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TIERRA ES LA NOCHE: Oda a la Generación Irreverente.
Fuimos los más incomprendidos por la fortuna de ser jóvenes, agraciados y artistas en un país sometido por políticos venales, poetas aduladores y ricos ignorantes.
De nacer en hogares acomodados con madres consentidoras y padres ejemplares, con apellidos de avenidas, compañías, hospitales, institutos, museos y bibliotecas, nosotros fuimos los primeros unos niños bien venezolanos que no nos dedicamos a hacer dinero sino arte.
Tal vez por eso admiramos a Alfredo Boulton, a sus gestos generosos con los artistas, a sus testimoniales fotos y su Historia del Arte Venezolano: a su gran vida. Más ilustre, por cierto, de mucho de lo que han hecho en materia cultural las dos cinco repúblicas juntas.
Detrás, como telón de fondo, la miseria de un continente entero, preñado de infortunios insufribles agobiantes y odios confrontados. Fuimos herederos de la revolución de la paz y el amor, pero expectante angustiada transcurrió nuestra juventud porque crecimos en una época en que todos los días se presagiaba una guerra atómica. Testigos de todo eso, estupefactos nos mantuvimos despiertos en la búsqueda de la belleza.
Viajábamos, si, somos cosmopolitas. tomabamos Tomabamos martinis secos en todos los bares del mundo: de la barra del Queen Mary en la Bahía de Long Beach, paseando por el bar del Palace Hotel de Madrid, mirando el rio Amarillo en las terrazas del Bund en Shanghái. Nos citábamos en las cinematecas y museos europeos, en los festivales de cine y en las grandes avenidas otoñales con sombreros y abrigos de invierno. Teníamos poco pero hacíamos mucho, en la vida y en el arte.
Pensando que seríamos reconocidos por nuestro talento, -que por lo demás estaba a la vista pero sólo era reconocido afuera-, mezclábamos en maravillosa y cósmica conjunción el trabajo creativo, las drogas alucinógenas y el amor libre. Lo hacíamos con desparpajo y escándalo, con mucho humor y gracia. Provocábamos y solíamos ser tolerados por la sociedad a pesar de las satíricas criticas y burlas que nos desigualaban. Carisma, elegancia y estilo eran nuestros sobrenombres; pero intensidad fue nuestro único apellido.
Producíamos todo el tiempo, todo era crear, no había horarios ni descansos, todos trabajamos juntos y colaborábamos en el trabajo de nuestros cófrades. Todos los medios y todas las tecnologías del momento se mezclaban, con ingenio, y traíamos al mundo de todo lo que nos gustaba para embellecerlo y disfrutarlo más aún. Éramos radicalmente hedonistas y esteticistas.
Nos rodeábamos de la belleza que nosotros mismos producíamos. Nuestras casas eran nuestros museos. La galería de arte y el burdel tenían horarios corridos. Cuidábamos nuestra apariencia con esmero, todos neodandis y seductores vivíamos el juego de la seducción con deleite. Cómo no hacerlo, y agasajar el ardor de nuestro Caribe contemporáneoKaribe Kontemporáneo.
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