El Salón Nacional y otros salones nacionales en Colombia
Germán Rubiano Caballero
A diferencia de lo que pasa en otras partes, Colombia no es un país en el que se realicen muchos salones de carácter nacional. Tampoco abundan los salones regionales o los especializados en algún procedimiento artístico y de convocatoria nacional o regional. Por eso, el Salón Nacional de Artistas, organizado por el Estado —en los últimos años por el Instituto Colombiano de Cultura— sigue siendo la gran exposición colectiva del país.
Entre abril y mayo de este año se realizó la edición XXXV de este Salón, que fuera convocado por primera vez en 1940. En estos 54 años su trayectoria está llena de altibajos y vicisitudes —han sido tantos y tan diversos los ministros de educación y los directores de Colcultura— y pletórica de controversias —por los jurados, por los premios, etc.—. Vista en retrospectiva, la historia de los salones es un poco la historia de las artes plásticas de Colombia. En un seguimiento atento se pueden conocer las tendencias predominantes, los nombres más sobresalientes y de mayor continuidad, las predilecciones de ciertos críticos e incluso las intrigas para imponer artistas o jurados que ciertos dómines han podido urdir.
Los organizadores del XXXV Salón sostuvieron qe nunca antes se había hecho una edición con tantas obras. Posiblemente. Sin embargo, el Salón de 1990, el XXXIII, también fue enorme y de mejor calidad, En aquella ocasión, con motivo de los cincuenta años de los Salones se invitó a muchos maestros de gran prestigio—como Fernando Botero—, que tuvieron la deferencia de participar. En 1994, con varias excepciones, predominaba la mediocridad. La admisión fue demasiado generosa y muchos de los participantes mostraban una completa inmadurez. Algunos maestros, además, brillaban por su ausencia —no estaban Manuel Hernández, Olga y Jim Amaral, Fanny Sanín, Juan Cárdenas, etc.—y otros no tenian obras importantes —Pedro Alcántara, Umberto Giangrande y Leonel Góngora, por sólo citar unos pocos—.
Lo primero que hacía impenetrable el Salón en mención era su montaje. Si el espacio descomunal era suficiente e incluso algunos trabajos estaban bien separados unos de otros, la distribución no tenía criterio alguno y en buena parte las obras estaban colocadas al azar. La exposicion no tenía orden y el público debía recorrer las salas como si estuviera en una especie de laberinto, aunque en este caso sin ningún hilo de Ariadna. Cada día resulta más indispensable la creación de un equipo de expertos —que sepan de Arte— que se encargue de preparar con suficiente tiempo el guión del Salón Nacional. Sobre todo si se va a seguir insistiendo en estas mega-exposiciones.
Lo segundo que hacía difícil acceder a la muestra era la calidad de los trabajos. Encontrar cincuenta o sesenta obras de importancia —que las había— en medio de un maremagnum de piezas mediocres o muy cercanas a la medianía requería paciencia y dedicación, y a la larga resultaba un esfuerzo aburrido. En varias ocasiones he dicho que la escasez de gran arte ya se ha vuelto corriente en cualquier exposición colectiva de cualquier parte del mundo y que no es fácil ahora encontrar obras de calidad o que sean realmente nuevas y estimulantes. También he sostenido que cincuenta obras buenas reunidas en una muestra impiden decir que la exposición es pésima y siempre abren una luz de esperanza. Como estas afirmaciones siguen vigentes para mí, sólo podría añadir al respecto lo siguiente:
1. Es un consuelo de tontos decir que en todas partes el arte anda mal.
2. Es preocupante que el arte ande mal (“El arte que llena los museos y las galerías generalmente es de una calidad tan ínfima que ninguna inteligencia crítica verdadera se puede sentir tentada a analizarlo…”, ha dicho Barbara Rose; actualmente existe “El declive de lo nuevo”, según Irwing Howe, y hay hoy “Una falta de objetivos y de ideales estables, junto a la más grosera comercialización”, de acuerdo con Suzi Gablik); y
3. Es estúpido que unas cuantas obras sean sepultadas en medio de montones de basura.
Finalmente, también complicaba el recorrido del Salón la inpenetrabiidad de muchos trabajos, su falta de contenido,su carencia de relaciones con algo distinto al mismo trabajo y su subjetividad a ultranza. Aunque de nuevo apunto a un hecho común al arte internacional de los últimos decenios, es cierto que una concentracion de obras inanes, exclusivamente autorreferenciales o que sólo se basan en experiencias particulares o en imaginaciones desbordadas —¿o desquiciadas?—, resulta muy dura de asimilar. Si Francisco Calvo Serraller no se equivoca al decir que “Hay que formular la hipótesis de que el arte contemporáneo es, realmente, un arte nuevo, al que no se puede aplicar adecuadamente el sistema de categorías que ha dominado científicamente en el arte tradicional., es innegable que, entre otras cosas, por la falta de una selección rigurosa, el Salón resultaba ser ante todo un batiburrillo de albures singularísimos, tan abstruso como pobre.
De estas generalidades radicales vayamos al grano. Miremos la edición XXXV del Salón Nacional en detalle. De acuerdo con el catálogo participaron 342 artistas. Muy seguramente sean un poco menos. Resulta imposible recordar todos los que estaban, pero sin duda uno o dos que están en el listado no participaron a última hora (pienso en Beatriz Angel, en Jaime Franco). Entre quienes participaron, 104 presentaron trabajos tridimensionales, de los cuales 53 figuraban como instalaciones. Algunas de estas obras eran de artistas tradicionalmente pintores o dibujantes (Dioscórides Pérez, Jean-Gabriel Thenot, Gustavo Zalamea, etc.). El predominio de lo bidimensional era grande. En total había más de doscientos artistas con trabajos en dos dimensiones, excluyendo a los “performers” y a Gilles Charalambos y Roberto Sarmiento, que participaron con una propuesta sonora: una voz que se oía en todos los rincones de la exposición repitiendo de manera impersonal la frase: “Esto es arte, esto no es arte”. Entre las obras bidimensionales había pinturas, dibujos, grabados y fotografías. Es ostensible que, a diferencia de lo que se vio hace unos años, no estamos en el mejor momento del (dibujo y el grabado, y que, aunque hay algunos fotógrafos importantes, la mayoría cree que el salón no es el mejor escenario para mostrar sus trabajos. De todos modos, deben destacarse los dibujos de Luis Caballero, Francisco López y Lucas Ospina, los grabados de Elsa Zambrano y las fotografías de Luz Elena Castro.
En medio de tantas pinturas anodinas o con claras referencias a remedos del arte actual, había varias obras sobresalientes: El óleo de Juan Antonio Roda de la serie Tierra de Nadie, una bella abstracción en la que en un espacio ambiguo emergen, flotan y vibran grafismos libres y expresivos; el óleo El taller de Santiago Cárdenas, que confunde el realismo —marco, paleta, papeles, ganchos, cordón de electricidad, paraguas— con la abstracción —manchas dinámicas sobrepuestas— en un intento afortunado de mezclar las engañifas visuales con las acciones del pintar; el óleo Contraflujo de Beatriz González, una sobria alusión a la violencia de la que no escapan ni los animales, y que a veces puede presentarse en imágenes tan poéticas y dolorosas como las que muestra esta pintura: el cadáver de una mujer flotando al lado de un conejo; el óleo De la mano de Dantz —de acuerdo con el catálogo—de Jaime Franco, una fina composición abstracta en la que sobre una superficie agrisada surgen máculas de puntos, líneas y trazos tan sensibles como inmateriales; y el díptico al óleo de la serie Parque de la Independencia de Luis Fernando Roldán, un enorme concentrado de masas en ebullición. Otros cuadros destacables eran los de Armando Villegas, Carlos Salas, Rafael Echeverri y Danilo Dueñas, en el campo de la abstracción, y los de Raúl Cristancho, Luz Angela Lizarazo, José Horacio Martínez y Catalina Mejía, Deley Morelos, Jorge Gómez, Alvaro Salamanca, Carlos Salazar y Ana María Rueda, en el de la figuración.
Como ha sucedido en los últimos años, la escultura contaba con una buena representación. Siempre encabezada todavía por los maestros Negret y Ramírez Villamizar, que nunca declinan la invitación del salón, la lista de los escultores de calidad incluye a: Lydia Azout, Germán Botero, John Castles, Alberto Riaño, Teresa Sánchez, Alberto Uribe, Ronny Vayda y Hugo Zapata. Un conjunto de artistas quizás eminentemente formalista, pero con obras depuradas por el trabajo de muchos años y el constante deseo de superación. Mención especial merecen las piezas de Castles, Medio punto, en láminas de acero, erguidas y elegantemente dobladas; la construcción de Riaño, Paisaje, en láminas de hierro, con claras referencias al arco y al cilindro; la talla de madera con tierras minerales de Teresa Sánchez, Aguja, un trabajo sutil y de gran refinamiento, y la construcción de Vayda, Teorema —de nuevo según el catálogo—, en hierro, un verdadero dibujo en el espacio.
Sí, las instalaciones siguen de moda: 53 trabajos de esta clase es un número respetable en cualquier parte del mundo. En el Salón no había instalaciones realmente impactantes, ni por sus imágenes sorprendentes, ni por sus contenidos contestatarios, ni por sus materiales cuidadosamente seleccionados o dificilmente reunibles, ni por sus escalas descomunales, ni por sus apoyos tecnológicos de avanzada. De la medianía generalizada deben excluirse de todos modos las obras de Marta Combariza, Elias Heim, José Alejandro Restrepo, Carlos Alberto Uribe, José Omar Valbuena y Gustavo Zalamea. Las instalaciones de Marta Combariza 9 metros cuadrados de manto para la tierra, y de Restrepo, Musa paradisíaca, sobresalen por la experiencia en estos trabajos. La primera, entreverando la pintura con la cerámica y las actividades manuales in situ, y el segundo, haciendo uso del video. Los objetos de Heim palidecen cuando se recuerdan tantos aparatos extraños movidos por la tecnología, y los acumulados de Uribe y Valbuena llegan a hostigar.
Otras obras tridimensionales que no pueden dejar de tenerse en cuenta son La cabalgata de los lujuriosos de Emel Meneses, Ciudad, ciudad de Luis Fernando Peláez, Dibujos en bronce de Cristóbal Schlenker, y las cerámicas de Cecilia Ordóñez, Carol Young y Andrea Echeverri. Los trabajos de esta última artista son de las producciones más desenfadadas de todo el salón: una mezcla de muchas cosas en torno del Kitsch. Con Andrea Echeverri (1965) y Mauricio Calixto (1968), con una obra fuerte que mezcla la pintura con la fotografía y los pequeños objetos tridimensionales, y con Helena Martín (1968), pintora y ceramista de fina sensibilidad, entre algunos pocos, puede pensarse que las artes plásticas del país tienen futuro. Entre esos pocos, me atrevo a mencionar a Manuel Romero (1968), un joven inteligente y talentoso, hábil dibujante y pintor, que actualmente anda perdido haciendo instalacioncitas tan estólidas como la que presentó en este salón: Atrás de la luz, con la palabra “Nada” hecha en letras desinfladas de tela amarilla y abajo cuatro marquitos cubiertos cada uno de telas blancas.
El jurado de calificación concedió los tres premios del mismo valor en dinero de manera salomónica: un premio para pintura, otro para trabajos tridimensionales y otro para manifestaciones alternativas. Los ganadores fueron el pintor José Horacio Martínez (1961), el instalador Fernando Arias (1963) y el performer Alfonso Suárez (1952). Nunca discuto los premios, porque lo encuentro sin fundamento —son hechos cumplidos y creo en la honestidad de los jurados—, pero en este caso no puedo ocultar que veo con incertidumbre el derrotero de estos trabajos, sobre todo el de los dos últimos. Suárez hace rato insiste en las performances, pero sin duda su obra es chata y poco refinada. Visitas y apariciones, su trabajo galardonado, relacionado con el médico milagrero venezolano José Gregorio Hernández, no pasa de ser una serie de presentaciones banales y de mínima “actuación”. Arias ha reiterado desde 1992 las instalaciones con el tema del Sida. El dramático motivo daría para mucho más si el artista se aventurara a algo diferente del simple ensamblaje de las plaquetas de vidrio usadas en los laboratorios. Su instalación premiada, Cuarto frío, creaba un espacio transitable que, aunque obviamente benigno y sin misterio, no dejaba de asustar a algunos ignorantes. Martínez ha tenido una figuración destacada en medio de la pobreza pictórica de los últimos años. Sus cuadros llaman la atención por los temas enigmáticos y particularmente por los enfoques de las visiones y las mezclas de los espacios. Su pintura ganadora no es ajena a la poesía y en realidad atrae por sus figuras con sombras que las vuelven tridimensionales. Fue una lástima que el jurado internacional no hubiera tenido el tiempo necesario para ver una exposición tan grande, en la que había videos y performances, y que no hubiese visto colgadas o perfectamente ubicadas en los sitios asignados todas las obras participantes antes del fallo.
En poco tiempo, Colcultura desaparecerá y se creará el Ministerio de la Cultura. Muy posiblemente habrá entonces cambios importantes. La sección especializada en artes plásticas del nuevo ministerio tendrá que estudiar una reforma radical del salón. Hay muchas cosas que han venido fallando, tanto en la organización de los salones regionales, como en las invitaciones. No tiene mayor sentido seguir invitando mecánicamente a todos los ganadores de premios en salones anteriores. Y respecto de las invitaciones a artistas que están figurando con algún reconocimiento, debe haber algunos criterios objetivos de selección, más allá del amiguismo. Por ejemplo,la invitación sólo se cursará a los mayores de cuarenta años y que han expuesto en alguna galería o institución de importancia en el último año.
A no ser que haya un mayor presupuesto, para aumentar el numero de asistentes al salón, éste no puede seguir pensándose como una megaexposición. Tengo informaciones alarmantes sobre obras involuntariamente deterioradas antes del salón, en el salón y después de él. Hay que decir finalmente que nunca había salido el catálogo antes de una inauguración. Esto sucedió en 1994 y el catálogo es atractivo en su presentación. Infortunamente no tiene lista de obras y muchas ilustraciones no coinciden con los trabajos que se presentaron.
Además del Salón Nacional, actualmente existen en Colombia la Bienal de Bogotá del Museo de Arte Moderno de la capital, el Salón Rabinovich del Museo de Arte Moderno de Medellín, y el Salón de Arte Joven “Marta Traba” del Museo de Arte Moderno La Tertulia de Cali.
Siempre anunciada como la exposición colectiva que remoza y da aire fresco al arte colombiano, la Bienal de Bogotá es un salón nacional en pequeño, toda vez que en cada una de sus presentaciones la mayoría de sus nombres ya ha figurado en la muestra previa del salón de Colcultura. Este año, por ejemplo, en su cuarta edición, de sus 21 participantes, 14 estuvieron en el Salón Nacional del 94, y uno más —Andrés Sosa— había estado en el del 92. La diferencia importante se encuentra en el hecho de que los artistas invitados a la Bienal cuentan con más espacio. De esta manera pueden exponer más trabajos o exhibir piezas de gran formato. Cuando hago un balance de cada una de las Bienales de Bogotá no puedo dejar de recordar una frase muy aguda de Hans Sedlmayr: “Nadie puede negar que en nuestro siglo, más que en cualquier otro—el número de ‘artistas’ es ya una ofensa—, lo falso sofoca a lo auténtico Si se precisa que para el teórico alemán en las obras falsas la representación se realiza únicamente desde “fuera”, a partir de un conocimiento de la apariencia, se entiende que lo que pretendo decir es que la muestra del Museo de Arte Moderno de Bogotá, por culpa de sus organizadores, se ha convertido en el epítome de un arte colombiano supuestamente contemporáneo, sintonizado (?) con lo más avanzado del arte internacional (?); un arte mimético que, con las excepciones que confirman la regla, parte ante todo de la observación superficial de revistas y libros especializados. Lo anterior es lamentablemente paladino en la cuarta edición de la Bienal. Salvo muy pocas obras, la exposición estaba llena de trivialidades, algunas, por fortuna, completamente efímeras. El predominio casi total de las instalaciones obliga a decir que es triste no encontrar un solo trabajo de este género realmente importante y, por otra parte, que, aunque no lo quieran aceptar los responsables de la Bienal, en Colombia todavía existen muy buenos pintores, dibujantes, grabadores y escultores. Ana Claudia Múnera (1966) y Guillermo Quintero (1965) fueron los ganadores del evento. Ambos con dos videos —instalaciones de connotaciones sociales—, miseria y religión en el primero, y violencia en el segundo.
Hace pocos meses se realizó la XIV edición del Salón Rabinovich del Museo de Arte Moderno de Medellín. Concebido inicialmente para destacar nombres de estudiantes de los últimos semestres de las principales escuelas de bellas artes del país, el salón está abierto ahora a todos los artistas menores de treinta años que quieran participar, así sean autodidactas. Sin embargo, el Museo cuenta con asesores en varias ciudades para cribar el número de aspirantes. De 106 artistas que enviaron sus obras este año se seleccionaron 23, la mayoría de Medellín y Bogotá. El premio único fue para José Freddy Serna por las pinturas Común a…, y las dos menciones para la instalación Perímetro de María Adelaida López, y para la instalación Santuario de la memoria de Roberto Restrepo. Resulta importante destacar que, desde los primeros participantes en el Salón Rahinovich, muchos premiados o incluso simplemente seleccionados han seguido figurando de manera sobresaliente en exposiciones como el Salón Nacional y la Bienal de Bogotá.
A fines de este año debe realizarse la tercera edición del Salón de Arte Joven “Marta Traba”, del Museo de Arte Moderno La Tertulia de Cali, el cual ha sido programado para efectuarse cada cuatro años. El segundo salón se llevó a cabo entre noviembre de 1989 y enero de 1990, con una gran novedad: Estuvo consagrado a la fotografía y el video. En él participaron 26 fotógrafos y 15 realizadores de videos. Aunque con algunas omisiones, la muestra fue bastante completa respecto del quehacer artístico en esos campos.