienzo los contrastes de colores, condición que revela, no solamente una intención puramente mimética, sino una actitud que habla de cierto grado de conciencia artística. Otros retratos se ejecutaron en el siglo XVIII, sobre la base de una técnica más refinada. Debe mencionarse en este orden de ideas el de Teresa Mijares de Solórzano y Tovar, pintado, como hemos dicho, por Francisco José de Lerma y Villegas. Esta obra pone de relieve la alta calidad que la pintura había alcanzado en Venezuela en el momento en que la Gobernación de Venezuela se había convertido en la colonia agrícola más importante del imperio español. Doña Teresa aparece de pie con una flor en la mano. Es uno de los retratos mejor logrados de todo el período colonial.

Los ecos del manierismo

Es difícil aplicar el término manierismo en la historia de la pintura colonial de Venezuela. Resulta imposible enmarcar nuestro acontecer artístico dentro de la lógica histórica de los países europeos. Análogamente, nuestra producción pictórica de aquella época no puede ser valorada de acuerdo con los mismos parámetros que usamos para referirnos a la pintura europea de los siglos XVII y XVIII. Sería más adecuado, entonces, hablar de "formas manieristas", si éstas se entienden como el eco de un estilo en el hacer pictórico de la colonia, o si se quiere, como citas de un repertorio estilístico que, en el hacer colonial, adquieren una valencia distinta a la de su mundo figurativo original. En consecuencia, cuando empleamos el término "manierista" referido a la historia de la pintura colonial venezolana, no estamos designando una época determinada con límites cronológicos bien precisos. Ni siquiera en Italia es posible agrupar, bajo el epíteto de manierista, todas las obras de arquitectura, pintura y escultura producidas, grosso modo , entre 1520 y 1630. Los rasgos comunes que hay en la pintura de Rosso (1495- 1540), Pontormo (1495 -1556) y Beccafumi (1486-1551), e incluso hasta en la de Parmigianino (1503- 1540), no pueden ser extendidos a la del Ti ntoretto y el Greco. Análogamente, los límites cronológicos no coinciden en las diferentes expresiones artísticas. Si en el área de la pintura el manierismo expira en Italia a fines del siglo XVI, en el dominio de la escultura perdura hasta el siglo siguiente, si pensamos, por ejemplo, en la estupenda Anunciación de Francesco Mochi (1580- 1654) que se encuentra en la Catedral de Orvieto. En los tiempos coloniales algunas formas manieristas llegaron a insertarse en la producción pictórica del siglo XVII. Una de sus más ricas manifestaciones las hallamos en Mérida, en dos obras que, según el criterio de Alfredo Boulton, podrían muy bien ser de origen neogranadino. Nos referimos a una Visitación ya un cuadro titulado La visión del Beato Alonso Rodríguez, ambos cuadros hoy exhibidos en las salas del Museo del Palacio Arzobispal de esa ciudad.

La Visitación, fechada en 1660, reproduce a María e Isabel, las dos primas embarazadas, ambas de pie y abrazándose tiernamente. Detrás de ellas, también de pie, observamos en amena conversación sus respectivos esposos, José y Zacarías. Fue un tema muy común dentro de la producción manierista y, entre otras, se recuerda las versiones de Francesco Salviati, del Tintoretto, del Greco y de Pontormo. Éste último pintó dos Visitaciones muy famosas, una que hoy se encuentra en Florencia (Iglesia de l' Anunziata) y otra en Carmignano (Iglesia Parroquial). El estudioso venezolano, Rafael Pineda, ha visto en La Visitación de Mérida un reflejo directo de la Visitación (1530) de Pontormo de la Iglesia Parroquial de Carmignano, pero, si ciertamente el tratamiento del espacio guarda relación con la atmósfera de esta última, desde el punto de vista iconográfico se haya emparentada, más bien, con una fórmula iconográfica que Giotto había introducido muchos años antes en Italia. En cambio, estilísticamente, se encuentra conectada con el tardo manierismo, una fase del estilo donde se acentúa el culto al refinamiento, a la elegancia formal, a la búsqueda de la variedad, de la complejidad, y la aspiración a una belleza artificial dirigida al logro de la perfección, tal como podemos constatar en las obras de Parmigianino y de otros pintores de la época. La estructura de los personajes, en la Visitación merideña, está definida por una «S» alargada, recurso muy usual en las vírgenes de Andrea del Sarto, Francesco Salviati y el mismo Pargianino. Se trata de la llamada línea serpentinata, de cuyas formas y usos dejó Lomazzo (1538-1600) ingeniosas explicaciones en su libro Idea del Tempio della Pittura (1584). Otros elementos manieristas son la posición de los personajes, que parecen flotar, y la estilizada cabeza del asno que se encuentra al lado de la virgen. El otro cuadro, La Visión del Beato Alonso Rodríguez, es una obra verdaderamente sorprendente a los ojos del analista, pues sin en ella son inconfundibles ciertos códigos manieristas, denota, por otra parte, una fuerte carga realista, característica que es ajena, por definición, al verdadero espíritu de ese estilo. No obstante, resaltan el alargamiento de las figuras de Jesús y la Virgen, las formas serpentinadas de los ángeles y, sobre todo, la delicadeza del ropaje, tan típica del arte de Pontormo y de Parmigianino. Desde el punto de vista iconográfico, el desconocido artista de la colonia se inspira en una obra homónima de Francisco Zurbarán (Fuente de Cantos, 1598 -Madrid, 1664). Pero es oportuno aclarar que hay profundas diferencias entre una y otra versión. No se trata pues de una copia servil. Es necesario subrayar que la versión colonial introduce notables y sugestivas variantes que no pasaron desapercibidas al ojo crítico de Alfredo Boulton en su primer volumen de Historia de la Pintura en Venezuela. Así, por ejemplo, en el cuadro de Zurbarán el Beato está recibiendo la sangre de Cristo, mientras que en el lienzo de Mérida recibe los corazones de Jesús y la Virgen.

Pero las diferencias son todavía más profundas. Llama la atención, entre otros detalles, la intensa carga realista de la obra del Museo Arquidiocesano de Mérida. Esta contrasta enormemente con la atmósfera sacra y divina del cuadro del pintor español. Aquí el acto transcurre en un escenario solemne. La composición está articulada en dos planos para aislar el registro celestial del terrenal. La versión colonial es cotidiana, real, casi un hecho de crónica. El episodio está ambientado en un escenario muy humilde. Ocurre en una modesta habitación, en cuya puerta se hallan un hombre de pie, y un niño con una cesta sobre su cabeza. Ambos miran estupefactos al beato en el momento en que recibe los corazones de Jesús y la Virgen. Se advierte también la impronta manierista en once lienzos que hasta hace poco se hallaban en la capilla Santa Ana del Hospital Urquinaona de Maracaibo, todos con la firma de Juan de Villegas. No sabemos exactamente como llegaron a esta ciudad. Boulton pensó, en un principio, que podía tratarse de un pintor venezolano, pero se dio cuenta de que en la iglesia parroquial de San Martín de Texmelucan de Puebla (México) hay varias pinturas, firmadas también por un tal Juan de Villegas, cuyos rasgos caligráficos son los mismos que aparecen en las firmas de los once cuadros de Maracaibo. En la obra de Villegas, Los Desposorios Místicos de la Virgen y San José, llama la atención los contrates de tonos rojos y verdes, así como el uso, tan evidente, de la llamada línea serpentinada en la conformación del cuerpo de la virgen. De gran interés, tanto por su aspecto iconográfico como por los rasgos fundamentales de la composición, viene a ser La Adoración de los Pastores, del mismo Villegas, cuyo modelo es seguramente la obra homónima de Zurbarán. Como bien sabemos, en el tema de los pastores, al igual que en el de los Reyes Magos, los visitantes no se presentan ante el niño con las manos vacías. En algunas versiones, como la de Luca Cambiaso (1527- 1585), que podemos contemplar en el Museo de Brera (Milán), la nota más sobresaliente es el pastor con un cordero entre sus manos. Sin embargo, generalmente acuden tres pastores con sus respectivos regalos, el primero con un corderillo con las patas atadas (símbolo del sacrificio de Jesús), el segundo con su callado y el tercero con su caramillo.

La composición de Villegas es diferente. En la escena introduce la imagen de una pastorcilla, que trae al niño una cesta de huevos. Es una particularidad icnográfica que se había difundido (1577-1640) en Europa con Rubens y la vemos muy explícitamente en la versión de Zurbarán (Museo de Bellas Artes de Grenoble-Francia), razón por la cual es verosímil la hipótesis de que ésta última haya servido de fuente de inspiración. La resonancia del manierismo se extiende, en la colonia, hasta finales del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII con la obra de Francisco José de Lerma y Villegas, un pardo libre, autor de dos retratos ya mencionados en páginas precedentes. Lerma y Villegas es uno de los artistas más originales del período colonial. En sus cuadros se entre cruzan varios estilos, pero sobre todo resalta la impronta manierista. Obsérvese, a este respecto, como en El Martirio de Santa Bárbara aparece tan pronunciado el alargamiento en forma de "S" de la figura de la santa, mientras que en La Sagrada Familia es impresionante el refinamiento, la manera artificiosa, y hasta rebuscada, en que el artista ha plasmado las manos de sus personajes, aspectos tan característicos del manierismo. Marcados rasgos manieristas advertimos, también, en la obra del Pintor del Tocuyo, activo entre 1682 y 1702 en la región del mismo nombre en el Estado Lara. Es posible que en ese lapso haya ejecutado por lo menos más de cien cuadros, de los cuales apenas se conservan diez. Lo primero que se nota en ellos es la ausencia de los más elementales conocimientos académicos, característica que define - como hemos visto - a toda la pintura colonial. Sin embargo, hay un encanto en cada uno de sus cuadros, que emana de su colorido rico y armonioso, así como de una acentuada preocupación por los volúmenes: Éstos se encuentran muy bien definidos por la presencia de los pronunciados ángulos agudos que conforman el plegado de la ropa. Obsérvese, en este sentido, el vestido de la Inmaculada Concepción (restaurada en 1985) y el de la Virgen del Rosario (restaurada en 1985), lienzos que hoy podemos contemplar en la Iglesia Parroquia del Tocuyo. Esa característica la volvemos a encontrar en la Inmaculada Concepción y en el Cuadro de Animas (restaurado en 1984) que se exhiben en el Museo Lisandro Alvarado de la misma ciudad. Es necesario subrayar que esta peculiaridad no es exclusiva del Pintor del Tocuyo. Se dio también en otras latitudes coloniales, como por ejemplo en Bolivia, donde puede advertirse en varios lienzos, tanto de Bernardo Bitti como de Melchor Pérez Holguín. Por último, la brisa manierista penetró en la pintura de José Zurita, especialmente en dos cuadros que hoy se encuentran en la Catedral de Caracas: La Coronación de la Virgen y La Ascensión. Ambos, pintados en óleo sobre tablas de cedro, están fechados en 1729. Son dos obras donde aflora tímidamente el dramatismo, el dinamismo compositivo y hasta la profundidad espacial, no definida racionalmente, que caracterizan, tanto los lienzos del Grecco (1541- 1614) como del Tintoretto (1518 -1594).

Los ecos del barroco

Bien entrado el siglo XVIII, cuando casi se extinguía en Europa, llegaron a Venezuela algunos reflejos del barroco, dejando su huella en nuestra producción pictórica, particularmente en la del artista caraqueño Juan Pedro López. Alfredo Boulton, luego de minuciosos estudios en la década del cincuenta, rescató para López ciento cuarenta y una obras, anteriormente consideradas de autor desconocido; posteriormente, sobre la base de rigurosas investigaciones documentales y certeros análisis iconográficos, el investigador Carlos F. Duarte identificó otra setenta obras del mencionado Juan Pedro López. La pintura de López es, en realidad, muy desigual. Así lo ha observado Alfredo Boulton en su Historia de la pintura en Venezuela, cuando subraya las enormes diferencias estilísticas que hay entre obras como El Cristo de la Caña, La Virgen de la Luz y EI Martirio de San Bernabé. Son verdaderamente tres mundos estilísticos muy distintos. Sin embargo, un análisis más detallado del autor, bajo las pautas del método del conocedor, revela la presencia de un conjunto de rasgos comunes en ellas, las cuales son, en última instancia, las que definen la personalidad y originalidad del pintor. La obra más temprana que hoy se conoce de Juan Pedro López es La Historia de la Virgen, un encargo de la iglesia de San Mauricio, ejecutado en 1752 y ampliamente estudiada por Duarte en uno de los trabajos más rigurosos que conozca la historiografía venezolana de pintura. Se trata de dieciséis lienzos, de los cuales cuatro pueden hoy ser contemplados en la Iglesia de San Francisco de Caracas. En ellos López ha reproducido los capítulos más importantes de la historia de Virgen, como La Asunción, Los Desposorios de la Virgen , La Huida a Egipto Adoración de los Pastores, etc.

Se trata de una obra muy importante en el conjunto de la producción del pintor, porque precisamente en ella lograba consolidar su repertorio y su manera de pintar. Ciertamente, es a partir de la Historia de la Virgen que Juan Pedro López establece una manera definitiva de construir el espacio y de utilizar el color, las topologías y las poses de sus personajes.

De 1756 es La Inmaculada Concepción de la Sacristía Mayor de la Catedral de Caracas. El barroquismo de esta obra guarda una evidente vinculación estilística con La Coronación de la Virgen , uno de los dieciséis lienzos del conjunto antes referido. De 1775 es el Martirio de San Bernabé, donde el artista se vale de un de un lenguaje plástico muy distinto al empleado en las obras antes mencionadas. Podría incluso hasta pensarse -como advierte Boulton - que pudiera tratarse de la actuación de manos diferentes. No obstante, si somos más precisos nos daremos cuenta de algunos detalles que habrán de repetirse en buena parte de su obra posterior. Pensemos, por ejemplo, en la manera de mirar de ciertos personajes, a la cual el citado autor ha llamado "mirada visionaria", y que hayamos, también, en el Jesús Cautivo (1775) de la Sociedad de Amigos del Arte Colonial. Una de las imágenes que más identifica la personalidad artística de Juan Pedro López es La Virgen de la Luz, de la cual el pintor ejecutó varias versiones. Una de las más conocidas pertenece a la colección de J. la Señora Lobelia Benítez de Narváez, ejecutada en 1760. Al igual que la del Concejo Municipal de Caracas, deriva iconográficamente del grabado de Nuestra Señora de la Luz, obra del pintor español Juan Bernabé de Palomino (Carlos Duarte, Juan Pedro López ). La única versión que se aparta de este modelo pertenece a la colección de Francisco López de Herrera, en la que el rostro ha sido concebido de manera distinta a todas las demás versiones de López, y donde la curva que describe el trayecto del vientre hasta los pies, es menos pronunciada que en las otras interpretaciones. Quizá una de las obras menos conocida de Juan Pedro López es El juicio final de la iglesia de Pampatar (Isla de Margarita), ejecutada en 1772 para Andrés de Berde. El personaje principal es San Miguel, situado en todo el centro del cuadro con una balanza en la mano. Su misión, obviamente, es pesar las almas y decidir su destino: unas irán al cielo y otras al purgatorio y al infierno, de acuerdo con la gravedad de sus pecados. A los pies del poderoso santo, con rostros impregnados de profunda desesperación, se hallan quienes han sido destinados al purgatorio.

Arriba ya la derecha, los elegidos, es decir, santas y santos, entre quienes destaca Santo Domingo; ya la izquierda (del que mira), la imagen de San José, cuya misión es conducir al cielo a las almas que han logrado salvarse. Corona la escena la imagen de la Santísima Trinidad. Se trata de una versión muy distinta a la que se encuentra en la Iglesia de san Francisco (Caracas). Esta última, fechada en 1776, es también de grandes dimensiones (286 x 176 cm.) y en ella la figura de San Miguel fue concebida en posición sedente. También dentro de la atmósfera del barroco se encuentra la obra de un conjunto de pintores de apellido Landaeta, cuya pintura, hacia la mitad del siglo XVIII, guarda cierta relación con la de Juan Pedro López. Precisamente por el parentesco estilístico, entre las obras de un conjunto de artistas que llevaban el mismo apellido, Boulton llegó a hablar de una Escuela de los Landaeta , de la cual formarían parte, entre otros, Blas Miguel de Landaeta (fallecido en 1767), Antonio José Landaeta, autor de un conocido lienzo de la Inmaculada Concepción que se halla en la Catedral de Caracas, y Juan de Landaeta, quien fuera Maestro de Platero y Orfebre. Pertenece a la Escuela de los Landaeta, además, un lienzo titulado La Virgen de Caracas, hoy propiedad de la Fundación Boulton. En este cuadro la figura de la Virgen emerge de las nubes, rodeada de un conjunto de bellos querubines. Detalle muy significativo, viene a ser, la panorámica de Caracas que el artista nos ofrece a los pies de la Virgen. Como ha observado Boulton, la vista de la ciudad parece haber sido captada por el artista de Norte a Sur, como si se hubiese situado en las alturas de El Ávila. Se trata de un fragmento de extraordinario contenido histórico, pues permite formarnos una idea, bastante exacta, de cómo era Caracas a fines del siglo XVIII y en qué medida ha evolucionado, arquitectónica y urbanísticamente, desde ese entonces hasta nuestros días. Es, quizás, el primer paisaje urbano que conoce la historia de la pintura venezolana. Así describe Boulton dicho lienzo: «El colorido, dentro de la tonalidad característica de la época, es propio de los Landaeta. El cielo tiene los típicos matices ocre-rosas...y el mundo de la virgen es cerúleo. Los techos rojos se destacan con precisión y dan a la pintura un encanto especial. Destellos de oro y toques del mismo color figuran en las aureolas y en las estrellas del rico manto».

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