El desarrollo de la ocultación en el arte eurasiático: notas para una estética degenerativa


En lo que respecta al aspecto puramente formal de la obra de arte (o sea, independientemente del contenido didáctico de la misma, y así sucesivamente), podríamos suponer que quizás, una vez que el arte dejó de privilegiar las formas que inducen vivencias místicas, su objeto privilegiado haya pasado a ser aquéllas formas cuya contemplación producía placer a los individuos.

Como ya hemos visto, los estoicos señalaron que el placer era el resultado de la aceptación de nuestras sensaciones, que el dolor era el resultado del rechazo de las mismas, y que la sensación neutra era el resultado de la indiferencia hacia ellas. Ahora bien, al aceptar el objeto de nuestra atención consciente (cualquiera que sea), automáticamente aceptamos la totalidad de los objetos potenciales, incluyendo nuestras sensaciones, que se hacen placenteras. Como ya hemos visto, esto se aprecia de manera particular en lo que la psicología budista designa como "sensación mental" (como distinta de lo que llama "sensación física"), que es la que refleja nuestros estados de ánimo y que se manifiesta con mayor intensidad en el centro del pecho a nivel del corazón. Así pues, cuando admiramos estéticamente una forma cualquiera, en el arte o en la naturaleza, automáticamente experimentamos placer, sobre todo en la región en cuestión. Es este placer el que denominamos "placer estético" y que normalmente consideramos como medida objetiva del valor supuestamente intrínseco del objeto de nuestra apreciación.

Por el contrario, cuando rechazamos el objeto de nuestra atención automáticamente rechazamos la totalidad de los objetos potenciales, incluyendo la sensación que el budismo llama "mental", experimentando desagrado, sobre todo en el centro del pecho a nivel del corazón. Este es el desplacer estético que normalmente consideramos como medida objetiva del antivalor (valor con signo negativo) supuestamente intrínseco del objeto de nuestra apreciación.

Ya hemos visto que, antes de Kant, muchos de los filósofos europeos quisieron explicar la apreciación de las formas de arte y de la naturaleza afirmando que lo que induce placer estético en quien las admira es ciertas armonías inherentes a las formas que son objeto de contemplación. Ahora bien, si la causa de la apreciación de una obra de arte fuese una supuesta armonía de sus formas, ¿cómo explicar que en distintas culturas, o en distintos momentos de una misma cultura, los individuos tiendan a apreciar formas artísticas y tipos de composición diferentes?

Hemos visto también que, a fin de creer que él mismo era un individuo superior con un "buen gusto objetivo", y que los gustos de los miembros más ilustrados de su cultura (que él compartía) eran universales, Kant hubo de realizar una operación de mala fe (o sea, de autoengaño) y afirmar que los gustos en cuestión respondían a principios a priori del psiquismo que él postuló como inmutables (o sea, resistentes a los cambios culturales que tienen lugar en el tiempo), universales (o sea, resistentes a las diferencias entre distintas culturas) y objetivos (o sea, válidos para todos los individuos).

Como se sugirió arriba, aquí lo que nos interesa explicar es precisamente lo contrario de lo que Kant quiso explicar: por qué el psiquismo, en distintas culturas o en distintas épocas de una misma cultura, emite sus juicios estéticos en base a diferentes principios, apreciando en cada caso ciertos tipos de armonías y siendo incapaz de apreciar otros. La explicación sería simplemente que el psiquismo va cambiando a medida que se va desarrollando el error o la delusión llamado lethe o avidya, y dichos cambios se van dando de distintas maneras y en distintas direcciones en diferentes culturas. Esto podría explicarse en términos de conceptos hegelianos tales como el de Zeitgeist y el de Volksgeist, siempre y cuando se los modifique a fin de hacerlos aplicables a fenómenos a los cuales Hegel los consideró inaplicables, y se los libere de la concepción evolucionista y la noción de progreso con la que los asoció indisolublemente su creador, enmarcándolos en la visión degenerativa de la evolución y de la historia humanas que sirve de base a este trabajo.

Así llegamos, por vías y en base a aspiraciones contrarias a las de Kant, a la necesidad de realizar una "revolución copernicana" análoga a la de éste, y explicar el la apreciación estética del arte desde el punto de vista de la belleza (e independientemente de otros elementos del arte, como el didáctico, etc.), no en base a armonías determinables en el objeto, sino a la concordancia de éste con principios del psiquismo. Ahora bien, contrariamente a lo que quiso creer Kant, estos principios no son inmutables, universales y objetivos, sino que van cambiando a medida que el error o la delusión se va desarrollando, y según el rumbo que en distintas culturas va tomando dicha evolución. Es esto lo que explica cómo en cada una de las artes (plásticas o poiéticas), las normas de composición cambian de un momento a otro en la misma cultura, y difieren de una cultura a otra.

Ahora bien, de lo que se trata es de privilegiar un tipo u otro de armonía en el objeto de la apreciación estética, pues todos los objetos que en distintos momentos han sido apreciados estéticamente de manera sincera por los miembros de alguna cultura poseen algún tipo de armonía que es susceptible de apreciación estética por parte de cualquier individuo de cualquier cultura u época. El hecho de que ello sea así ha sido demostrado por la forma en que, a raíz del proceso de globalización que se aceleró con las conquistas europeas a partir del siglo XV, y en particular a raíz de la exacerbación de este proceso desde el siglo XIX, los europeos y sus colonos culturales han aprendido a apreciar formas de arte que antes habían sido incapaces de admirar.

Por ejemplo, es bien sabido que, hasta hace relativamente poco tiempo, en su mayoría los europeos no atribuían valor alguno a la pintura china. De hecho, las primeras pinturas chinas que llegaron a Europa lo hicieron porque se las había utilizado como envolturas para porcelanas; ahora bien, en un momento dado algunos de los individuos que tuvieron contacto con dichas "envolturas" fueron capaces de apreciar los tipos de armonía inherentes a muchas de las formas que aparecían en ellas y, en consecuencia, "descubrieron" la increíble belleza de ciertos estilos de pintura china. Y quedaron tan maravillados por lo que habían descubierto, que rescataron algunas de dichas "envolturas" y comenzaron a difundirlas entre el público y los artistas. A su vez, estos últimos quedaron tan conmovidos por las armonías de las recién reveladas pinturas y las técnicas asociadas a ellas, que desataron esa impresionante y maravillosa revolución en la pintura francesa y, en general, europea que fue el Impresionismo.

Aunque es posible que la inefable belleza de muchas de las obras del paisajismo chino taoísta y ch’an que violan todas las normas de composición tradicionalmente sancionadas en Occidente, yazca más en la capacidad de dichas obras para inducir una epoché estética, que en las armonías que les son inherentes y en la correspondencia de éstas a unos u otros de los principios que en distintos momentos y lugares imperan en el psiquismo humano, no parece haber duda de que, también desde el punto de vista de dichas armonías y de dicha correspondencia, para muchos de nosotros, entre las las obras en cuestión, las mejor logradas superan a la mayor parte del arte occidental de los últimos siglos.

Tenemos, pues, que si bien originalmente el valor que los seres humanos proyectaban en la obra de arte dependía del "chispazo místico" que ella inducía, más adelante dicho valor dependería del placer estético producido por su apreciación: al observarla y valorizarla, naturalmente tenderíamos a aceptarla y, en consecuencia, automáticamente aceptaríamos también la totalidad de nuestras sensaciones. Siendo el placer uno de los objetos que más se valoran después de la "caída", y puesto que entre las sensaciones aceptadas se encontraría la sensación que el budismo llama "mental", que se manifiesta en el centro del pecho a nivel del corazón y otros puntos focales de experiencia, al aceptar dicha sensación la experimentaríamos como placer-que-se-deriva-de-la-apreciación-de-la-obra-de-arte. En consecuencia, de inmediato tomaríamos dicho placer por la medida del valor "objetivo" de la obra en cuestión.

Los tipos de armonía que cada cultura apreciaría en distintos momentos serían diferentes, pero, por lo menos hasta un momento dado en el proceso de degeneración impulsado por el desarrollo del error o la delusión esencial, siempre responderían a uno u otro tipo de armonía en el objeto. Ahora bien, a partir de un cierto umbral en el proceso de degeneración, la cada vez más globalizada cultura "universal" comenzaría a valorizar formas de arte progresivamente menos armónicas —e incluso a todas luces inarmónicas.

El arte no sólo dejó de representar formas que pudiesen servir para ganar acceso a la vivencia mística; la posibilidad de apreciar un número siempre creciente de tipos de armonía en los objetos relativizó a tal grado los criterios del arte, que la moda sustituyó a la tradición y se desató una loca carrera por innovar, no importa cuán inarmónicos los productos de dicha innovación pudieran llegar a ser. Esto desató un proceso en el cual el cansancio cada vez más rápido del público, la crítica y los mismos artistas con los diferentes estilos exacerbaría esa misma búsqueda de innovación, a tal grado que en muchos casos ya ni siquiera se intentó representar formas cuyas armonías un público dado pudiese apreciar y aceptar. El proceso de degeneración social, cultural e individual hizo, pues, que se impusieran criterios estéticos cada vez más arbitrarios y cambiantes —produciendo la inestabilidad de las pautas estéticas que, entre otras cosas, ha hecho que, desde el siglo pasado, los filósofos afirmen con creciente insistencia que los valores no son algo objetivo.

La carrera por innovar y la resultante sucesión de modas desembocó, pues, en la perenne persecución de una rebuscada (y por ende falsa) originalidad entendida como innovación, efectismo o escándalo. Ahora bien, a partir de los años 50, ante la acelerada sucesión de nuevos "ismos"y las críticas elevadas por Jean Sorel y Edouard Berth, por Walter Benjamin y Theodor Adorno, y por una serie de otros pensadores, las vanguardias pasaron a definirse como postvanguardias —lo cual a menudo sirvió de coartada para disfrazar la hastiante sucesión de nuevos "ismos" y todo lo que se objetó más arriba (todavía visible en muchas de las obras de la exhibición "Sensation" de 1999 en el Brooklyn Museum of Art)—.66 Reszler escribe al considerar las tesis de Sorel y Berth:67

«En la profusión de signos emitidos por una sociedad declinante, ¿cómo reconocer los signos de lo nuevo, si lo moderno no es más que el último respingo de lo antiguo en vías de disolución?

Por otra parte, este rápido cambio de pautas estéticas hizo que muchos artistas, desilusionados con respecto a su anterior creencia en un ideal inmutable, dejaran de perseguir la mera producción de un "objeto bello" (el cual sería aceptado por quienes compartiesen ciertas pautas culturales tradicionales). Rompiendo con la repetición de patrones preestablecidos, convenciones trilladas y técnicas institucionalizadas, e incluso con la mera búsqueda de una apolínea —y, en cuanto tal, calmante— belleza formal (a menudo edulcorada), muchos de los artistas occidentales más comprometidos con la autenticidad sinceramente se desgarraron y en su arte trataron de plasmar de distintas maneras este desgarramiento, privilegiando la expresión artística de sus angustias y tensiones —y, en general, de sus propios estados de ánimo— en una especie de exorcismo catártico. Desgraciadamente, como señala Gombrich, el resultado de esto rara vez ha sido muy interesante.

Ahora bien, la verdadera degeneración del arte quizás se haya debido en gran parte al hecho (también señalado por Gombrich) de que sean el mercado y la crítica los que crean los estilos, y de que la segunda, por miedo a dejar escapar un buen negocio, decrete, no sólo con respecto a la "buena" pintura sino por igual con respecto a la "mala", que ella es bella y maravillosa.

El triunfo de la actitud que impulsó la sucesión de vanguardias y postvanguardias hizo que, a fin de ser valorados por los demás representantes de la cultura o por los demás miembros de las clases dominantes, los integrantes de ambas categorías intentasen demostrar su "buen gusto" haciendo suyos los criterios impuestos por la moda y aprendiendo a apreciar el espurio valor del arte que respondía a dichos criterios —o, más frecuentemente, simulando que lo apreciaban.

Ahora bien, la apreciación de un arte que plasma angustias y tensiones sólo es posible por medio de la vivencia de angustias y tensiones, la cual poca gente considera deseable. La actitud más común frente a un arte tal, o frente a un arte que no es más que efectismo y escándalo, será la de tratar de derivar placer de algo que no reúne las condiciones para derivarlo; en consecuencia, en caso de que el individuo lograse obtenerlo, ello sería el resultado de una operación de autoengaño o mala fe68 y serviría de base a una de las manifestaciones más extremas del error. Sucede que, puesto que la mala fe constituye un doble engaño, aunque a través de ella lográsemos obtener una ilusión de mayor autenticidad y sinceridad que por medio del engaño simple propio de quien, decidiendo engañar conscientemente a otros, simula apreciar un arte del cual no puede derivar placer alguno, en verdad quien se engaña también a sí mismo será más inauténtico e insincero que quien sólo engaña a otros.69

A la luz de lo anterior, parece sospechoso que Gombrich afirme que sólo un aprendizaje especial puede permitir que alguien aprecie verdaderamente el arte. Los tibetanos usan como ejemplo de los resultados de la meditación shamatha o "pacificadora" el del niño que entra por primera vez a un templo y queda maravillado ante los frescos en las paredes. Del mismo modo, como se verá más adelante, Fulcanelli cuenta cómo de niño quedó maravillado con una catedral gótica. Quien esto escribe tuvo en su infancia la misma experiencia, no sólo en las catedrales góticas de Europa, sino en la Alhambra —y, ya adulto, frente a una colección de thangkas tibetanos, ante los altorrelieves de Khajuraho y en la apreciación de una serie de tipos de arte que jamás había aprendido a apreciar—. Así pues, el arte visionario se caracteriza precisamente porque puede maravillar por igual a un niño y a un adulto, a una persona instruida y culta y a alguien que jamás haya recibido instrucción alguna.

En todo caso, no cabe duda de que la sucesión de modas a la que se ha hecho referencia y la manipulación de los gustos por el mercado y por la crítica transformó la apreciación del arte en engaño de sí mismo y los demás, y la redujo a diletantismo, moda y snobismo. Como señaló el lama tibetano Chögyam Trungpa:70

«Algunas personas comprarán un cuadro de Picasso simplemente a causa del nombre del artista. Pagarán miles de dólares sin considerar si lo que están comprando tiene valor como arte. Estarán comprando las credenciales del cuadro, el nombre, aceptando la reputación y el rumor como garantía del mérito artístico.»

En la época en la que Picasso pintó las obras en las que representó a las meninas de Velázquez, un balinés tradicional probablemente no habría podido apreciar ninguna de dichas obras. En cambio, es concebible que un balinés cosmopolita de nuestros días sí pudiese apreciarlas —o, por lo menos, es sumamente probable que simulara hacerlo—.71 En una medida considerable, los valores estéticos imperantes son impuestos por el mercado y por la crítica y carecen cualquier tipo de fundamento que en algún sentido pueda llamarse "objetivo". Puesto que el rechazo de esos valores por la mayoría de los miembros notables de la sociedad revelaría la falsedad de dichos valores y la insinceridad de quienes se adhieren a ellos, es necesario que se ejerza presión sobre cada uno de nosotros con el objeto de lograr que todos los adoptemos. A este fin, se nos aceptará y se nos permitirá derivar orgullo de dicha aceptación si admiramos lo que la cultura imperante valora, y se nos rechazará y se nos hará experimentar vergüenza si lo despreciamos. André Reszler dice de Jean Sorel:72

«Dondequiera que fije su mirada... percibe los signos de la decadencia. Incluso se dedica a seguir los movimientos artísticos de su tiempo... para "estudiar bien los elementos de una decadencia abominable"... El arte, altamente corrompido por la burguesía, toca a su fin, pues no es ya más que el simple residuo legado a la era democrática por una sociedad aristocrática.

«Como el arte académico, tampoco el arte de vanguardia escapará a su destino. La pintura ha "caído en el absurdo, en la incoherencia de formas imbéciles". La música "se descarrila y convierte en una matemática de los sonidos, donde ya no hay la menor inspiración". (Y Sorel teme mucho) "que la literatura entre a su vez en la danza de la muerte, la muerte del estilo".»

Después de Sorel, Edouard Berth retomaría la "pregunta de Renan":73

"Vivimos de la sombra de una sombra, del perfume de un búcaro vacío; ¿de qué se vivirá después de nosotros?" La civilización experimenta súbitamente la "sensación de un horrible vacío"...

«...Traducida al lenguaje del arte, la decadencia se manifiesta por la preponderancia, en materia de creación, de la técnica y de la inteligencia. Es la victoria de Apolo sobre Dionisios y, en ausencia de grandes aspiraciones comunes, el reino del individualismo, el Arte por el Arte.»

Puesto que hoy en día lo que no es más que moda vacía es presentado a menudo como "arte por el arte", habría que dejar bien claro qué es lo que hemos de entender por el término "arte". El arte más puro es el que he designado como "primordial", que siempre es expresión de la creatividad espontánea libre de control que emana de la vivencia mística y plasma formas que nos permiten ganar acceso a dicha vivencia; además, dicho arte transmite alguna cualidad de esta última, o bien constituye un mapa que nos enseña cómo llegar a ella, etc. Hemos visto que hay también otros tipos de arte, que lo son en sentidos menos puros y profundos del vocablo. Ahora bien, cuando lo que se presenta como arte no es arte en ninguno de los sentidos válidos y tradicionales de la palabra, sino mera moda vacía, en vez de hablar del "arte por el arte", habría que hablar del "no-arte por el no-arte".

Puesto que la belleza dejó de ser el objetivo privilegiado del arte (como lo había sido antes la cualidad visionaria), la estética cesó en sus intentos por fundamentarla. Habiéndose hundido no sólo el barco kantiano, sino todos los que se construyeron más adelante a fin de mantener a flote el autoengaño y el narcisismo que de éste dimanaba, se hizo necesario superar consciente y concienzudamente las tesis metafísicas de todo tipo —incluyendo aquéllas que, ocultas bajo mantos antimetafísicos, seguían justificando nuestras ilusiones— en todos los campos de la filosofía: en ontología, en estética, en ética y así sucesivamente. En todos ellos se hizo imperativo desenmascarar el autoengaño y desmitificar los falsos absolutos, y en todos ellos se hizo preciso mantener algún tipo de epoché o suspensión del juicio.

El postmodernismo, en particular, pretendió haber superado el mito de lo moderno como cima de los logros humanos y como culminación de la historia, a la cual supuestamente habría tendido la totalidad de nuestro proceso histórico y evolutivo. Como ya he señalado en la ponencia "El nihilismo pseudopostmodernista vs la verdadera postmodernidad",74 en el plano filosófico lo que hoy se designa como postmoderno no representa más que los últimos estertores del ideal moderno ante la desilusión de comprobar que el progreso es imposible. En el plano del arte, gran parte de las expresiones artísticas que se designan como "postmodernas" siguen siendo modas y poses que repiten la ilusión de haber alcanzado el logro último de la evolución estética de la humanidad, en vez de ir más allá de la moda —que es propia del modernismo— hacia la expresión del Valor absoluto e intemporal que corresponde a la aletheia en la cual Verdad, Bien y Belleza son indivisibles, por medio de la producción de un arte genuinamente visionario en el cual los opuestos coincidan y que, eventualmente, sea "todo símbolo". Tal como aquello que hoy se designa como postmoderno no es más que los últimos estertores del ideal moderno ante la desilusión de comprobar que ya no hay progreso posible, lo postvanguardista no es más que los últimos estertores del vanguardismo ante la reductio ad nauseam de la estéril y ya evidentemente infructuosa búsqueda de la innovación.

Cuando el arte trascienda la moda y la búsqueda constante de nuevas pautas y formas de expresión, y sea capaz de expresar una vez más el Valor absoluto e intemporal que corresponde a la aletheia en la cual Verdad, Bien y Belleza son indivisibles, redeviniendo visionario, implicando la coincidencia de los opuestos y haciéndose "todo símbolo", podrá decirse con razón que se ha superado la historia del arte, pues se habrá desocultado la condición primordial inmutable que constituye el alfa y el omega de la historia, lo cual nos hará trascender el concepto mismo de "historia" al revelar que ésta no es más que la sucesión de ilusiones que vela lo verdadero. Esto es radicalmente diferente de lo que Gombrich tiene en mente cuando habla del "fin de la historia del arte": lo que él está diciendo es que la historia del arte jamás existió, simplemente porque ha descubierto que las transformaciones del arte no implican progreso. Ello muestra que Gombrich fue condicionado a tal grado por el ideal de progreso que se le inculcó durante su educación, que terminó siendo incapaz de separarlo del concepto de historia —el cual en ninguna de las acepciones que le da el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, implica progreso.75

Cabe señalar también que, como todos sabemos, cuando Francis Fukuyama habla del "fin de la historia" en general, quiere decir "acabamiento de la evolución ideológica humana y desaparición de alternativas al liberalismo capitalista". Ahora bien, en el marco de la filosofía de la historia que se encuentra en la base de este libro sólo podría hablarse de "fin de la historia" en general en el sentido que anunció Marcuse en una conferencia en la Universidad Libre de Berlín en julio del 67, cuando decía que las nuevas posibilidades de una sociedad humana y de su mundo circundante no son ya imaginables como continuación de las viejas, no se pueden representar en el mismo continuo histórico, sino que presuponen una ruptura precisamente con el continuo histórico. Así planteada, la superación de la historia equivaldría a la superación de lo humano concebida de distintas maneras por Nietzsche, Aurobindo, Teilhard de Chardin, Foucault. O del fin del tiempo que, según el Tantra Kalachakra y otros textos orientales, tendrá lugar al completarse el actual ciclo evolutivo.76

Sucede que, según mi interpretación de la teoría cíclica de la evolución humana, la crisis ecológica actual indica que estamos llegando al final de un ciclo cósmico, en el cual lo que se desarrolló durante el ciclo —y, en particular, el error o delusión que Heráclito llamó lethe y el Buda designó como avidya— alcanza su reducción al absurdo y, por lo tanto, debe superárselo. Sólo la superación de todo lo que se fue desarrollando durante el ya moribundo ciclo "humano" de la evolución —y en particular la superación de la lethe o avidya—77 puede dar lugar a lo que sería genuinamente postmoderno y posthistórico y, en cuanto tal, acorde con las exigencias de los tiempos. De manera similar, sólo el arte que surge de la superación del error o delusión en cuestión y que ayuda a otros a superarlo, puede considerarse genuinamente postvanguardista y en cuanto tal acorde con las exigencias de los tiempos. De lo que se trata no es, como pensó Theodor Adorno, de producir un arte feo que denuncie la horrible realidad de nuestro tiempo en vez de proporcionar una evasión estética ante dicha realidad, sino de volver a producir un arte que, aunque denuncie la situación actual y exija su superación, se encuentre más allá del afán de cambio y nos ubique en el reino de lo inmutable.

Hemos visto que, tal como lo anuncia el concepto nietzscheano de Gran Estilo, en todas las artes, a través de la pura poiesis del no-yo, siempre y cuando esté dotada de medida y claridad, pueden surgir las más bellas formas. Bien, en la actualidad, después de que el arte hubo de superar la mera búsqueda de la belleza, el mismo tendrá que superar el tabú que la proscribe —tanto más si se entiende lo Bello como aquella cognición prístina en la cual lo que William Blake designó como "puertas de la percepción" se han limpiado y todo aparece en su infinita maravilla.78

Todo parece sugerir, pues, que la afirmación de Gregory Bateson según la cual "lo vulgar y detestable desplaza siempre a lo hermoso" es bastante apta para describir el proceso de evolución estética de la humanidad. En efecto, la afirmación de Bateson sería perfectamente aplicable a dicho proceso si le agregásemos dos especificaciones.

La primera consistiría en volver a insistir en que, una vez que el desarrollo del proceso de degeneración que se inicia con la fractura en la psiquis de los seres humanos y en la sociedad lleva la fragmentación a su extremo lógico, y los efectos de ésta la reducen al absurdo, dicha fractura y dicha fragmentación han de superarse, con lo cual tendría lugar una regeneración que, en el plano de la estética, representaría un restablecimiento del verdadero arte y haría que la verdadera belleza resplandeciera en todos los productos humanos.

La segunda consistiría en advertir que el proceso de degeneración impulsado por el desarrollo del error o la delusión llamado lethe o avidya no es lineal sino más bien espiral, pues (como se verá en el próximo capítulo de este libro) durante el mismo se dan sucesivas épocas de esplendor —que pensadores ácratas han asociado con un temporal debilitamiento o desaparición del Estado y de las diferencias de clase— en las cuales aparecen maravillosas obras de arte. Es por esto que Bateson concluye diciendo que "sin embargo, lo hermoso persiste".

Puesto que el hoy moribundo sujeto aparentemente separado y autónomo, y el igualmente moribundo e ilusorio ego, constituyen el núcleo mismo del error o delusión a superar, más adelante, cuando se considere el "arte del porvenir", se hará una breve referencia a los artistas que, desde los años 50, han pretendido enterrar al "genio" individual que habría de crear obras maestras, que fuesen universal y perennemente valiosas, y valerosamente han intentado superar la distinción creador-observador, haciendo de cada uno partícipe de una dionisíaca danza del no-yo.79

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