- LA TAREA PENDIENTE DE ESCRIBIR LA HISTORIA DEL ARTE VENEZOLANO DE FORMA COLECTIVA,
- UN PROYECTO COLABORATIVO PARA TODOS LOS ESTUDIOSOS, ESPECIALISTAS Y ARTISTAS VENEZOLANOS,
- TODA LA HISTORIA DEL ARTE VENEZOLANO EN UN PORTAL AL ESTILO DE LA WIKIPEDIA.
Categoría:PERÍODO CONTEMPORÁNEO SIGLO XX (II)
Los tiempos modernos
Quizás los prejuicios ideológicos impuestos por el sistema político que ha regido a partir de 1958, unidos a la circunstancia del recuerdo de un régimen de fuerza que imperó en el país entre 1952 - 1958, han impedido ver con suficiente objetividad el panorama cultural de la Venezuela de la década del cincuenta. En consecuencia, no se ha examinado suficientemente la realidad de un proceso, que visto hoy a la distancia de tantos años, emerge más bien como uno de los capítulos más interesantes de la historia del arte venezolano. Definido como una dictadura en diciembre de 1952, el gobierno militar que rigió hasta enero de 1958, tiene sus antecedentes en el golpe de estado de 1948, suceso que fue a su vez un corolario del cuartelazo del 18 de octubre de 1945. Sin embargo, la restricción de las libertades públicas, característica de los años que transcurren entre 1952 y comienzos de 1958, no fue capaz de impedir los cambios profundos que se dieron tanto en la mentalidad del venezolano de la calle como en el universo de las artes visuales. Fue, en general, una época en que Venezuela abrió los brazos a la modernidad sin renunciar por ello a nuestras tradiciones. Si por un lado hubo escenario para la música de Juan Vicente Torrealba, fue también la época de los vestidos Christian Dior. Mientras la música de sabor criollo entraba en una dimensión moderna, con La Cantata Criolla de Antonio Estévez (premio Nacional en 1954), los Salones Oficiales abrían sus puertas a las tendencias abstractas que llegaban de Europa. Así transcurría la vida en un país cuya capital, Caracas, veía circular 220.000 vehículos en 1954 contra 22.000 que circulaban en 1938. En esa Venezuela bifronte, mitificadora de los valores criollos por un lado, y abierta, por otro, al modelo de un American way of life, se da un fenómeno que se manifiesta no solamente en la vida cotidiana. Se revela también en la política cultural del estado y en el contexto de las artes visuales. Así, mientras los realistas sociales eran acogidos por su tendencia a mitificar la vida del campo, las fiestas religiosas y el trabajo, algunos sectores, aunque minoritarios, aplaudían a un pequeño grupo de artistas, que principalmente en París, orientaban su trabajo hacia nuevas maneras de expresión. Fue éste el momento de irrupción del arte abstracto y de los proyectos arquitectónicos que definieron a las ciudades venezolanas, principalmente Caracas, como espacios auténticamente modernos. Al mismo tiempo la fotografía empezaba a ser asumida como un arte al igual que la pintura y la escultura. Es una década memorable en el campo de las artes visuales, pues es en 1954 cuando Venezuela asiste por vez primera a la Bienal de Venecia, en un pabellón construido bajo el diseño del arquitecto italiano Carlos Scarpa.
La arquitectura se hace internacional
Durante los años cincuenta un grupo de arquitectos puso en práctica los principios de la arquitectura internacional, construyendo un grupo de edificios que constituyeron el rostro de la modernidad venezolana. La intensa actividad constructiva de aquellos años, concretada principalmente en Caracas, es una de las manifestaciones del programa del "Nuevo Ideal Nacional", que había proclamado una radical transformación del medio físico. Nunca como hasta ese momento el estado venezolano había concedido tanta prioridad a los problemas del espacio, cuyas soluciones se tradujeron en la construcción de una Caracas nueva, rompiendo brutalmente con los restos que quedaban de la ciudad colonial, mediante la apertura de un conjunto de avenidas como la Francisco de Miranda, la Andrés Bello, las Fuerzas Armadas, la Avenida Sucre, la Urdaneta, y la Nueva Granada. La ciudad debía mostrarse como un centro importante en el contexto internacional, y por eso se invita a nuestra capital a arquitectos de la talla de los brasileños Oscar Niemeyer y Roberto Burle Marx, del norteamericano (de origen austríaco) Richard Neutra, y de José Luis Sert. Niemeyer, que desde 1937 realizaba grandes proyectos en su país, algunas veces junto con Le Corbusier, vino con el propósito de proyectar un museo de arte moderno cuya sede iba a estar situada en las Colinas de Bello Monte, pero desafortunadamente esa idea nunca llegó a cuajar. Burle Marx, que había estudiado pintura en Alemania y llegó a ser director de Parques y Jardines en Recife, es el autor del proyecto del Parque del Este de Caracas. Nadie más indicado para esa tarea que el arquitecto brasileño. Entre 1959 y 1960 realizó el proyecto del jardín del Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro, y en 1970 el del jardín del Ministerio de Relaciones Exteriores en Brasilia. Casi al mismo tiempo otros arquitectos extranjeros, de reconocido prestigio internacional, visitaban al país dejando en Caracas obras de gran significación. Debemos mencionar, entre ellos, al norteamericano Don Hatch, autor del proyecto del Shoping Center en las Mercedes (1955) así como del edificio Mobil de la Floresta (1957). En este mismo sentido merece ser citado el famoso arquitecto alemán (de origen húngaro) Marcel Breuer, conocido por su rol protagónico en la Bauhaus y por su labor docente en la Universidad de Harvard (1937 y 1941). Breuer, conjuntamente con los arquitectos venezolanos Ernesto Fuenmayor y Manuel Sayago, realizó el proyecto del Centro El Recreo (1958). ) Y por último, también debemos nombrar a Gio (Giovanni) Ponti, famoso entre otra cosas por la famosa Torre Pirelli de Milán y por haber sido el fundador de la revista Domus. A Ponti debemos varias obras en Caracas, como la villa Arreaza (1955) y la villa Juan Mata de Guzmán Blanco (1958). La transformación del espacio - como prioridad del Nuevo Ideal Nacional – hizo del arquitecto uno de los profesionales de presencia más descollante, en aquel proceso de, transformación. Al prestigio del arquitecto contribuyo también la sólida preparación de un grupo de profesionales, adquirida algunas veces en prestigiosas universidades extranjeras, Son estos los años en que empieza a sentirse la presencia de José Miguel Galia (1919), un arquitecto venezolano formado en la Universidad de Montevideo (Uruguay), Galia fue quien introdujo entre nosotros los principios del racionalismo arquitectónico haciendo así de Caracas una ciudad moderna e internacional, Se asoció a otro arquitecto no menos notable, Martín Vegas (1926), graduado en el Instituto Tecnológico de Illinois (1949), donde llegó a ser alumno de Mies Van der Rohe. Galia y Vegas son quizás los autores de los hitos más importantes de nuestro movimiento moderno a través de obras como El Municipal (1951), La Torre Polar, de 1952, El Teatro del Este (1953), y el edificio del Banco Mercantil y Agrícola (1954). Todos estos proyectos fueron edificados de acuerdo al lema la forma sigue la función, principio que logra convertirse en una lección masgistral en el edificio del Banco Unión, obra de Emilio Venusti, y en el de La electricidad de Caracas, de Tomás José Sanabria. Sanabria (1922) fue alumno de Walter Gropius en la Universidad de Harvard, donde concluyó sus estudios en 1947. Conjuntamente con Diego Carbonell, formado en el Tecnológico de Massachusets, construyo en Valencia la Casa Degwitz, obra que por el uso de los materiales anunciaba las características de las viviendas unifamiliares que más tarde habrá de construir en Caracas. En dichas viviendas es evidente la influencia de la arquitectura internacional, sobre todo en las columnas exentas, de forma cilíndrica, y en los planos transparentes de las fachadas. Un buen ejemplo, en este sentido, lo encontramos en el ya mencionado edificio de La electricidad de Caracas (San Bernardino), cuya función principal se concentra en los servicios para el usuario. Otros proyectos significativos de esta época, ejecutados por Sanabria, son: el Hotel Prado Río de Mérida (1954) y el Humboldt de Caracas, de 1956. Este último consiste en un hermoso y gigantesco cilindro con vistas de 360 grados. En algunas ocasiones Sanabria echará mano a los principios de la arquitectura orgánica, como sucede en la Casa la Muda (1950- 51), donde integra el edificio a la naturaleza.
Modernidad y tradición en la arquitectura
Hemos dicho que la doctrina del “Nuevo Ideal Nacional” (1952 -1958) descansaba sobre dos pilares fundamentales: el progreso y el nacionalismo. Las bases del primero eran la ciencia y la tecnología, las del segundo, la tradición y el militarismo. Las Fuerzas Armadas se consideraron entonces los más fieles guardianes de la tradición, y esta situación debió reflejarse en la construcción de edificios para los institutos militares. Estilísticamente éstos miran hacia el siglo XIX, y hallaron un excelente arquitecto en Luis Malaussena, a quien debemos el proyecto de la Academia Militar, que es en realidad parte de un gran proyecto urbanístico. La idea general consistía en unir dos obras emblemáticas, la ya citada Academia Militar (alma mater del sector castrense) y la Ciudad Universitaria de Caracas (alma mater del sector civil), a través de la Avenida los Próceres. A una concepción arquitectónica de signo muy distinto responde la Ciudad Universitaria de Caracas, obra de Carlos Raúl Villanueva (1900 -1976). En la Ciudad Universitaria, Villanueva rompía completamente con los esquemas de su formación Beaux Arts. Se trata de un proyecto único en Venezuela, basado en la integración de las artes visuales. La integración de las artes era una idea que había cobrado importancia fundamental en 1947, en la ocasión de la sexta reunión del Congreso Internacional de Arquitectura Moderna (CIAM), celebrado en Bridwater (Inglaterra). Allí, como bien se sabe, estuvo nada menos que Walter Gropius y se planteó de manera especial la posibilidad de lograr una mutua cooperación entre el arquitecto, el pintor y el escultor. Villanueva recibió el apoyo necesario del Estado para levantar una verdadera ciudad-museo, donde podemos hoy disfrutar de obras de los más grandes artistas del siglo XX, tanto nacionales como extranjeros. Aliado de trabajos de Henri Laurens, Víctor Vasarely, Antoine Pesvner, Jean Arp y Ferdinand Leger, hallamos también los de Vigas, Mateo Manaure, Pascual Navarro, Francisco Narváez , Armando Barrios, Carlos González Bogen, Alejandro Otero y otros. Muchos de ellos habían formado parte de Los Disidentes, grupo que se había formado en París y había orientado la pintura hacia el abstraccionismo constructivista. Villanueva realizó un primer proyecto bastante ceñido a la concepción tradicional de las construcciones para universidades. Este consistía en el levantamiento de grandes edificios rítmicamente distribuidos, y dispuestos dentro de un conjunto simétrico de calles, a cuyos costados se hallaban esparcidas extensas zonas de áreas verdes. Era un concepto demasiado academicista de marcados rasgos neoclásicos. Pero Villanueva rectifica. Hace un segundo proyecto, y abandona la noción del campus sajón, para acogerse a los nuevos planteamientos urbanísticos. El propósito era crear una verdadera y propia ciudad estudiantil. No se trata ahora de esos edificios severos, que tanto ponen de relieve la jerarquía del viejo sistema universitario del siglo XIX, sino de un concepto de universidad muy diferente a las del “Viejo Mundo”. Para decirlo parafraseando a Sibil Moholy-Nagy, de un auténtico centro democrático al servicio de toda la juventud con ganas de estudiar, y no exclusivamente de las clases privilegiadas. (Carlos Raúl Villanueva y la Arquitectura de Venezuela, Ed. Lecturas, Caracas, 1964). La ciudad se construyó en tres etapas: la primera, iniciada en 1945, comprende: el Hospital Clínico, la Facultad de Medicina y la Escuela de Enfermeras; la segunda, 1950-52, al levantamiento de las instalaciones deportivas. Ambos conjuntos quedan en los extremos este y oeste de la ciudad. La tercera etapa, 1952- 1954, es la que hace de Villanueva una de las figuras más gigantescas de toda la historia de la arquitectura de nuestro continente. En ella se levantaron el Aula Magna, la Biblioteca Central y la Plaza Cubierta. Son tres estructuras que se encuentran íntimamente relacionadas entre sí y forman un conjunto armónico y sencillo, donde la relación entre los muros y los espacios abiertos crean una atmósfera realmente acogedora. Es el centro físico y espiritual de la Ciudad Universitaria de Caracas.
Los Disidentes: irrupción del abstraccionismo geométrico
Al mismo tiempo que arquitectos como Galia, Sanabria y Vegas introducían los conceptos del racionalismo, un grupo de artistas, muy jóvenes entonces, habían comenzado a plantearse la aventura del arte abstracto - geométrico. Los primeros síntomas se advierten en las actividades del "Taller libre de Arte", en cuyos espacios -como hemos apuntado - tuvo lugar la primera exposición de arte abstracto- geométrico de la que se tenga noticias en Venezuela. La acción definitiva estará a cargo de Los Disidentes, cuyo objetivo fundamental fue incorporar la pintura venezolana, y el arte en general, a las corrientes artísticas contemporáneas de la Europa de aquel entonces. Se trata de un grupo que se organiza en París a comienzos de 1950, al cual se incorporaron algunos pintores que habían estado en el Taller Libre de Arte. Sus fundadores fueron: Alejandro Otero (líder del grupo), que se hallaba en París desde 1945, Narciso Debourg (Caracas, 1925), Pascual Navarro (Caracas, 1923 -Caracas, 1985), Perán Erminy (Barcelona, 1929), Carlos González Bogen (Upata, 1920), Aimée Batistini (Ciudad Bolívar, 1916), Armando Barrios (Caracas, 1920 - 1999), Luis Guevara Moreno (Valencia, 1926), Dora Harsen, la belletista Belén Núñez y el filósofo J.R. Guillent Pérez. Se sumaron más tarde, entre otros, Oswaldo Vigas (Valencia, 1926), Alirio Oramas (Caracas, 1924), César Henríquez, Genaro Moreno, Omar Carreño (Porlamar, 1927) y Miguel Arroyo (Caracas, 1920).
Es necesario poner de relieve que los Disidentes proclamaron su adhesión a todas las manifestaciones contemporáneas. No obstante, la mayoría se plegó al neoplasticismo, corriente que había nacido unos treinta años antes, y que a inicios de la década del cincuenta hallaba un momento afortunado en París, gracias al decidido apoyo del crítico Michel Seuphor y de la Galería Denise René. ¿Por qué el neoplasticismo y no otra corriente abstracta, si ya para esa época -como bien sabemos- era agresivo el empuje, tanto del informalismo de Wols como del expresionismo abstracto de Jackson Pollock? Desde 1947, año en que exponen en París Hans Hartung, Georges Mathieu y Wols, el informalismo era ya una corriente vigorosa en Europa. Sin embargo los venezolanos se inclinaron por la versión geométrica. ¿Cuál es entonces la razón? Es muy posible que el espíritu del constructivismo hubiera sido captado por ellos en sus años de aprendizaje en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas. Éste ha podido haber llegado a nuestros pintores a través de la enseñanza de la obra de Cézanne, introducida en las aulas de ese instituto por Antonio Edmundo Monsanto. Sobre dicha posibilidad ha insistido suficientemente la historiografía venezolana de la pintura. Y no solamente Monsanto, también Marcos Castillo, quien desde 1922 era profesor en el instituto, predicó en las aulas las enseñanzas de Cézanne. y si estimamos que éste es importante en el desarrollo de la pintura venezolana -apunta Francisco Da Antonio- ese mérito debemos atribuirlo al magisterio de Castillo. Particularmente después de 1936, la obra del pintor francés llegó a ser una referencia obligatoria en dicho instituto debido a las orientaciones del citado maestro venezolano. Debemos señalar, además, que a partir de 1941 -según Mateo Manaure- a la Escuela de Artes Plásticas solían llegar litografías de Picasso y Paul Klee, circunstancia que en cierta medida ha debido contribuir a sensibilizar a los alumnos con respecto a las corrientes constructivistas. En fin, es muy posible que, una vez en París, los jóvenes venezolanos consideraron el neoplasticismo como la visión más cosmopolita del arte contemporáneo de aquel entonces. Lo cierto es que, de manera consciente o inconsciente, y paralelamente a los arquitectos, los artistas plásticos buscaban sustituir la herencia de nuestro pasado agrario, emotivo y supersticioso, por un status más moderno y prevalecientemente racionalista. De esta manera, mientras en ese empeño, los primeros adoptaron los conceptos del funcionalismo y del racionalismo arquitectónicos, los pintores y escultores apelaron -con ese mismo fin- a la versión más cartesiana, por decirlo así, del movimiento abstracto. Otro aspecto que define al movimiento de Los Disidentes es su rechazo categórico al pasado ya todo lo que estuviera vinculado con la tradición, sosteniendo, equivocadamente, que toda nuestra historia de la cultura había sido, hasta entonces, una sucesión de desaciertos. Despreciaron tanto a la pintura académica del siglo XIX como al paisajismo del Círculo de Bellas Artes y de la llamada Escuela de Caracas. Así, en el segundo número de la revista Los Disidentes, impresa en París, Carlos González Bogen, en un artículo titulado La Escuela de los paisajistas de Caracas, lamentaba la vigencia de la llamada Escuela de Caracas, a la cual calificaba de «decadente» y «dominada por un pseudo -impresionismo bastardo» que se amparaba en «bastardos intereses» y reinaba tranquilamente en el ambiente plástico venezolano. Y se preguntaba: « ¿Cómo tener la osadía de decir que la Escuela de Caracas representa la plástica nacional?». Al mismo tiempo, Luis Guevara Moreno, en una actitud no muy distinta a la de González Bogen, llamó pompiers a nuestros pintores académicos del siglo XIX, sentenciando que “permanecerán para siempre arrinconados en los desvanes de lo anecdótico y sin ninguna función en la historia” (“ La pintura del siglo XIX en Venezuela”, Los Disidentes, N°2, abril, 1950, p. 6). Ese querer sepultar el pasado parece haber sido una actitud manifiesta en el grueso de la sociedad venezolana. En la vida cotidiana, en las páginas de los diarios, en la publicidad, y hasta en cierta narrativa de la época, conviven la exaltación de lo nacional y la mitificación del progreso como el anverso y el reverso de una misma moneda. En una novela policíaca titulada Por una mancha de rouge (1956), de Clara Silva de Reyes, hay grandes elogios para la autopista Caracas-La Guaira. En otra, El primer Viaje a la Luna (1955), de Aniceto Reyes, se plantea el tema de un naturalista venezolano que participa en un viaje a la luna organizado por los Estados Unidos. Allí se hallan presentes la exaltación al progreso y del nacionalismo. Se puede concluir que fue en la década del cincuenta cuando definitivamente se borra de la sociedad venezolana toda la herencia del siglo XIX. No deja de ser significativa, en este sentido, la apreciación de una espontánea e inteligente cronista, cuando decía que ahora ya los trajes de las niñas bien no los hacían las costureras, porque ahora se usaban los trajes “Christian Dior” y se habían echado al olvido los trajes de seda lana y de percala (Gloria Brigé de Sucre, La Caracas de los techos chatos , p. 45). Artistas y arquitectos parecen haber sentido la necesidad de olvidar para siempre el pasado de la Venezuela agraria, y nada más apropiado para sepultarlo que las poéticas racionalistas del arte y de la arquitectura. De esta manera, los pintores y escultores recurrieron a la poética del abstraccionismo geométrico mientras que sus proyectos las pautas cartesianas y utilitarias del racionalismo y el funcionalismo arquitectónicos. Así, mientras el primero fue la bandera de “Los Disidentes”, los segundos fueron el caballo de batalla de arquitectos como Martín Vegas, Tomás José Sanabria, José Miguel Galia, Cipriano Domínguez y el mismo Carlos Raúl Villanueva. y en fin, no parece una mera casualidad que Laureano Vallenilla Lanz, ideólogo del régimen del Nuevo Ideal Nacional, rechazara también, de la manera más concluyente, el pasado venezolano desde 1830 hasta 1948, ya que según él, no se podía pedir enseñanzas a los que gobernaron durante más de cien años signados por el personalismo" (R.H., Editoriales del Heraldo, p.98).
Tesis y antítesis
La predilección por la versión geométrica del movimiento abstracto, se da no sólo entre los artistas que conformaron stricto sensu hablando el grupo de Los Disidentes, sino en general en casi todos aquellos jóvenes que en la década del cincuenta se trasladaron a París. Habría que citar a Jesús Soto (Ciudad Bolívar, 1923) y Carlos Cruz Diez (Caracas, 1923). Soto se marchó en 1950 y, al margen de Los Disidentes, buscó su propio camino a través de la obra de Mondrian, y exactamente lo mismo hizo Cruz Diez, quien no llegó a pisar suelo parisino sino hasta 1955. No pasaría mucho tiempo para que Cruz Diez definiera su primera Fisicromía, hecho que ocurrió en 1959. Ya cuatro años antes (1955) Alejandro Otero nos había dado su Estudio para Coloritmo. De la consolidación del arte abstracto geométrico como un movimiento sólido y rico en el panorama de la pintura venezolana de la década del cincuenta, dejaron testimonio, poco después, dos acontecimientos importantes en la historia del arte venezolano: la ejecución del proyecto de síntesis de las artes, en la Ciudad Universitaria de Caracas, y los sucesos del décimo octavo Salón Oficial de arte venezolano en 1957. En el primer caso es fácil constatar el predominio de la tendencia geométrica en los murales que adornan los muros de la Ciudad Universitaria. Además de las obras abstracto - geométricas de Victor Vasarely, se encuentran los de los venezolanos Pascual Navarro, Mateo Manaure, Armando Barrios, Carlos González Bogen, Alirio Oramas, Víctor Valera, Alejandro Otero y Miguel Arroyo, todos ellos inmersos en el ya tantas veces mencionado movimiento de Los Disidentes. Otro acontecimiento, que marca ese estar en la cresta de la onda de nuestro movimiento abstracto geométrico casi a fines de los cincuenta, viene a ser - como hemos dicho - el salón oficial celebrado en 1957. En esta ocasión fueron exhibidas 283 obras de pintura, 60 de escultura, 27 obras de artes aplicadas y 20 afiches, cantidades nunca vistas hasta ese entonces en un salón oficial. Ahí estuvieron presentes todas las tendencias artísticas, lo que ponía en evidencia la amplitud de criterio de sus organizadores. El premio nacional de pintura fue otorgado, sin discusión, a Armando Barrios y el de escultura a Eduardo Gregorio por su obra Niña con Perro. Pero la decisión del jurado (compuesto por Carlos Raúl Villanueva, Carlos Guinand, Alfredo Boulton, Luis Alfredo López Méndez, Pedro Centeno Vallenilla, Marcos Castillo y Santiago Poletto) fue cuestionada por el joven Alejandro Otero Rodríguez, portavoz del grupo del abstraccionismo geométrico, y quien desde 1950 se había pronunciado contra el status artístico que regía en Venezuela. Para nuestro joven pintor, Sono Forma , obra enviada al salón por Víctor Valera, y Estable Nº1 por Omar Carreño, tenían mayores méritos que aquella premiada por el jurado, de Eduardo Gregorio. Lamentaba, en el diario El Nacional que el jurado hubiese estado conformado por una mayoría de representantes de una determinada tendencia. Pero como resultaba imposible ignorar el empuje de la versión geométrica del arte abstracto, a Otero Rodríguez le fue conferido el Premio John Boulton. Y como era de esperarse, el año siguiente el reconocimiento a esa tendencia fue pleno, pues el jurado del décimo noveno salón (integrado por Miguel Otero Silva, Pedro Ángel González, Alfredo Boulton, Carlos Guinand, Sergio Antillano, Inocente Palacios, Miguel Arroyo, Carlos Raúl Villanueva, Gastón Diehl, Elisa Elvira Zuloaga y Pedro Vallenilla) acordó el máximo premio de pintura para Alejandro Otero, por su Coloritmo35, y el de escultura a Víctor Valera, por su obra Aroa. Clara Diament de Sujo, con admirable precisión, así registraba la significación histórica de este suceso: "La simultaneidad de modos expresivos surgidos durante los últimos cincuenta años, de índole tan diversa que comprenden desde una escritura de signos espontáneos hasta el rigor de las formas geométricas, dice a las claras de una tendencia irreprimible hacia la no figuración y de una nueva lógica de lo imaginativo. No es difícil inferir que la tendencia abstracto geométrica impregno también profundamente la labor escultórica de los años cincuenta, que ahora prefiere expresarse en el hierro, material hasta ese entonces inusual en nuestro medio artístico. Como ha dicho el escultor y crítico Pedro Briceño, ahora el artista tiene la oportunidad, no sólo de cincelar, sino de construir «con varillas metálicas, planchas de metal o láminas transparentes». (Arte: tema con Variaciones). Los primeros artistas en experimentar con este nuevo material, así como con la técnica de la soldadura, fueron Víctor Valera, Omar Carreño y Carlos González Bogen, los tres procedentes de la pintura. Más tarde se sumarán: Pedro Briceño, EIsa Gramko, Alejandro Otero y Lía Bermúdez. Víctor Valera (1927) tiene el mérito de haber sido el primer artista venezolano que se ha valido del hierro y de la soldadura en su labor escultórica. En los años cincuenta sus esculturas oscilan entre la figuración y la geometría. Más tarde habrá de interesarse por la obra de Narváez, ya fines de los setenta y comienzos de los ochenta su obra se identifica con la tendencia cinética. Viajó a París en 1950 donde recibió la influencia del escultor danés Robert Jacobsen, trabaja en el taller de Jesús Soto, y regresa a Venezuela en 1951. De sus obras de esta época - ha dicho Bélgica Rodríguez - salen las piezas seminales de su producción posterior, y cita entre ellas dos obras figurativas, Marilyn y Cleopatra. En 1957 ganó el Premio Nacional de Escultura - como ya hemos dicho- con una obra titulada Aroa (Breve Historia de la Escultura Contemporánea en Venezuela, p.22). Omar Carreño (1927) trabaja simultáneamente la pintura y la escultura, y en 1952 realizó un conjunto de obras transformables a voluntad del espectador, que él denominó relieve-esculturas. De 1954 son sus Esculturas Poemas, realizadas en hierro y madera, también transformables. Su obra Estable N º1, enviada al Salón Oficial de 1957, es la primera escultura abstracta premiada en Venezuela. Del mismo año de las Esculturas Poemas de Carreño, son los Móbiles de Carlos González Bogen, los primeros en su género que se conocen en Venezuela. González Bogen, que en 1950 formó parte de Los Disidentes, en París, es otro artista que comparte su labor creadora entre la pintura y la escultura. Fue un excelente divulgador del abstraccionismo geométrico más allá del puro hacer artístico. En efecto, en 1952 fundó la Galería Cuatro Muros, destinada a difundir dicha tendencia. No obstante, en 1966 volverá a la figuración expresionista de contenido social. Pero es necesario tener muy en cuenta que la escultura tradicional no había muerto. Tanto la tendencia académica, el realismo social y el americanismo, sobrevivían sobre todo en los sectores oficiales y el gusto de las clases populares. Por estos años encontramos estupendas ejecuciones de escultores como Ernesto Maragall, de origen español, y Alejandro Colina. De Maragall son los relieves y fuentes del Paseo de los Próceres, en Caracas (1955), obra que realiza dentro de un gran proyecto urbanístico del arquitecto Luis Malaussena. De Alejandro Colina (1901- 1976) es uno de los monumentos más populares de Venezuela: María Lionza (1955), ubicada actualmente en la autopista Francisco Fajardo de Caracas. Y, como habíamos dicho, tanto el realismo social como la tendencia americanista, conservaban todavía casi intacto su escenario y su público. Esta última, que en los años treinta había contado con las esculturas y pinturas de Francisco Narváez, ahora se expresaba en un lenguaje más moderno. Había bebido en las fuentes del cubano Wifredo Lam, del mexicano Rufino Tamayo, del peruano Fernando de Szislo y del guatemalteco Carlos Mérida. A ella no escapa la producción de artistas como Manuel Quintana Castillo cuando pinta obras como Tejedora de Nubes, un óleo de 1954, hoy en la Galería de Arte Nacional; ni la de Mario Abreu con sus conocidos Gallos; ni la de Luis Guevara Moreno, que regresa a la figuración afines de esa década; ni la de Jacobo Borges en obras como La Selva (1954). Los realistas sociales, por su parte, pintaban obras cada vez menos agresivas, y, en el caso de Héctor Poleo, llega a los límites de un «realismo lírico», a través de imágenes de estilizadas campesinas y hermosas goajiras.
Llegaría así, en la década del cincuenta, la hora del reconocimiento oficial. Oswaldo Vigas, que insistía en el tema de sus «Brujas», obtuvo el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1952. César Rengifo (1915-1980), uno de nuestros artistas más «comprometidos» y más consecuentes con el arte social, recibirá el Premio Nacional de Pintura en 1954.
La fotografía se equipara a la pintura
Los cambios que se producen en la arquitectura, la pintura y la imagen urbanística de la ciudad, no fueron ajenos a la actividad fotográfica. En esta década es notoria la actividad de fotógrafos como Fina Gómez, Abigaíl Rojas, Ricardo Razetti, Juan Benshimol, Graziano Gasparini y Alfredo Boulton. Gasparini realizó su primera exposición individual en el Museo de Bellas Artes de Caracas en 1952, y Boulton publicó ese mismo año un libro titulado La Margarita, de fundamental importancia en la historia de la fotografía venezolana, pues en esta obra, donde se entrelazan la historia y la literatura, la imagen tiene un papel de primer orden. Pero Alfredo Boulton no se dedicaba solamente al hacer fotográfico. Se empeñaba, también, en explicar las razones por las cuales la fotografía es un arte como cualquier otro. Así, con fines didácticos escribe por estos años un artículo en la Revista Shell, donde insiste en que la tarea del fotógrafo no era la de un simple reproductor de la realidad. Subrayaba que, por el contrario, era la labor de un constructor de imágenes, cuya calidad estaba sujeta a su sensibilidad artística. La fotografía era pues una actividad artística. Boulton trataba de equiparar la fotografía a la pintura, a la literatura ya todas las artes. El autor da por descontado que la fotografía es una expresión artística. ¿Qué si la fotografía es un arte? -se preguntaba - «Claro que lo es», respondía. y luego agregaba: «¿Acaso se discute si la litografía, el grabado o el aguafuerte, son expresiones, vehículos del arte? Lo que podría discutirse - decía - es si el grabador o el aguafuertista son artistas.
El Arte en la democracia representativa
La caída del régimen del Nuevo Ideal Nacional, en enero de 1958, abrió el camino al imperio de la democracia representativa y partidista. A partir de entonces los partidos AD y COPEI detentaron conjuntamente el poder con URD, sobre la base de un compromiso entre las cúpulas de esas tres organizaciones, que se llamó Pacto de Punto Fijo. Desde entonces, hasta nuestros días, se impuso una praxis política, cuyo soporte fundamental fue la relación clientelar. Ese modelo político habrá de encontrar sus primeros signos de agotamiento en 1989. No se puede negar, sin embargo, que durante aproximadamente los cuarenta años de vigencia de ese sistema, el escenario de la cultura, sobre todo en el campo de las artes visuales, ha cambiado considerablemente. Si ciertamente, el país ha carecido de una acción educativa prioritaria y agresiva, desde el punto de vista cualitativo, tendente a la creación de modernos centros de enseñanza artística, no ha faltado - a pesar de la irracionalidad administrativa - la asistencia financiera del Estado, sobre todo cuando se trata de las actividades culturales que conducen esencialmente al mundo del espectáculo. Con ese propósito, en parte, fue fundado el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes en 1965, cuyas funciones pasaron a ser ejercidas por el Consejo Nacional de la Cultura (CONAC) a partir de 1974. Sería insensato negar, por ejemplo, que, desde entonces a esta parte, el saldo histórico ha sido favorable para la cultura nacional. Pensemos, por ejemplo, en la fundación de numerosos museos y en la instalación de salones y bienales de arte, tanto en Caracas como en el interior del país, que permiten confrontar hoy en día el hacer artístico nacional, y estimular el trabajo de nuestros artistas. Entre los primeros es preciso citar el Museo de Arte Moderno de Mérida, fundado en 1969, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas (hoy con el nombre de Sofía Imber) en 1972, el Museo de Arte Moderno 'Jesús Soto' de Ciudad Bolívar. (1973), el Museo 'Francisco Narváez' de Porlamar (1975), la Galería de Arte Nacional de Caracas (1976), El Museo de Arte Popular de Petare (1984) y el Museo 'Alejandro Otero' (Caracas, 1984). Entre las bienales de artes visuales de carácter nacional no podemos dejar de mencionar, entre otras, la Bienal de Escultura Francisco Narváez (Porlamar), que funciona desde 1986, la Bienal de Guayana (Ciudad Bolívar, 1987), la Bienal Nacional de Artes Plásticas de Mérida (1990), la Bienal de Arte popular Salvador Valero , en Trujillo, y dedicada sólo al arte popular, la Bienal de Barro de América (1992), de carácter internacional, y la Bienal Nacional de Arte del Táchira (1997), en San Cristóbal) Desde aquellos años hasta nuestros días, Venezuela ha sido una caja de resonancia de las corrientes artísticas que han brotado en Europa y en Los Estados Unidos, las cuales, una vez en nuestro medio, se han impregnado - no pocas veces- de la temperatura política del país. En este lapso, de más de cuarenta años, han coexistido el cinetismo, el informalismo, la hueva figuración, la transvanguardia, el arte conceptual y las instalaciones. Al mismo tiempo ha habido considerables avances en el terreno de la fotografía artística y en el dibujo, expresiones - éstas últimas - que han logrado momentos verdaderamente afortunados. Por su lado, la arquitectura, abierta a las proposiciones internacionales, ha recibido la influencia, tanto del brutalismo como de las formas posmodernas. Se ha desmontado el lenguaje de la tradición moderna, se han mitificado las formas, pero también se ha mirado hacia el pasado y se ha sentido la necesidad de hacer una arquitectura compenetrada con nuestro ambiente tropical, pero desprovista de cualquier intención nacionalista.
Violencia y artes visuales
Los años sesenta son una década signada por una ola de violencia en el mundo entero. Nunca como en ese entonces las minorías raciales estadounidenses, y el hombre de a pie de los países colonizados, defendieron con tanta pasión su derecho a ser libres. Queda de esa época el recuerdo fatídico del asesinato de Patrice Lumumba (1961) en el Congo; de los horrores de la guerra de independencia argelina, concluida en 1962; de los sucesos de Bahía de Cochinos en Cuba; de la guerra del Vietnam, de la matanza de Tlateloco en México, y de las protestas antiraciales. Un testimonio conmovedor de estas últimas nos lo dejó Andy Warhol en su famosa Race Riot. Con dicha obra Warhol ejecutaba un excelente sketch, donde reproducía, con crudeza, una manifestación de negros en los Estados Unidos, reprimida brutalmente por un piquete de policías con perros amaestrados. La vida política venezolana no fue una excepción en ese clima de violencia mundial. En 1960, a raíz de la caída de Marcos Pérez Jiménez (enero de 1958), y luego del breve mandato de Wolfgan Larrazabal, asumió la presidencia de la República Rómulo Betancourt. Pero éste encontró inmediatamente una franca oposición en los sectores juveniles, los cuales, influenciados por la revolución cubana, reclamaban una política más radical. Crearon un nuevo partido llamado Movimiento de Izquierda Revolucionario y se lanzaron a la lucha armada, empresa en la cual se embarcó también el Partido Comunista. La represión fue despiadada, tanto en el mandato de Betancourt como en el de Raúl Leoni, su sucesor. Ese clima de radicalismo, que nace y sucumbe bajo el signo de la ideología marxista, se hicieron presentes también en algunos círculos artísticos y literarios. Tal es el caso de El Techo de la Ballena (1961-1964), agrupación donde participaron escritores y artistas plásticos, y que es en cierta forma la versión artística de la lucha armada, como podemos ver en una de sus declaraciones: «No es por azar que la violencia estalle en el terreno social como en el artístico para responder a una vieja violencia enmascarada por las instituciones y leyes sólo benéficas para el grupo que las elaboró. De allí los desplazamientos de la Ballena. Como los hombres que a esta hora se juegan a fusilazo limpio su destino en la sierra, nosotros insistimos en jugarnos nuestra existencia de escritores y artistas a coletazos y mordiscos.» (Segundo manifiesto, mayo, 1963). El Techo organizó un gran número de exposiciones y entre las más memorables debemos mencionar las siguientes: Homenaje a la Cursileria y Homenaje a la Necrofilia. La primera, organizada en junio de 1961, estuvo dirigida a resaltar el mal gusto en Venezuela. Dicho «homenaje» fue presentado como «un gesto de franca protesta ante la permanente e indeclinable farsa cultural del país». Más agresiva, provocadora, controvertible, y además cuestionada por aquella sociedad pacata, fue la segunda, organizada por el pintor y escritor Carlos Contramaestre (1935 -1998) en noviembre de 1962. Así, por ejemplo, entre las obras exhibidas había una titulada Erección ante un entierro, otra, Ventajas e inconvenientes del condón, y también, Gabinete de masajes servido por sobadoras diplomadas. Censurada por el gobierno, la muestra fue clausurada por la policía y confiscado el catálogo. A esta apología de la violencia adhirieron tanto los artistas del informalismo como los de la Nueva Figuración, dos corrientes artísticas que emergen en Venezuela como la antítesis de las poéticas tanto del arte abstracto - geométrico como del cinetismo. Este último llegaba ahora a su apogeo en toda América Latina. Basta recordar, en este sentido, que en 1964 Jesús Soto recibió el Gran Premio de la Bienal de Córdoba en la Argentina, uno de los eventos más prestigiosos a nivel mundial. Mientras en el Techo de la Ballena se concentraron los partidarios del informalismo, como Alberto Brandt, Gabriel Morera y Carlos Contramaestre, en otra asociación artística, El Círculo del Pez Dorado, se congregó la Nueva Figuración, con talentos de la talla de Jacobo Borges. No obstante, El Círculo del Pez Dorado dio cabida a todas las tendencias, recogiendo así la filosofía del «Taller Libre de Arte», referido en páginas anteriores. El Círculo del Pez Dorado nació en 1960 como centro de reunión y de trabajo, y creó una galería de arte destinada a albergar todas las tendencias, ya los pintores más jóvenes que no tenían donde exponer. Allí se reunieron y expusieron, por el lado de la Nueva Figuración, Jacobo Borges, Alirio Rodríguez, Régulo Pérez y Luis Guevara Moreno; por el de los informalistas: Humberto Jaimez Sánchez, Luisa Richter, Teresa Casanova y Francisco Hung. Hubo incluso espacio para los partidarios del arte cinético y para artistas objetuales como Mario Abreu y Miguel von Dangel. Fue además un punto de encuentro de todas las generaciones. Entre los más jóvenes de ese entonces figuraban Diego Barboza, Aracelys Ocante y Santiago Pol, cuya obra habrá de ser clave en la historia del arte venezolano de las décadas siguientes.
1. El Informalismo
El término informalismo es una variante de la palabra informal. Fue usada por vez primera por el crítico M. Tapié, en 1951, en la ocasión de una muestra, organizada en París por Nina Dusset. En ella expusieron sus obras, entre otros, Jackson Pollock, Jean -Paul Riopelle, Willen de Kooning, Hans Hartung, Georges Mathieu, Wols y Giusseppe Capogrossi. Es un fenómeno típicamente europeo, pero guarda una profunda afinidad con el Action Painting norteamericano. Umberto Eco ha identificado en él las características típicas de la «obra abierta» (1961 ), mientras que Carlo Giulio Argan (1970) llegó a afirmar que representaba la poética de la «incomunicación». Para el historiador italiano, el informalismo era pues el arte de una sociedad que menosprecia la forma.
Para otros historiadores es una tendencia que recoge la angustia existencial del hombre en el siglo XX, y así lo planteaba Juan Calzadilla en el manifiesto de la exposición «Los espacios Vivientes» el 14 de febrero de 1960. Allí decía que el informalismo se proponía la «destrucción de toda imagen y de toda forma y la invención de los espacios topológicos, que responden a una dimensión del yo». y más adelante, expresaba, que el informalismo planteaba la necesidad «de una libertad total de acción a fin de incorporar a la pintura materias y procedimientos inéditos, que sirvan para elaborar una visión nueva del cosmos.» En estas palabras resumía el programa de esta nueva tendencia en el hacer artístico venezolano, que además estimulaba el arte objetual, los happenings y los assemblages, en lo que coincidía con el nou veau realisme, proclamado en París por Pierre Restany hacia el final de los años cincuenta. En nuestro país, los primeros signos del informalismo se hacen presentes a fines de los años cincuenta tanto en el trabajo de Renzo Vesttini (Florencia, Italia, 1906 - Maracaibo, 1976) hacia 1956, como en el de Alberto Brandt (Caracas,1924-Caracas,1970) en 1959. Se ha dicho incluso que un poco antes, en París, ya la pintora Mercedes Pardo (Caracas, 1922) había pintado cuadros que se ubican perfectamente en esa tendencia, pero que éstos, ejecutados hacia 1952, no fueron exhibidos en Caracas sino después de 1960.
Debemos considerar entonces que el acta de nacimiento del informalismo en Venezuela fue la exposición titulada Los espacios vivientes, organizada por Juan Calzadilla en el Concejo Municipal de Maracaibo en 1960, trasladada a Caracas el mismo año al Salón Experimental de la Sala Mendoza. Otro suceso que revela el empuje alcanzado por esta corriente artística, en Venezuela, fue el Salón Anua l de 1959. Ese año las salas del Museo de Bellas Artes de Caracas se vieron repletas de cuadros informalistas, aunque el Premio Nacional se hubiera otorgado a Jesús Soto, lo que por otro lado significaba la apoteosis del abstraccionismo geométrico. Dos años más tarde el triunfo del informalismo será indiscutible. En efecto, los Salones del 61 y el del 62, marcaron el reconocimiento oficial de aquella nueva manera de pintar. Así, en 1961 el máximo galardón fue acordado para Ángel Hurtado por su obra Materia Sideral, y en 1962 para Humberto Jaimez Sánchez por su cuadro Fragmento de Tierra. Sánchez había adherido al informalismo desde fines de los cincuenta, con obras de riquísimo color y abundantes capas de material, Hurtado ejecuta obras inspiradas en lo desconocido y en lo mágico. Por ello dirá, años más tarde, que había incursionado en el zodíaco y en el mundo sideral. El informalismo dio prioridad a las texturas, al azar, a la materia orgánica, a los Materiales de deshecho, el color y al gesto. Habría también que hacer referencia en este sentido a la obra de Francisco Hung, un artista de ascendencia china, formado en Maracaibo y en París, merecedor del premio nacional de pintura en el Salón de 1965 por una tela titulada Materias Flotantes , como habrá de llamar a muchos de sus cuadros. Y no podemos dejar de citar, entre las figuras más sobresalientes, a artistas como Luisa Richter, de origen alemán y discípula de Willi Baumeister, a J. M. Cruxent, Maruja Rolando y Teresa Casanova. La obra de Cruxent (Barcelona - España, 1911) se caracteriza por la incorporación de los materiales más heterodoxos (arena, tela metálica, fibras vegetales, etc.) a sus lienzos, sobre todo entre 1966 y 1969. Maruja Rolando (Barcelona, 1923 - Londres, 1970), participó en la exposición «Los Espacios Vivientes» de Maracaibo, y estuvo muy influenciada hacia 1959 por el pintor francés Alfred Menessier. En 1960 trabaja junto con Cruxent y es impresionante la influencia que recibe del arqueólogo - pintor. Es fácil confundir en esta época el trabajo de ambos artistas. Al igual que las de Cruxent, las pinturas de Maruja Rolando incorporan a su estructura deshechos como tela metálica, arena y fibras vegetales. Teresa Casanova (Caracas, 1932) se dio cuenta de las grandes posibilidades expresivas que le ofrecía el informalismo desde 1957. En sus cuadros lo fundamental es el color y la materia. En este sentido hay dos obras suyas en el Museo de Bellas Artes de Caracas: Raudo (1958) y Ollantaytambo (1961). En el catálogo de una exposición que hiciera en el Museo de Bellas Artes (1961), al exaltar la prioridad de la materia, decía, que ésta «tenía vida y movimiento» y que era necesario dejarla seguir su propio curso. Morera, que formó parte del «Techo de la Ballena. », representó, según Juan Calzadilla, la línea más poética del informalismo venezolano. Mercedes Pardo había vivido en París desde principios de los cincuenta. Se había pegado al informalismo, pero evolucionará más tarde a una abstracción lírica, con cuadros de grandes zonas planas, y de intensos y luminosos colores, y en los cuales el soporte de la geometría es cada vez más evidente. De esta manera Mercedes Pardo volvía a sus orígenes, pues en París había recibido la influencia del pintor francés, de origen ruso, Serge Poliakoff (Moscú, 1906 - París, 1969). Así se explica, en fin, la afinidad de su obra posterior, con la pintura de los post abstraccionistas líricos Norteamericanos, como Ellsworth Kelly, Jack Youngerman y Al Held, entre otros. Un buen ejemplo en este sentido es Viva Diana, de 1988, y de la colección del Museo de Bellas Artes de Caracas. Entre los artistas de militancia en el informalismo, que después evolucionaron hacia la pintura figurativa, encontramos a Carlos Contramaestre (Tovar, 1936- 1997), Carlos Hernández Guerra (El Callao, Edo. Bolívar, 1939), y Omar Granados (Tumeremo, 1938).
2. La Nueva Figuración
La Nueva Figuración hizo su entrada en la historiografía europea a partir del libro de Hans Platschek, titulado Neuen Figurationen, publicada en 1959. Sin embargo, como praxis en la pintura es un fenómeno muy anterior. En la América Hispana se conoce en la crítica a comienzos de los años sesenta. Aparece en Argentina en 1961 con el grupo denominado Otra Figuración, integrado por Rómulo Macció, Luis Felipe Noé, Ernesto Deira y Jorge de la Vega, que expuso ese año en la librería Peuser de Buenos Aires. Dos años más tarde, estimulados por Jorge Romero Brest, el grupo exhibió sus obras en el Museo Nacional de Bellas Artes. En realidad era una práctica desde los últimos años de la década del cincuenta. En Venezuela la Nueva Figuración se hace presente en los años culminantes de la abstracción geométrica, y se da en las obras de un conjunto de artistas, que si por una parte se oponían al lenguaje cartesiano del abstraccionismo geométrico, y las vibraciones del cinetismo, por otra querían revalorizar la figura en un idioma diferente a la del realismo tradicional. No se trata ahora del viejo realismo de carácter mimético, ni del realismo social inspirado en el muralismo mexicano. Es una pintura impregnada del alma del expresionismo que quiere representar la angustia del ser humano en un mundo enajenado, la desilusión del hombre de la calle ante las falsas promesas de la democracia representativa. Puede afirmarse que la Nueva Figuración fue en nuestro país un verdadero manifiesto contra el ocio de la burocracia, el abuso del poder y la corrupción administrativa. Se mantiene vigorosa a lo largo de la década del sesenta con la producción de pintores como Jacobo Borges (Caracas, 1931), Luis Guevara Moreno (Valencia, 1926), Régulo Pérez (Caicara de Orinoco, 1929), Alirio Rodríguez (El Callao, 1934), y José Antonio Dávila (Nueva York, 1935), para sólo citarlos de obra más fecunda y de mayor impacto en la historia de nuestra pintura contemporánea. Ellos, al igual que los artistas informalistas, rechazan todo lenguaje constituido y desprecian el «buen gusto» y la ejecución «académica», pero no renuncian a la figura. De allí que ciertas veces hallamos algunos artistas que, después de una experiencia informalista, pasan sin mayores dificultades a la Nueva Figuración. Este es el caso, para citar un ejemplo típico, de Carlos Hernández Guerra y de Omar Granados. Ambos fueron de los más fervorosos militantes del informalismo, hasta que en 1968, quizás por razones de militancia política, empezaron a cultivar la Nueva Figuración en la que destaca un fuerte contenido político ideológico. Como para los expresionistas alemanes, para los artistas de la Nueva Figuración la obra no tiene por qué reproducir miméticamente el modelo. Éste suele deformarse en el grito del torturante mundo actual. El proceso creativo está dominado por profundos intereses psicológicos. De allí ese lenguaje lapidario, expresado mediante una coloración compacta y vigorosa, en una pincelada expresiva y dramática. El pintor no escoge sus colores de acuerdo a un criterio mimético. No se trata de un realismo que imita sino que se contrapone a la realidad. Así se explica la deformación de la figura que, tanto en el caso de Jacobo Borges como en el de Régulo Pérez, llega a ser arrogantemente agresiva, hasta tocar los límites de la poética de lo feo, de la ironía, del humor, del grotesco. El reconocimiento de esta tendencia por los sectores oficiales, en Venezuela, tuvo lugar en 1963, cuando el Premio Nacional de Pintura fue concedido - en el vigésimo cuarto Salón - a Jacobo Borges por su obra La Coronación de Napoleón. Cuatro años más tarde se distinguirá con el mismo galardón a Régulo Pérez, por una de sus obras más inolvidables Coto de Caza , y poco después, en 1969, será para Alirio Rodríguez por su tríptico titulado Hacia otra galaxia . Era la última edición del Salón Oficial de Arte Venezolano, después de una interrumpida historia que se había iniciado en 1940. Posteriormente la obra de Régulo Pérez adoptará un camino distinto sobre la base de nuevos temas, sin renunciar por ello a su acritud cuestionadora. Hay un momento en que la figura humana es reemplazada por animales extraídos de la fauna nacional. En un principio era una manera de referirse a personajes de la alta burocracia, pero a partir de los años ochenta, aproximadamente, se llenan de connotaciones ecológicas, tal como podemos constatar en La paz renace de las cenizas (1990) , obra que hoy se encuentra en el Museo de Arte Moderno de Mérida. Guevara Moreno era quizás el más veterano de todos. Había sido uno de los más furiosos militantes del. abstraccionismo geométrico, pero luego de un breve período de reflexión llegó a la convicción de que la pintura era un medio eficaz para poner de relieve la realidad nacional. A partir de ese momento empezó a pintar un conjunto de lienzos, de colores vivaces y de apariencia pastosa, alusivos a las costumbres del país.
De Borges, ese pintor de figuras insolentes y deformes, uno de los fundadores del Círculo del Pez Dorado, vinculado al grupo Tabla Redonda, y admirado profundamente por los escritores y artistas del Techo de la Ballena, habló incesantemente la crítica de los años sesenta. La analista argentina, Marta Traba, en un artículo aparecido en el diario El Nacional en la década del setenta, hará mención de sus «mujeres monstruosas y procaces», de sus hombres que parece bestias, personajes agazapados, impúdicos, y feroces (Mirar en Caracas , 1974, p.24) Juan Calzadilla, por otro lado, al explicar el sentido de la pintura del artista, dirá: «Sus obras reflejan la trágica comicidad de quienes, ante la necesidad de asumir el papel de jueces, prefieren seguir como reos, levantando de vez en cuando hacia el escenario un índice acusador en donde crece una pústula» (El ojo que pasa, 1979, p. 8). Para lograrlo ha bebido en la fuente del lenguaje de Goya, Daumier, y acaso del mexicano José Luis Cuevas. Por su parte, María Teresa Guerrero, ahondando en las fuentes figurativas de Borges, habla de cuadros coloreados por Ensor, De Kooning y Bacon, de monstruos y calaveras sacadas del Bosco y de Goya. También dentro de esta tendencia, pero abordando otros temas y sobre las bases de una diferente cultura figurativa, Alirio Rodríguez deja en esta misma época una obra de singular importancia en la historia de la pintura venezolana. El tema que aborda Rodríguez es el puesto del hombre en la realidad tecnológica del siglo XX. Para lograrlo, el pintor inventa un lenguaje que parece extraer del alfabeto de Bacon, pero a diferencia del artista inglés, que encierra a sus figuras en un mundo sin salida, los viajeros espaciales de Rodríguez, o acaso sus seres extraterrestres, son personajes capaces de dominarla ciencia. Sus cuadros son la puesta en escena de imágenes que violan la ley de la gravedad, dotadas de una fuerza extraordinaria que las ponen fuera del plano, y que logra mediante el uso de trazos curvilíneos de colores puros. Una de las búsquedas más originales dentro de la Nueva Figuración en Venezuela se halla en la pintura de José Antonio Dávila. Se inició como pintor en la atmósfera contestataria del realismo social. Sin embargo, Dávila -como él mismo lo confesara - llegó a Nueva Figuración por una vía estrictamente estética, al margen de cualquier contenido moral. Vela técnica y la masificación del hombre del siglo XX, no como un ingrediente alienante, sino más bien como un factor positivo. Vivió durante algún tiempo en Barquisimeto y llegó a ser miembro del Taller de Arte Realista (1958- 62), último intento de los realistas sociales de constituir un grupo compacto. En 1966 residió en la ciudad de Mérida donde fue Director del Centro Experimental de Arte de la Universidad de los Andes. Ya en esos años despuntaba un lenguaje figurativo que hacía de su obra un mundo aparte dentro de la Nueva Figuración. Influenciado quizás por algunos aspectos del Pop Art, construye sus conocidas Cabinas, en las cuales aparecen encerrados seres monstruosos, y cuyo tema fundamental es el trabajo. La técnica Dávila consiste en ignorar ex profeso la perspectiva, como si quisiera reducir la lógica artística a la forma más sencilla y sustancial de la representación. Por esta vía solía encontrar soluciones que hacen recordar inevitablemente algunas obras del norteamericano Jasper John, como Studio (Whitney Museum, Nueva York, 1964) o Untitled (Stedelijk Museum, Amsterdam, 1964). Son planos de factura lisa, resueltos generalmente en colores tímbricos, en los cuales casi siempre dominan los rojos y amarillos fuertes, y donde es evidente la referencia al Pop Art norteamericano. Paradigmáticos son en este sentido dos cuadros suyos (acrílico sobre tela) que se encuentran en el Museo de Arte Moderno de Mérida. Y no es posible referirnos a la Nueva Figuración sin mencionar a Carlos Hernández Guerra, quien, como hemos dicho, había s ido uno de los artífices del informalismo venezolano. Pero, quizás por razones ideológicas, hacia 1968 empezó a pintar escenas dramáticas referentes al escenario político de la época. De esta manera, la guerra del Vietnam fue para él un tema inevitable. De ella dejó uno de los testimonios más torturantes que recordemos de aquella época en un lienzo titulado La masacre de My Lai (Museo de Bellas Artes, 1972). Esta obra quiere ser un testimonio de la extensión de la guerra a la inocente población civil. Se refiere, de manera concreta, a la desastrosa matanza del ejército norteamericano en una humilde aldea llamada My Lay, en marzo de 1968.
La reivindicación del Arte Popular
La pintura de los artistas autodidactas, llamada ingenua, naif; espontánea o popular, empezó a adquirir importancia en Venezuela desde los tiempos del Taller Libre de Arte (1948 - 1952). Feliciano Carvallo (Naiguatá, 1920), uno de los pintores populares más originales, no sólo formó parte de él, sino que llegó a realizar una exposición en las salas del citado Taller en 1949. Un año después lo haría, en la misma sala, el policía- pintor Federico Sandoval. Luego, en los años cincuenta, la obra de otro artista espontáneo, Bárbaro Rivas (Petare,1893- 1967), se convierte en un verdadero centro de atención para el público y los eventos artísticos. Ese año Rivas fue distinguido con el Premio Arístides Rojas en el XVII Salón Oficial de Arte Venezolano y Francisco Da Antonio publicaba una monografía titulada Bárbaro Rivas, Apunte para un Retrato. Pero la más plena consagración de la pintura ingenua ocurrió en Venezuela en la década de los sesenta. Es en estos años cuando logra en la crítica el mismo status de la llamada pintura culta. De ahora en adelante los historiadores del arte más conocidos se dan a la tarea de indagar el sentido y la significación estética de nuestros artistas ingenuos. Críticos e investigadores como Juan Calzadilla, Francisco Da Antonio, Perán Erminy y Carlos Contramaestre, se encargarán de la divulgación y del análisis de la obra de Feliciano Carvallo, Bárbaro Rivas, Salvador Valero, Isabel Ribas (Mérida, 1915-1967), Federico Sandoval, Víctor Millán (Punta Araya, 1919), Esteban Mendoza (Guarayaca, Estado Vargas, 1921) y Carmen Millán. La obra de todos ellos llega incluso a los predios universitarios como tema de investigación en el campo de la Estética y de la Historia del Arte. Es obvio que la importancia adquirida por la producción de estos artistas ante el ojo de los críticos de arte, influyó notablemente en el gusto de los coleccionistas venezolanos, en el mercado artístico y en los sectores de la cultura oficial, hasta el punto de que 1966 el Premio Nacional de Pintura recayó en el pintor Feliciano Carvallo, por su obra Verano Templado. Aquel fue un acontecimiento memorable en la historia del Salón Oficial de Arte Venezolano. Según reporta Sergio Antillano en su conocido trabajo Los Salones de Arte en Venezuela (1976), «el jurado deliberó varias horas en forma acalorada antes de anunciar el veredicto, que fue acogido con particular simpatía por el público que durante los siguientes días visitó el Museo de Bellas Artes». De esta manera, el arte ingenuo, que primero - por razones obvias - sólo encontró admiradores dentro de las clases populares, no sólo logró imponerse ahora dentro de los sectores oficiales, sino también en los predios académicos, incluso más allá de las fronteras venezolanas. Baste recordar, a este respecto, que, en 1962, algunos cuadros de Feliciano Carvallo, así como de Bárbaro Rivas y Víctor Millán, formaron parte de la muestra titulada Naives Painters of Latin America, organizada por la Buke University of Durham en los Estados Unidos. Del mismo modo, en 1965 Thomas M. Messer seleccionó varias obras de Bárbaro Rivas que fueron exhibidas en la exposición titulada Evaluación de la Pintura Latinoamericana. Años 60, abierta al público en el Ateneo de Caracas, y proyectada en una exhibición en el Museo Guggenheim de Nueva York. Los cuadros de Carvallo, ha dicho con acierto Francisco Da Antonio, «recogen dentro de equilibradas tonalidades un tanto oscuras pero brillantes y lúcidas el esplendor enmarañado de las selvas, la codiciada presa del cazador caribe, las deliciosas frutas de los bosques y aun la calcinada huella de los fuegos nocturnos que dispersan sus lumbres amarillas sobre los guacamayos y las fieras azules» (El Arte en Venezuela, p. 161). Son verdaderamente un mundo selvático que hace recordar un poco el universo artístico del Aduanero Rousseau. Los de Bárbaro Rivas, en cambio, vienen a ser una especie de citas, encantadoras de pasajes bíblicos, evocaciones del Libertador, crónica de nuestras festividades religiosas, plasmadas de tal maneta en el lienzo que, al decir de Alfredo Boulton, hacen recordar el repertorio de Chagall y el drama popular de Beckett. Rivas era, más que un pintor religioso, un místico en estado primitivo, como dijera alguna vez Juan Calzadilla. Isabel Ribas, por su parte, se nos revela como una pintora compenetrada con las visiones de su infancia, personajes de anime, pesebres navideños, matrimonios de viejitos cotudos, como en una ocasión observara Carlos Contramaestre. («Isabel Ribas - Salvador Valero-A.J. Fernández», en Revista Actual, N° 3-4, Mérida septiembre 1968- abril 1969).
Desde mediados de la década del sesenta la crítica empezó a interesarse por uno de los pintores autodidactos de obra más original en toda la pintura venezolana. Se trata de Emerio Darío Lunar (Cabimas, 1940 - Cabimas, 1994), cuyos lienzos sorprenden por la asombrosa cultura de imagen del artista y la complejidad de su proceso creativo. Con los cuadros de Lunar nos situamos ante una dimensión poco usual dentro de la pintura espontánea. Su obra más valiosa, aquélla que desarrolla aproximadamente a partir de 1969, sorprende por ese remedo afortunado de los clásicos renacentistas, por la creación de atmósferas que ponen sus imágenes casi en el ámbito de la pintura metafísica, por esa carga onírica que conduce muchas de sus obras a los límites de lo sobre real, o más correctamente, a las dimensiones del realismo fantástico. Ese año se presentó al décimo segundo Salón D' Empaire de pintura, donde le fue otorgado el premio de la Universidad del Zulia. A partir de ese momento empieza a pintar un conjunto de retratos en los cuales el escenario arquitectónico adquiere un papel de particular importancia. Vale la pena hacer referencia al retrato de Juan Calzadilla que pintara Lunar en 1970, pues sintetiza todo el repertorio iconográfico y temático del pintor. Allí aparece el rostro del crítico concebido como el fragmento de una escultura clásica, en un ambiente donde el tiempo parece congelado. Por otra parte, una sábana fúnebre cubre parcialmente el rostro del mencionado personaje y casi totalmente el cuerpo de una mujer, de la cual solamente son visibles sus desnudos y exuberantes muslos, que parecen traspasar el escenario metafísico del cuadro. Podemos decir que, en general, muy propios de los cuadros de Lunar son los ambientes lúgubres, los féretros y las figuras escultóricas que recuerdan la antigua estatuaria griega. Así mismo, los edificios solitarios y clásicos, constituyen una constante en el universo pictórico de este talentoso artista popular.
El auge del cinetismo
El cinetismo fue, a principios de la década del sesenta, una tendencia mal vista del lado de los intelectuales de izquierda. Se le identificó (de la manera más arbitraria) con el status, con el colonialismo cultural, con la mitificación de la tecnología en detrimento del pensamiento, con un hacer artístico al servicio de las ideologías más reaccionarias. Era obviamente una visión interesada de la realidad artística. Se reeditaba, de esta manera, una vieja polémica en torno al arte y la literatura. Se enfrentaban de nuevo los militantes del «arte comprometido» y aquellos que miran las obras de arte como pura dimensión artística. Cuando Carlos Cruz Diez mostró sus Fisicromías por primera vez en el Museo de Bellas Artes, en 1960, a la inauguración de la muestra apenas asistieron sus amigos más íntimos, y de las obras expuestas casi nada se dijo la crítica. Años más tarde dirá Marta Traba que las obras de Cruz Diez eran la expresión de un abierto colonialismo cultural, de un arte aúlico «al servicio de la clase dominante». Pero esta actitud tan refractaria al movimiento cinético no solamente reinaba en la periferia del capitalismo. Era una postura importada de algunos países industrializados. Vale la pena recordar que la obra del mismo Cruz Diez fue subestimada en París por los jóvenes del "Mayo Francés". En efecto, en diciembre de 1969, el historiador y crítico Frank Popper organizó una exposición en el Boulevard Saint Michael. Fue un evento en el cual participó lo más granado del cinetismo. Schoeffer, por ejemplo, exhibió una escultura monumental que fue colocada junto al Museo de Arte Moderno, mientras que Cruz Diez colocó una Cromosaturación a la salida del metro, junto a la Plaza Odeón. La asistencia fue masiva, concurrieron obreros, niños y viejos, pero los estudiantes, saturados de marxismo barato, dijeron que la obra del maestro venezolano era «una insidiosa trampa de la sociedad de consumo». Sin embargo, al cinetismo ha dado a Venezuela su perfil artístico más conocido fuera del país. Precisamente a tres artistas venezolanos debe la corriente cinética tres maneras diferentes de plantear el movimiento en el arte. Ellos son: Jesús Rafael Soto, Carlos Cruz Diez y Alejandro Otero Rodríguez, ya mencionados en páginas precedentes. Así se explica, en buena parte, el éxito rotundo logrado por el movimiento cinético a partir de la década de sesenta, no solamente en Venezuela sino en toda la América Latina, a pesar de la condena de que fuera objeto de parte los sectores de la izquierda cultural. Y es que el movimiento cinético venezolano ha sido uno de los más sólidos y fecundos de todo el continente. Ha contado no solamente con estos tres gigantes de nuestro hacer artístico, sino también con otros de obra ingeniosa y original, como Rubén Núñez (Valencia, 1930), Narciso Debourg (Caracas, 1925), Francisco Salazar (Quiriquiri, Estado Monagas, 1937), Omar Carreño (Porlamar, 1927), Marcel Floris (Hyeres, Francia, 1914), Gego (Hamburgo, Alemania, 1912- 1993), Rafael Martínez (San Fernando de Apure, 1940), Gabriel Marcos (Caracas, 1938), Nedo (Milán, 1926), Alfredo Maraver (Maturín, 1929), Juvenal Ravelo (Caripito, Monagas,1931) y Raúl Sánchez (Caracas, 1944). El arte cinético ha calado pues en los sectores oficiales, como tantas veces se ha dicho, pero también el gusto de las clases populares. Jesús Soto llegó a París en 1950. Inicia sus experimentos artísticos a partir de las composiciones estáticas de Mondrian. Busca la vibración a través de la repetición serial de los elementos. Luego superpone láminas transparentes de plexiglás diseñadas con espírales, que producían movimiento con el desplazamiento del espectador. Continuará sus investigaciones en una dimensión entre la escultura y la pintura. Utiliza el color e introduce cuadrados hasta llegar a sus conocidos penetrables, los cuales vienen a ser una especie de ambientaciones que reclaman la intervención del espectador. El Penetrable es exactamente una estructura vivencial, es un espacio psicológico, táctil y móvil. Es además una experiencia lúdica en la cual gozamos de la más absoluta libertad. Penetramos en él, lo manipulamos, lo tocamos, lo sentimos y lo miramos, para vivir una experiencia poco usual, más allá de la vida cotidiana. Nos saca del comportamiento cotidiano y nos coloca en una atmósfera de pleno movimiento, en un espacio que se transforma incesantemente ante nuestros ojos. Alejandro Otero, por su parte, logra el movimiento de la obra a partir de 1955 en sus Coloritmos. Una muestra de los alcances de sus indagaciones la vemos ya en la Bienal de Venecia, en 1956, y en la de Sao Paulo el año siguiente. Acude a la tecnología con el propósito de hacer de las artes visuales un mundo poético. Surgen así sus soberbias torres de acero, con aspas y elementos móviles. Entre 1971 y 1972 trabaja en Cambridge (Estado Unidos) en el Instituto Tecnológico de Massachusset. Allí ensaya sus estructuras náuticas y aéreas con nombres como Fuego Lunar, Colmena Lunar; Senderos de tempestad, etc. Su obra es una constante explotación en la ciencia, en la técnica y en la estética. Encuentra en la escultura posibilidades infinitas. En ella puede fácilmente desdoblar la realidad, en inmensas estructuras que se transforman, que pasan del hecho real a la metáfora. En 1982, en la Bienal de Venecia correspondiente a ese año, fueron expuestas sus estructuras Abra Solar y Aguja Solar. Carlos Cruz Diez fue el último de los tres grandes del cinetismo venezolano en llegar a París. Lo hace en 1955 en el mismo año en que la Galería Denis René organizaba la exposición Le Mouvement, donde participaban, entre otros, Agam, Breet, Bury, Tinguely y Jesús Soto. Cruz Diez asistió a la exposición ya partir de entonces se dedicó, con furor, a buscar una función estética de los fenómenos físicos. En 1959 cayó en sus manos un artículo de Edwin Land (publicado en la revista American Scientific) sobre el color y los efectos de la polarización. Este ensayo fue para Cruz Diez una revelación. Allí sostenía Land que, la simple adición o sustracción del rojo y del verde, eran capaces de producir la totalidad del espectro cromático. Es necesario subrayar que el trabajo de Land estaba dirigido a los fotógrafos, sin embargo, fue el punto de partida de los logros posteriores de Cruz Diez. Por ese camino llegó a su primera fisicromía en 1959. En 1961 creó sus Cromo interferencias y en 1965 dos nuevos conceptos del cinetismo: las Transcromí as y las Cromosaturaciones. Hacia finales de los sesenta Cruz Diez es un artista de prestigio internacional. Había obtenido el Gran premio Internacional de Pintura de la novena Bienal de Sao Paulo (Brasil, 1967). Ahora comienza la realización de su obra cívica. Es la hora de consolidación de su repertorio artístico. Su obra se consolida, técnica, artística y éticamente. Cree que la indagación estética es una actividad autónoma, pero autónoma para él no significa «aislamiento», contrariamente, considera una obligación moral poner la obra al servicio de la humanidad. Este es el sentido, entre otras cosas, de obras como sus Silos del Puerto de la Guaita, una inducción cromática de 1975, o la gigantesca Cromoestructura radial homenaje al sol (1987) de Barquisimeto.
El nuevo status de la escultura
La escultura, que prácticamente hasta mediados de los años cincuenta había tenido un papel subordinado en el conjunto de nuestras artes visuales, halló a comienzos de los sesenta un escenario privilegiado. En efecto, en 1962, por iniciativa de la Galería G, fue creado en Caracas un salón para la joven escultura. Allí empezaron a ser conocidos dos talentosos escultores que venían del campo de la arquitectura: Max Pedemonte (La Habana, Cuba, 1936) y Harry Abend (Yaroslau, Polonia, 1937). El primero obtuvo el Premio Nacional de Escultura en 1962, y el segundo en el año siguiente. Ambos llegan a la actividad escultórica en los talleres de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela, donde enseñaban Miguel Arroyo, Gego (Gertrudis Goldschmidt) y Carlos González Bogen. No menos estimulante fue, dos años después, la presencia en Venezuela del escultor Kennett Armitage, invitado por la Fundación Newnann para realizar talleres con escultores venezolanos en Caracas. Y de gran importancia debió ser, en este mismo sentido, la Cuarta Bienal Armando Reverón (1967). Dicho evento fue dedicado especialmente a la escultura donde fueron expuestas obras de Harry Abend, Pedro Barreto y Carlos Prada. No de menor significación fue la creación de la Bienal Francisco Narváez en 1982. En fin, siempre con el propósito de estimular el hacer escultórico, las normas del Salón Michelena reservaron a la escultura el Premio «Andrés Pérez Mujica» entre 1981 y 1993. En fin, el Premio Michelena, que de manera consuetudinaria había sido otorgado a la pintura, recayó en 1982 en un ensamblaje tridimensional del escultor larense Boris Ramírez (1948) y en 1993 en una pieza en hierro de Carlos Medina (1953), también larense. Casi al mismo tiempo en que eran galardonados Abend y Pedomente con el Premio Nacional de Escultura, otros jóvenes escultores empezaron a llamarla atención de la crítica. Entre ellos es de rigor mencionar a Pedro Briceño (Barcelona, 1931), quien en 1964 se incorporó a los talleres de Armitage; Pedro Barreto (Santa Catalina, Delta Macuro, 1935), Edgard Guinand (Caracas, 1943), Carlos Prada (Cumaná, 1944), y Miguel von Dángel (Bayreuth, Alemania, 1946). Así mismo, la crítica periodística se refiere asiduamente a otros que ya habían afirmado su personalidad artística desde la década anterior como Víctor Valera y Carlos González Bogen. Se habla, paralelamente, de Alejandro Otero, un pintor ya con éxito, que ahora entraba también en el circuito del hacer escultórico y hallamos referencias sobre Elsa Gramko (puerto Cabello, 1925), que venía también, como Otero, de la experiencia de la pintura. Hacia aproximadamente 1967 Elsa Gramcko empieza a incursionar en la tercera dimensión y en 1968 obtuvo el Premio Nacional de Escultura con una obra denominada Abraxas. Las primeras esculturas de Abend fueron concebidas bajo la influencia del constructivismo. Pero hacia 1965 es seducido por el informalismo, razón por la cual ese año acentúa su interés por las posibilidades de la materia. A comienzos de los sesenta ejecutó una serie de relieves en bronce. A fines de la década del setenta su actividad experimenta un receso que hubo de concluir a comienzos de los ochenta, cuando retorna al oficio con nuevas propuestas. Ahora adopta un estilo que se expresa en ensamblajes modulares que recuerdan un poco ciertas soluciones de la norteamericana Louise Nivelson, tal como podemos constatar en sus Puertas y Ventanas de 1980. Años más tarde volverá a las expresiones espontáneas de fines de los años cincuenta a través de formas ovoidales y curvilíneas. Como a muchos artistas de su generación, la fiebre del informalismo tocó también la producción de Pedro Briceño, pero solo por momentos muy breves. En 1964 Briceño entra en una nueva etapa con las series Los Enemigos del Alma y Los Centinelas. En esta última incursionaba en una «imaginería» donde la figura humana aparece sugerida en estado de extrema tensión, y expresada en hierro soldado (Bélgica Rodriguez, Breve Historia de la Escultura en Venezuela, p.31). Obviamente, el artista había dejado atrás su fase informalista en favor ahora de la figuración. Des de este momento quiere conciliar lo expresivo y lo constructivo. «Después de haber pasado por el informalismo - confesaba el escultor a Bélgica Rodríguez en una conversación de 1978 - he llegado a una especie de síntesis entre lo constructivo y lo expresivo, y es ésta la verdadera expresión de mi escultura. No creo que sea yo un espíritu constructivista, frío, calculador, ni tampoco un espíritu desordenado, por eso creo que en estas últimas obras he llegado al punto en que me siento más auténtico como escultor». También a inicios de los sesenta empieza a sonar en los diarios el nombre de Pedro Barreto. Eduardo Robles Piquer (RAS), en una crónica publicada en La Esfera el 3 de abril de 1962, con motivo del Décimo Tercer Salón Oficial, advertía que los «hierros» de Pedro Briceño y los «Tótems» de Barreto se disputaban el Premio Nacional de Escultura, que en esa ocasión obtuvo Max Pedemonte. Para ese entonces la escultura totémica acaparaba la atención de América y Europa, y Barreto se hallaba precisamente en la etapa de los Tótems. Eran esculturas trabajadas generalmente en madera quemada y a veces en piedra, logradas en una flagranza que remitían inevitablemente a las esculturas de Agustín Cárdenas. Sin embargo, sería insensato explicar estas formas de Barreto - como inteligentemente observa Carlos Silva - sólo por su vinculación con el citado escultor cubano (Pedro Barreto escultor de Oriente a Oriente, p.11). No olvidemos que en 1964 Barreto se marchó a Europa donde recibió las más diversas influencias. En 1969 viajó a Japón. Seguirá trabajando la madera, pero algunas veces prescinde del color, aprovechando las vetas y la coloración original de la madera. Trabaja en la Universidad de Tokio y participa en varias exposiciones colectivas. En 1967 obtiene el Premio Nacional de Escultura con una pieza en bronce titulada Construcción Nº1. En la década de los setenta volverá a la madera. Realiza obras con hendiduras, coloreadas en azul, rojo y amarillo. Más tarde veremos como la madera se hará curva en sí misma para luego abrirse, hasta que la estructura se convierte en bellas hendiduras longitudinales. Desde entonces a esta parte su búsqueda formal se hace cada vez más rica en la ejecución de estructuras con alusiones a la naturaleza, pero ordenadas sobre la base de una geometría muy estricta. Valdría la pena citar, como ejemplos, dos piezas en madera policromada, inscritas en el arco de tiempo que se extiende entre 1987 y 1993, ambas fueron distinguidas con el Premio «Andrés Pérez Mujica» en el Salón Michelena de Valencia: Flor de cardón (1987) y Árbol Rojo (1993). Aunque la madera es su material preferido, ha utilizado muchas veces la piedra y el acero inoxidable con intenciones abiertamente figurativas. Así podemos constatarlo en obras como en Piedra de moler (1976-77, Col. Privada), Piedra margariteña (1976, Col. del artista) en el primer caso; y Sol, en el Parque los Viñedos de Valencia, en el segundo caso. La obra de Edgar Guinand resulta difícil de clasificar en una tendencia determinada. A comienzos de los años sesenta, cuando todavía estudiaba en la Escuela de Artes Plásticas «Cristóbal Rojas» de Caracas, sintió cierta atracción por las formas totémicas del arte prehispánico. De allí un conjunto de piezas que, como ha dicho Francisco Da Antonio, «recrean las primitivas fuerzas de las Venus tacarigüenses», En 1964 obtuvo el primer premio en el Salón D' Ampaire de Maracaibo, y en 1965 el Premio Nacional de Escultura, por su conjunto La Máquina de hacer Monedas y Las Manos del Siglo XX. En 1966 realizó una exposición en el Ateneo de Caracas. Las obras allí exhibidas seguían la misma temática del Premio Nacional, pero ahora había cambiado de materia: labora en aluminio, lo que hace de sus piezas más brillantes y lisas. En la década del setenta empieza a ejecutar sus Virtuales Ambiguos, con los cuales Guinand llegaba a los límites del cinetismo, mediante láminas de aluminio, dispuestas verticalmente, y coloreadas alternadamente en negro y gris, que hacen recordarla poética del pintor norteamericano Frank Stella, especialmente en obras como Quathlamba, de 1964. En 1978 representó al país en la Bienal de Venecia. Prada obtuvo el Premio Nacional de Escultura en 1966 cuando apenas tenía veintidós años. Un año antes había realizado una exposición individual en el Museo de Bellas artes. En 1967 fue distinguido con el Premio Internacional de Escultura (Renault Prix D'Achat ) en Madurodan (Holanda). Ya a estas alturas había elaborado un repertorio , personal, cuyas fuentes se hallan seguramente en la escultura de Kenneth Armitage, a cuyos talleres había asistido en 1964. Su tema es la disyuntiva de la existencia del hombre frente a la existencia. Es, si se quiere, el mito de Sísifo en la sociedad actual. De allí esas figuras en perpetua lucha, concebidas siempre en posturas violentas. Son seres que se resbalan, pero que hacen lo imposible por erguirse. En 1972, en una nota de prensa, Marta Traba ponderaba la obra del joven Prada en los términos siguientes: «Inventa con libertad y desprejuicio, modela las formas que vaciaría en bronce con una sensibilidad que le viene directamente de Armitage y compone de una manera ardua y complicada, buscando sin embargo una unidad donde se asimilan formalmente, a la perfección, los dos términos de su discurso: hombre y engranaje» (Mirar en Caracas, p.38). Miguel von Dangel, de origen alemán, llegó a Venezuela en 1948, cuando apenas tenía dos años. En 1963 se inscribió en los cursos libres de la Escuela de Artes Plásticas «Cristóbal Rojas» donde estudió grabado con Luis Guevara Moreno, pero quizás incómodo ante las normas del ritual académico, pronto abandonó los cursos y se dedicó a trabajar por "su cuenta. Hasta 1965 era todavía un artista inédito, aunque había participado ya en Salones Oficiales. Ese año expuso como pintor en la Sociedad Maraury. Sus pinturas de entonces aluden el mundo sórdido de la prostitución y la miseria de los niños de la calle. Da Antonio, en la nota del catálogo (mayo, 1965), habla de la reciedumbre y del alma expresionista del joven artista. La obra de von Dangel, de profundo contenido cristiano, y caracterizada por el uso de materiales deleznables, fue alguna vez calificada de «extemporánea», «pobre» y «reaccionaria». Privaba así, obvia mente, la carga ideológica en detrimento del verdadero juicio histórico. Muchos no entendieron, en aquellos conflictivos años sesenta, signados por los excesos de la «guerra fría», la profunda significación histórica de una de una obra que en realidad rebasaba los límites de la escultura. Hoy, cuando nos asomamos al siglo veintiuno, no hay dudas sobre la dimensión estética de la producción artística de von Dangel. En 1982, la estudiosa argentina Elsa Flores, dejaba en el diario El Universal (Caracas, 8 de febrero 1982), una de las versiones más inteligentes que se hayan escrito en relación con la obra y la personalidad del artista. Reparaba sobre su origen polaco y su oficio de taxidermista, que según ella lo había sumergido en la dialéctica de la vida y la muerte, de lo natural y lo artificial, en la contradicción entre el verdugo y la víctima, lo puro y lo impuro, presentes en sus objetos 'barrocos', brutales, 'feos', efímeros, «hechos unas veces con las materias deleznables con que los taxidermistas rellenan las pieles, y con cuerdas, con plumas, con deshechos urbanos, y otras veces con cuerpos enteros o fragmentados de animales». Y no podemos dejar de hacer referencia a dos escultores abiertamente figurativos, que si cronológicamente son de generaciones anteriores a la de Prada, Guinand o Von Dangel, su obra obtuvo una gran resonancia en los años setenta. Ellos son Cornelis Zitman (Zuid, Holanda, 1926) y Manuel de la Fuente (Cádiz, España, 1932). Zitman, es cierto, obtuvo el Premio Nacional de Escultura en 1951, sin embargo, no vino a ocupar en la crítica un puesto a la altura de la significación histórico artística de su obra, sino hasta comienzos de la década del setenta, y sobre todo en la del ochenta con la publicación de un libro titulado Cornelis Zitman, con textos de Marta Traba y DINA Vierni. En un principio Zitman realizó experimentos interesantes con materiales industriales, pero su espíritu expresionista -como bien ha observado Pedro Briceño- lo llevó inevitablemente a la figuración. Surgieron de esta manera sus exóticos cuerpos femeninos, tomados de la tipología criolla y con una flagrante carga erótica. Son mujeres morenas, desnudas, de extremidades largas y flacas, de rostros achatados y pronunciado abdomen, que algunas veces reposan en hamacas o se hallan sentadas en columpios. Estas características hacen de las esculturas de Zitman una presencia atemporal, que las colocan en una dimensión donde se confunden lo sagrado y lo profano. La obra de Manuel de la Fuente, escultor de sólido oficio, empezó a ser conocida fuera de Mérida - donde reside desde 1958 - a partir de los años setenta. Se había dedicado a la escultura conmemorativa, peto aproximadamente desde 1967 empezó a plantearse el tema del hombre en la sociedad de consumo. Desde entonces empieza a construir un nuevo lenguaje que se vislumbra en obras como Los Amantes (bronce sobre madera, 1968) que se halla en el Museo de Arte Moderno de Mérida. A comienzos de la década del setenta nacieron así sus «multitudes», o grupos de seres humanos sin identidad, amorfos, acaso alguna alusión al «hombre masa» de José Ortega y Gasset. Las multitudes de Manuel de la Fuente quieren simbolizar las dificultades cotidianas del hombre de la calle en nuestra sociedad de consumo. Seguirá profundizando esta temática a lo largo de los años ochenta, como puede comprobarse en dos obras que se encuentran en el Museo de Bellas Artes de Caracas, en condición de comodato: Principio y fin y Lo Criba. De singular significación para la escultura venezolana, desde los años sesenta hasta nuestros días, ha sido la muy rica contribución de los artistas cinéticos. Entre ellos debemos nombrar a Omar Carreño, Soto, Cruz Diez, Otero y Gego (Gertrudis Goldschmidt, Hamburgo, Alemania, 1912 - 1992). De Omar Carreño es, entre otras obras del mismo tenor, una titulada Imágenes transformables (1968, Mérida, Museo de Arte Moderno), que consiste en un cubo negro, iluminado interiormente con luz de neón. En su parte interior, la obra cambia de colores mediante la manipulación del espectador a través de dos aspas de plexiglas. Gego se dedicó a la enseñanza del diseño en la Facultad de Arquitectura de la UCV desde 1958. Aprovechó sus clases para orientar hacia la escultura a jóvenes estudiantes como Harry Abend. Es ampliamente conocida, al menos desde 1969, por sus ingeniosas Reticulareas, o formas abiertas, generalmente de alambre, donde el leit motiv de la estructura es la repetición ad infinitum de una forma geométrica. Son esculturas donde todo se encuentra perfectamente calculado para dar al espectador efectos de sorpresa. De 1972 es la estructura aérea, titulada Cuerdas, que se halla en el Museo de arte Contemporáneo de Caracas. Hoy todos podemos contemplar, también, su famosa Reticulárea en la Galería de arte Nacional de Caracas. Gego fue distinguida con el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1979.
El caso de la arquitectura
Los años sesenta representan en el terreno de la arquitectura una continuidad de la década anterior. Sobre todo a partir de 1965 hay una gran actividad constructiva a cargo de J. M. Galia, Jesús Tenreiro, Fruto Vivas, Federico Vegas y James Alcock. Entre las obras más sobresalientes de este período no podemos dejar de mencionar: el edificio del Concejo Municipal de Barquisimeto (1965) y el proyecto y construcción de EDELCA (1967- 1970) en Ciudad Guayana (Estado Bolívar). Casi al mismo tiempo Tomás J. Sanabria diseñaba y construía la sede del Banco Central (1960- 1967) en Caracas. Por su parte, James Alcock realizaba uno de los proyectos más exitosos de la época, el edificio Atolar (1965) en las Colinas de Bello Monte, unidades duplex para viviendas. También en esta década construye los Centros Comerciales en Santa Mónica (1966) y en las Mercedes (1967).