Museo de Arte Moderno Juan Astorga Anta

La Bienal de Mérida: Ver, Comprender, Integrar

Linda D’Ambrosio

La apertura de esta Bienal de Artes Plásticas de Mérida, que ve la luz en su tercera edición como un intento de integración colombo-venezolana, representa no sólo la consolidación de un esfuerzo que adelanta la Dirección de Cultura de dicho Estado desde hace cuatro años, sino también la ratificación de la importancia que los salones de arte revisten como respuesta a las necesidades planteadas en torno a la cuestión estética en la vida de las comunidades.

Criticados por su abundancia, por su pobreza, por la precariedad de sus mecanismos de selección, por los vicios en sus procedimientos de premiación, dichos certámenes siguen, no obstante, apareciendo como eventos que convocan diferentes manifestaciones plásticas, aun cuando a veces alcanzan una sola edición, sin continuidad ni repercusiones relevantes.

La existencia y superabundancia de los salones responden entre otras cosas, en el artista, a su necesidad de retroalimentar una labor en gesta. Suelen enviarse a los salones las aproximaciones tempranas a una idea que vive su proceso de desarrollo en el taller, y cuya elaboración definitiva se exhibirá sólo, después de varios años de trabajo, en exposiciones individuales. Para bien o para mal —a veces se desvirtúa un concepto original—, el artista recoge la percepción sobre su obra y revisa el proyecto, incorporando, suprimiendo, o simplemente reutilizando alguna modalidad ya elaborada.

Por otra parte, el encuentro con la obra de diferentes artistas, si no resulta en una excesiva permeabilidad, contribuye a enriquecer la producción de cada autor al proporcionarle insumos para la reflexión sobre su actividad plástica.

A su vez, quien visita la muestra, lego o versado en la materia, obtiene de estas confrontaciones una visión panorámica del quehacer artístico de su época, así como de las transformaciones que se están produciendo en los modelos estéticos. El espectador perceptivo y abierto, capaz de educir hilos conductores y denominadores comunes entre las diferentes propuestas del encuentro, puede percatarse de las tendencias vigentes en ese particular contexto sociohistórico, y del giro que toman cuestiones tan decisivas como la noción misma de arte o lo que es aceptado como tal, las modificaciones que se están operando en él a nivel conceptual, estilístico-formal o técnico, lo que resulta valorizado y lo que tiende a ser marginalizado en un momento específico.

Es cierto que en muchas oportunidades las propuestas presentadas se circunscriben sólo al ámbito de lo que se halla técnicamente bien realizado, y a veces ni siquiera a eso. Pero aun la ausencia de originalidad es capaz de revelar un estado de cosas: no hay innovaclon; no se proponen cambios; no se plantean nuevas proposiciones.

Pareciera que los más importantes frutos en el análisis y apreciación de estos salones resultan de recorrerlos con la mayor humildad, para tomar en cuenta, sin hacer concesiones al concepto mediocremente realizado, la necesidad individual de expresión que cristaliza en cada una de las obras.

Debe intentarse la comprensión del fenómeno plástico desde el paradigma en que se ubica el artista, recurriendo a los criterios que forman la realización de la obra desde su particular perspectiva. Existe una tendencia generalizada a emitir juicios en función de un criterio comparativo con respecto a modelos ideales, a parámetros de bondad o belleza estandarizados que, por lo general, son los personalmente valorizados por el espectador. Sin pretender obviar el hecho de que el bagaje cultural de cada quien mediatizará su percepción del fenómeno artístico, la postura más honesta sería intentar evaluar la realización de la obra en funcion de los valores que rigen la tendencia en que trabaja el artista, y no en base a criterios externos a su propuesta. Sería un lugar común recordar aquí cómo la obra de los maestros impresionistas fue descalificada por los críticos de la época al ser evaluada sobre la base de lineamientos tales como la pureza de la línea, la perfección del dibujo o la regularidad y uniformidad de los acabados.

Los salones y bienales podrían resultar mucho más enriquecedores si, en lugar de aproximarnos a ellos desde una posicion valorativa que pretende entresacar lo rescatable de entre un maremágnum plástico, procurásemos obtener una visión de conjunto más objetiva y, sin lugar a dudas, más respetuosa. Porque asumir la primera posición representa, entre otras cosas, anteponer nuestro propio juicio y nuestros criterios personales a los de un jurado experto, cuya decisión, además, supone consenso entre varios individuos.

La pluralidad del jurado debería propender a aminorar las antedichas valoraciones subjetivas, y a evitar que sean omitidas, pese a su originalidad, proposiciones marginales, aquéllas que justamente podrían estar dando la pauta de las modificaciones que se estuvieran gestando, y que resultan por lo general desdeñadas en virtud de su carácter atípico. Fuese aspecto quizás hemos recorrido mayor trecho y estamos tal vez más abiertos a recibir con beneplácito lo que signifique una ruptura frente a los modelos repetidos una y otra vez hasta el cansancio, aun cuando se haga con la mayor habilidad.

Todo este discurso apologético, sin embargo, entra en contradicción con el acontecimiento más resaltante en estos certámenes artísticos: la premiación, la cual lleva implícita una valoracion. Dejando a un lado el hecho de que otorgar un premio supone inclinar la balanza hacia una tendencia en desmedro de otras, y presuponiendo la honestidad del artista frente a su obra, de modo que no sea posible que la proposición premiada se convierta en modelo a seguir por quienes no perciben en su oficio más que el vehículo para coronar sus aspiraciones de celebridad, es cierto que la premiación adquiere sentido sólo en la medida en que ofrece recursos para seguir trabajando a un artista que ha demostrado su competencia ejecutando una obra que, en la mayoría de los casos, descuella también por su originalidad. En ese sentido, nos alegramos de que todavía haya entidades dispuestas a distraer recursos de su presupuesto para apoyar dichos salones. Pero no debería desvirtuarse toda la riqueza de estos encuentros artísticos reduciéndolos sólo a la concesión del premio, en la que, por lo demás, interviene infinidad de factores ajenos a la destreza del creador.

La III Bienal de Artes Plásticas de Mérida se nos ofrece ahora como un campo extenso de exploración en múltiples sentidos, más significativa en esta oportunidad en que cuenta con el componente del intercambio con Colombia, país que nos es próximo no sólo en lo topológico, sino también en lo cultural. Si en 1990 representó una reflexión sobre los movimientos artísticos que habían ocupado la década precedente a través de la revisión de las manifestaciones nacionales, en tan sólo cuatro años este evento ha trascendido su propia definición para expandirse hacia el resto del continente, estableciendo vínculos con diferentes países.

En efecto, la edición anterior rendía homenaje a un maestro colombiano cuya contribución al logro de un lugar para la plástica latinoamericana en el mundo es innegable: Alejandro Obregon. Acababa de fallecer para ese entonces, y el catálogo ostentaba en su portada una magnífica Cóndora, florecida toda de su pincel genial. Destacó también en esa oportunidad la obra de la joven escultora Mónica Negret.

En la presente edición participan veintiséis artistas del vecino país, en momentos en que se rinde homenaje a una singular figura de la plástica venezolana. Porque singular es, sin duda, Juan Félix Sánchez, en su callada labor, signada por el talento del genio. Singular, por su formación autodidacta, por la técnica y los materiales que emplea, por el emplazanúento de su obra más importante, en El Tisure. Y singular, en fin, en el sentido más literal de la expresión, porque su obra es creaclon de un solo hombre y de un hombre solitario.

Erigido sobre las cimas andinas, allí donde Venezuela y Colombia se unen y se deslindan a la vez, se levanta el santuario de Juan Félix Sánchez, obra de arte realizada no como medio de expresión hacia los otros hombres, sino como ofrenda espiritual hacia Dios.