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Arte Ingenuo, Arte Popular

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Arte Ingenuo, Arte Popular
Un ejemplo temprano para la región andina fue la identificación, en 1955, de Salvador Valero, artista de complejo universo, que reunía en sí mismo facultades de pintor, cronista y fotógrafo. La obra de Valero se nutre por igual de creencias religiosas y de una tradición oral que se remonta al pasado indígena. Fue también un artista de sensibilidad popular que frecuentemente empleó su vigoroso arte, a veces con un gran sentido del humor, para protestar contra las injusticias sociales. Valero se formó, además, bajo el signo del estudio y de la inquietud intelectual, lo cual constituye una singularidad que encontramos en pocos artistas de su estilo.
Valero fue el maestro de Antonio José Fernández, conocido también como “El "El Hombre del Anillo”Anillo", y cuya obra, de fuerte raíz campesina, como la de Valero mismo, plasma con algo de intención narrativa ya través de imágenes pintadas y talladas en madera o modeladas en cemento, anécdotas o circunstancias de la vida cotidiana, los paritorios o alumbramientos, el casamiento, el duelo, las visitas medicas, las curaciones mágicas, etc.
También del Estado Trujillo, y sin conexión con Valero y Fernández, son Josefa Sulbarán y Rafaela Baroni. La primera es una pintora campesina que ha circunscrito su trabajo a rememorar; con trazos candorosos y parsimonioso oficio, el paisaje de Los Cerritos, aldea cercana a Valera, donde ha pasado toda su vida. El carácter religioso de la imaginería de Rafaela Baroni, quien trabaja en Boconó, está asociado al ritual mágico y al espíritu festivo que acompaña a las creencias religiosas populares, en las que ella encuentra inspiración.
Aunque evocar vivencias, contar anécdotas y dar forma visual inteligible a creencias religiosas o mágicas son las motivaciones principales del artista ingenuo, sin embargo, se encuentran entre ellos diferencias estilísticas o técnicas tan marcadas como las que encontramos en los pintores de escuela, al punto de que las diferencias de sus obras se hallan no tanto en los temas mismos como en la forma en que los resuelven. En este sentido pueden distinguirse dos tipos de creadores ingenuos: uno es el que ataca directamente la composición, de manera espontánea y poniendo en juego rasgos expresionistas, de forma que el tema o anécdota de su obra se mezcla con la ejecución. Estos son los casos de Bárbaro Rivas, Antonio José Fernández, María Isabel Ribas y Esteban Mendoza, cuyas imágenes están imbuidas de un dramatismo que se resuelve en el momento de pintar el cuadro, conforme a una necesidad expresiva inmediata. El otro tipo de creador está muy reclamado por la información y el mensaje, y a menudo suele darle al tema de sus obras una solución simbólica o, por decirlo así, expositiva, tal como se aprecia en los cuadros de Pedro Manuel Oporto y León Egipto, en quienes la anécdota se halla sirviendo a un fin ilustrativo o didáctico. En la evocación de vivencias se inscribe un gran número de artistas ingenuos que, teniendo o no a la vista un propósito narrativo, se limitan, como Carmen Millán o Urbana Sandoval, a guiarse por el orden espontáneamente expresivo con que, valiéndose de los colores, transmiten a lo que pintan su sentimiento de la experiencia inmediata, en el momento mismo de pintar. Son estos artistas cuyas obras resultan de una necesidad expresiva que se satisface en la libertad para emplear los colores sin ninguna sujeción temática, los que se encuentran formando mayoría en Venezuela. Los que diseñan, como Oporto o Gallardo, son más raros.
El artista ingenuo se caracteriza no porque plasma las cosas en el momento de verlas, sino porque imagina la forma que les proporciona su memoria o su conocimiento previo de ellas. Así, la obra de Bárbaro Rivas (ilus. n° 67) no se explica sin el universo religioso en que transcurrió la infancia y juventud de este pintor en el Petare de las primeras décadas del siglo XX. Gran parte de su pintura está inspirada en episodios de la vida de Cristo, que Rivas adaptó al escenario arquitectónico de Petare, tomando los rasgos anatómicos de sus vecinos —y los suyos propios— para elaborar los personajes bíblicos. Sus descripciones no resultan tan convincentes por la anécdota o el tema como por el dramatismo que, empleando el esmalte industrial, supo imprimirle Rivas a una factura caracterizada por un dibujo zahiriente y mordaz y por un colorido tan libre como salvaje. Toda su obra puede entenderse, en el fondo, como una crónica autobiográfica del Petare marginal.
En los artistas ingenuos el color y la forma suelen tener valor simbólico y por eso, cuando describen o narran en sus cuadros, lo que suelen hacer ellos es invocar un hecho mediante el símbolo que asignan a las cosas que representan. De este modo, Narciso Arciniegas describe humorísticamente en Alegría, sangre y muerte (título de uno de los cuadros que lo representan en el Museo de Arte Moderno de Mérida, ilus. nº 68) el momento en que la tribuna del público de una corrida de toros se viene al suelo. El desbalance de las figuras cayendo permite a Arciniegas jugar con los colores de los trajes, como si se tratara de un arcoiris, ordenándolos para crear una animada composición cuya viva y alegre factura contrasta con el funesto episodio del cuadro.
También Rafael Vargas, un campesino falconiano establecido en el barrio El Lucero de Cabimas, usó el color simbólicamente para retrotraernos, en un estilo candoroso, como sólo podría hacerlo un niño, a los ambientes idílicos en que transcurrió su infancia (ilus. n° 65). El esmalte industrial con que pinta está empleado de manera plana, sin valerse de él para establecer la distancia que debe haber entre los primeros términos y los planos alejados y descuidando a propósito las proporciones de las figuras respecto a la perspectiva lógica.
Por su parte Víctor Millán (ilus. n° 70) da al famoso tema bíblico una solución muy común en la pintura de los imagineros coloniales, al integrar decorativamente el marco a la obra. Los colores yuxtapuestos son planos y las figuras de los apóstoles parecen reducirse a un solo tipo general repetido a ambos lados de un eje vertical alrededor del cual las formas simbólicas se disponen simétricamente.
En la obra La casa de mi abuelo, José Gallardo trastoca la perspectiva lógica para mostrar, desde distintos ángulos, los espacios, patios y corredores de la casa de su infancia en Málaga (ilus. n° 69). La precisión de los detalles vistos a distancia corresponde a una visión primitivista que concede significación a las cosas más por lo que con ellas se evoca que por lo que son. El procedimiento seguido por Gallardo corresponde, por eso, al de la pintura ingenua.
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