Museo de Arte Moderno Juan Astorga Anta

Alejandro Obregón Medio siglo de Genio

José María Salvador

Este texto es una reedición parcial del de la monografía Alejandro Obregón.
Obras Maestras 1941-1991, editada por el Centro Cultural Consolidado de Caracas,
por cuya gentil cortesía lo publicamos en este catálogo.

Desde hace ya más de tres décadas, Alejandro Obregón es, por derecho propio, referencia obligada en el universo del arte latinoamericano. Personalidad íntegra de recio y vigoroso temperamento, anticonvencional e individualista a ultranza, supo labrarse un sendero muy suyo y una trayectoria original en el campo de la creación plástica. Autodidacta intuitivo, huérfano de verdadera escuela y maestro, se constituyó pronto —por extraña paradoja— en guía y mentor de numerosas generaciones de artistas en su país. Sus innovadores aportes en el lenguaje pictórico provocaron, en el anquilosado universo cultural colombiano, una auténtica subversión de los valores estéticos, al tiempo que produjeron el impulso modélico necesario para que otros se aventurasen en experiencias desconocidas y en derroteros sin desbrozar. Con sus novedosas propuestas esté-ticas, estilísticas y conceptuales, Obregón llegó —contra su voluntad y para su consternación— a generar incluso una larga cohorte de epígonos e imitadores.

Interesa destacar que Obregón conquistó su lenguaje singular con recursos puramente pictóricos, sin subterfugios ni interferencias de otros materiales, técnicas o géneros: simples pinceles y pigmentos convencionales fueron suficientes para un talento natural tan vivaz e intuitivo como el suyo.

A semejanza de cualquier otro creador, Obregón no fue inmune a influencias en los inicios de su carrera, y necesitó vivir por su cuenta búsquedas y tanteos de variada índole antes de conseguir por fin un modo de expresión personal. En las diferentes variantes estilísticas y morfológicas adoptadas por él durante su trayectoria creativa, se aprecia no obstante, una notable coherencia de principio que permite hablar de “un-modo-de-representar-obregoniano”, por mucho que éste haya cristalizado en el tiempo según diversas modulaciones estilísticas. Y es que, con tozuda independencia de criterio y enorme honestidad, nuestro artista buscó siempre —en confiante andadura en solitario— expresar lo más medular y auténtico de su sentir profundo, sin atenerse a modas ni a veleidades externas.

Exploraciones por senderos indecisos

Más bien elementales y nada sistemáticos son los conocimientos que adquiere Obregón durante su breve permanencia de casi un año (1941-42) en la Escuela de Bellas Artes del Museo de Boston: formación encorsetada que, mediante ejercicios rutinarios de copia y transcripción mimética de modelos naturalistas, a duras penas le facilita el recetario básico del oficio pictórico mientras lo mantiene dentro de los estrechos márgenes de las convenciones. Obregón absorbe, sin embargo, tales enseñanzas con una pasión de recién convertido, y con eficiencia nada desdeñable. (…)

Cuando en 1944, cumplidos ya los 24 años, regresa por fin a Colombia (donde sólo había vivido en su niñez, de los 6 a los 9 años), Obregón trae consigo una paleta muy europea, básicamente española, de sordas tonalidades ocres, sienas, azules oscuros, severos grises y negros. Afianzado aún en esta perspectiva europea, y sin haber todavía sintonizado su sensibilidad con el ambiente lumínico y cromático del trópico, el pintor produce en Colombia, durante los cinco años subsiguientes, una serie de pequeños óleos oscuros, de formas sintéticas y monumentalizadas, en el marco de escuetas composiciones de progresiva sistematización geometrizante. Abundan entonces las naturalezas muertas, pero son también frecuentes los temas dramáticos, columbrados bajo la fuerte óptica de Goya. (…)

La disciplina de una geometría cúbica

En el otoño de 1949, luego de renunciar a la rectoría de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, cargo que había desempeñado por un año, Obregón se traslada a Francia. Tras un breve paso por París, se establece en Alba-la-Romaine, pequeña localidad al Sur de Francia. Allí permanecerá hasta 1954 alternando el oficio pictórico con la pedestre tarea de recorrer la comarca haciendo lápidas funerarias para poder atender las necesidades de su creciente familia (a Diego, el primogénito, habían venido a sumarse otros dos hijos, Silvana y Rodrigo, nacidos ambos en Alba-la-Romaine).

Durante este su período francés (1949-54), Obregón acentúa aún más la síntesis geometrizante en sus composiciones, bajo el decidido influjo del cubismo sintético, contemplado en especial desde la sensible mirada de Braque: talla las formas en pulidas facetas, aplana los volúmenes, uniformiza las parcelas cromáticas, aplica los pigmentos en capas lisas y uniformes, y termina por ensamblar, a modo de caprichosos rompecabezas geométrico-cromáticos, los cristalinos fragmentos de esos objetos estenográficos y de ese distorsionado espacio. Al yuxtaponer y solapar con firmeza estos fragmentos multicolores, el artista obtiene a la postre una composición decorativa de sólida vertebración y vigorosa consistencia constructiva.

Deslindándose, sin embargo, de Braque y sus epígonos, Obregón busca un camino propio en estas obras por la vía de un colorido cálido y vibrante, mucho más alegre y desinhibido —incluso en los grises— que el de sus mentores cubistas. En los trabajos de este período el color casi siempre se autonomiza de las formas, desde el momento en que los tonos se extienden a capricho más allá de sus límites “naturales”, contaminando así otros objetos heterogéneos o el espacio circundante: en esta autonomía del color respecto a las formas está ya en germen la libertad absoluta frente al color, que proclamará el pintor en su etapa de madurez. (…)

Cuando, por fin se reinstala definitivamente en Colombia en 1955 vivirá en un primer momento (de 1955 a 1958, aproximadamente) una situación ambigua en la que estará sometido a un doble desgarramiento. Desde la vertiente del lenguaje formal, la rígida sistematización geometrizante (de formas afacetadas, planas y frontalizadas) del período francés, que todavía conservará durante algún tiempo por fidelidad a los cánones cubistas, entrará en pugna con una incipiente expresión más libre y desinhibida de su gesto y de su sentimiento: con el tiempo, ésta última irá paulatinamente ganando terreno, hasta desembocar hacia 1958 en la modalidad estilística más “abstractolírica” de Obregón. En segundo lugar, desde el punto de vista del contenido, los objetos simbólicos, más o menos universales, que arrastra el artista desde Francia (flores, palomas, naipes, copas, corazones, peces, martillos, tenazas, candados, llaves) irán siendo substituidos poco a poco por otras imágenes más propias del ámbito latinoamericano (cóndores, barracudas, alcatraces, garzas, iguanas, volcanes, eclipses).

A pesar de semejante doble desgarramiento, esta primera etapa de producción colombiana de Obregón (1954-58) se manifiesta como una continuación natural de su período francés, por el hecho substantivo de que en estas obras inaugurales de su trayectoria colombiana aún perduran la sólida construcción geométrica y la racional disciplina cubista. De todos modos, con su reencuentro gozoso con el trópico tras su reinstalación en Barranquilla y Bogotá, Obregón colma su paleta de colores centelleantes, con tonos cada vez más meridianos y exultantes, en gamas de progresiva esplendencia y fastuosidad.. (…)

Conviviendo con la abstracción lírica

Hacia 1958 comenzó a hacerse manifiesta en la producción obregoniana una tremenda soltura en el trazo, con la progresiva aparición de espesos brochazos gestuales que desagregaban la cada vez más laxa estructura geométrica de la composición. Esa libertad instintiva en el gesto ya había, poco antes, comenzado a vislumbrarse tímidamente en el desgarrador lienzo Velorio. Estudiante muerto, de 1956 (Col. Museo de Arte Latinoamericano de la OEA), y en algunas otras obras, como Greguerías y un camaleón, de 1957. Pero en 1958, tras un breve viaje a Europa y los Estados Unidos, donde tuvo la oportunidad de apreciar obras de los informalistas europeos y de los abstracto-expresionistas norteamericanos (sobre todo, de los cultores de la Action Painting), Obregón comenzó a atacar sus lienzos con pinceladas más desinhibidas, con gestos de cada vez mayor desenfreno, tal como se aprecia, por ejemplo, en Aves fulminadas por un rayo, Bodegón y cráter o Fraile, todas ellas de 1958. En Homenaje a Figurita, también de 1958, Obregón se permite incluso el recurso del dripping, descubierto sin duda durante su reciente periplo por Estados Unidos y Europa.

Es oportuno precisar que esta modalidad “abstracto-lírica” obregoniana, que se extiende, más o menos, entre 1958 y 1964, convive en perfecto paralelismo y contubernio con su simétrica modalidad “figurativo-expresionista” (desarrollada también desde 1958, y que se continúa aún hoy), a la que nos referiremos más tarde.

A partir de 1958 Obregón se entrega con entusiasmo al furor del gesto, a la fogosa vehemencia de su temperamento caligráfico, que se traduce de inmediato en briosos trazos alargados, a veces rectilíneos, a veces en comba, en trepidantes brochazos plenos de materia pictórica y pregnados de humores instintivos. Semejante desenfreno expresivo del trazo lo conduce sin remedio al abandono definitivo de la disciplinada estructura geometrizante, que, en los años inmediatamente subsiguientes, sólo aparecerá discreta y algodonosa en algunos esporádicos trabajos, como Niña del coleocanto, de 1959.

Liberado por fin de coerciones constructivas, Obregón se entrega con entusiasmo a la expresividad del gesto espontáneo. Da entonces rienda suelta a esos trazos fulgurantes, al propio tiempo explosivos y temperados, simultáneamente caóticos y sabiamente ritmados, que serán el sello más distintivo del Obregón de madurez. Y es que, la audacia de esos relampagueantes brochazos de nuestro artista va secretamente gobernada por su exquisito sentido del dibujo y por la elegancia natural de su caligrafía pictórica, que le permiten realizar sus pinturas abordando directamente con el pincel el lienzo virgen, sin servirse de bocetos previos ni de dibujos subyacentes.

En este primer período de verdadera madurez, que podríamos calificar, muy inadecuadamente, como su período “abstracto-lírico” o “abstracto-expresionista” (1958-64), Obregón lleva su reencontrada ansia de libertad creativa hasta límites extremos: embriagado por la reciente conquista de su subjetividad expresiva, olvida incluso la relación con la objetividad del mundo fáctico, llegando así a composiciones ya casi del todo abstractas, en las que el devaneo de libérrimas pinceladas de pigmentos jugosos y generosas texturas apenas concede delgado margen a raras referencias al mundo reconocible. Esos rasgos son apreciables en muchas de las obras de 1958 a 1964, de modo especial en las series Volcanes y Zozobras.(…)

La figura como expresividad desgarrada

A partir de 1958, junto a las mutaciones estilísticas, en la producción de Obregón se manifiestan asimismo cambios radicales desde el punto de vista temático: comienzan a brotar entonces con creciente pujanza los temas, imágenes y símbolos de Latinoamérica y, en especial, los de su propio país, Colombia. Estos habían estado en algún grado presentes en casi todas sus etapas previas, aunque combinados con otros temas e imágenes de índole más universal. Sin embargo, hacia 1958 el artista se deja atrapar por la exuberancia, la agresividad y el violento desorden de la naturaleza física de su país, emblemáticamente representada en la pujante flora tropical, en la fauna salvaje y en el agreste paisaje de la alta montaña y de la costa tórrida. Pero, casi como si a ello le llevase por simbiosis esa violencia física, Obregón se siente también entonces solicitado con renovado brío por la violencia política y social de su patria, en trepidante ebullición tras la caída de la dictadura militar de Gustavo Rojas Pinilla (10 de mayo de 1957): regresan así con fuerza esas imágenes —ya recurrentes en su producción anterior— de masacres, genocidios, estudiantes muertos, mujeres asesinadas.

Surgen de ese modo numerosas obras aisladas, como La garza y la barracuda, 1959,o Aves cayendo al mar, 1961, y, sobretodo, ciertas series temáticas, como los Cóndores (iniciada en 1958), las Mojarras (a partir de 1959), el Toro-Cóndor (comenzada en 1960), las Barracudas (desde 1963), y otras variadas series con las que Obregón intenta expresar a cabalidad los temas de la Latinoamérica andina y tropical.

Aguijoneado por esa doble terrible violencia, la geofísica y la humana, Obregón siente la necesidad de traducirlas a través de un lenguaje plástico lo suficientemente dotado de referencias objetivas, fácilmente reconocibles por parte del público, aun cuando éstas se hallen moduladas por altas cotas de arbitrariedad expresiva del artista. El maestro cartagenero adopta así, a partir de 1958, una nueva modalidad estilística de índole abiertamente “figurativo-expresionista”, que, como ya dijimos, convive en feliz armonía con su simultáneo estilo “abstracto-lírico”. Sólo que la figuración expresionista que Obregón desarrolla entre aproximadamente 1958 y 1966 es tan apocopada y subjetiva que en ella las formas e imágenes del mundo exterior se reducen por lo general a meros fragmentos etéreos, dispersos y descompuestos. Estos fungen apenas como meras elipsis o anotaciones estenográficas, simples atisbos que nos permiten sospechar —y, en última instancia, re-crear— la presencia del tema aludido en el título de la obra: un cóndor se esconde muchas veces en un par de aceradas garras y en un desordenado revuelo de cortas pinceladas-plumas; una barracuda se resume en unas fauces abiertas o en unas aletas ríspidas; la vegetación tropical crece furtiva en una enmarañada madeja de largos brochazos retorcidos, amplias manchas cortas y cursivas pinceladas filiformes.

Obregón lleva ahora hasta las últimas consecuencias su habitual técnica de construir las formas con el mero color. En sus precedentes etapas, de mayor racionalidad geométrica, se había visto constreñido a someter en buena parte sus pigmentos a las pautas previamente marcadas por el diseño constructivo de la composición. Liberado ahora de tales coerciones, Obregón construye-destruye las imágenes directamente con el color, (des)componiendo formas y espacio con unas cuantas pinceladas magistrales, con unas pocas manchas vigorosas.

Ya desde muy temprano en su trayectoria artística, el catalán de Cartagena había comenzado la doble tarea de sintetizar y desarticular las formas en fragmentos cada vez más abstractos e irreconocibles. A partir de 1958, sin embargo, Obregón desintegra las imágenes con una furia incontenible en elípticos fragmentos, y los desparrama luego a voleo, haciéndolos flotar en un espacio neutro como nubes borrascosas. De hecho, el espacio obregoniano posterior a 1958 carece de límites y referencias, es del todo abierto e indefinido, y, en cuanto tal, es terreno abonado para la ambigüedad y el ensueño.

Es destacable al respecto la violenta tensión que, en estas obras, se genera entre el calmo y homogéneo fondo neutro y la maraña de enérgicas pinceladas, en forma de manchones amplios y alargados, de trazos filiformes e incluso de puntos o vírgulas. Los cuadros de Obregón se resumen de este modo en una palpitante erupción de pigmentos y retazos morfológicos, los cuales, a pesar de su aparencia de caos magmático, se sedimentan al final en discreto orden, sometiéndose a cierta estructura escondida que los relaciona e integra. Dando muestras de una gran habilidad compositiva, en efecto, Obregón organiza el fragoroso caos de sus cuadros en torno a una robusta construcción. Sobre una ortogonal trama de coordenadas (la horizontal del mar; la vertical del hombre y del vegetal), el maestro de Cartagena entreteje sus pinceladas conforme dicta el tema representado, mientras ritma el espacio compositivo con fulgurantes trazos briosos que distribuyen con justeza equilibrios y tensiones a lo largo y ancho del cuadro.

El “expresionismo figurativo” de Obregón podría, a su vez, dividirse en dos subperíodos sucesivos. Uno inaugural, que intercorre grosso modo de 1958 a 1966, se diferencia del subsiguiente por tres rasgos fundamentales. Es manifiesta en él, ante todo, una mayor libertad expresiva en la interpretación de las formas que —salvo raras excepciones, como La Victoria de Samotracia, 1961, La Violencia, 1962, y El Caballero Mateo,1964— lindan ya con la semi-abstracción; en la producción posterior a 1966, por el contrario, junto a generalizados brochazos del todo abstractos abundan también imágenes de sorprendente “naturalismo”. Además, en el periodo 1958-66 Obregón privilegia un colorido relativamente moderado, a predominante gris, aunque, acá o allá, rescalde tan austera atmósfera con encendidas zonas de tonos luminosos y cálidos: la sobriedad de esta paleta contrasta de plano con la desbordante esplendencia de que hará gala el pintor en el siguiente subperíodo. En tercer lugar, hasta 1966 usa todavía como material pictórico el óleo, con el que logra atractivas calidades plásticas de densidad matérica, texturados empastes, riqueza de modulaciones tonales y sutiles transparencias; a partir de esa fecha, en cambio, el cartagenero prefiere el acrílico, con lo que disminuirá no poco la calidad de sus gradaciones tonales y sus veladuras. (…)

Embriaguez del color y reencuentro con la forma

A partir de 1966, Obregón desarrolla su segundo subperíodo “figurativo-expresionista”. Frente a la instintiva soltura del trazo semiabstracto del período previo, Obregón, sin abandonar en ningún momento los brochazos expresivos y estenográficos, desarrolla ahora una abundante plétora de imágenes reconocibles, finamente trabajadas en concordancia casi literal con las convenciones académicas: surgen así elaborados personajes masculinos y femeninos, ángelas, anunciatas, cóndores, toros, alcatraces, búhos, barracudas, mojarras, flores, copas y otros seres u objetos de sorprendente verosimilitud “naturalista”. Acicateado, sin embargo, por su tormentosa ampulosidad y su grandilocuencia gongorina, el maestro de Cartagena inmerge estas imágenes tan “realistas” en una procelosa marejada de electrizantes manchas amorfas, como para condimentar —y, al propio tiempo, compensar— con una sobredosis de abstracción la pesada carga de figuración exacerbada.

Por otra parte, frente a las asordinadas atmósferas grisáceas del subperíodo 1958-66, Obregón prefiere ahora una paleta meridiana, rezumante de colores brillantes, de tonos luminosos, de luces refulgentes. Con esa su extraordinaria sensibilidad e intuición por el color, nuestro artista nos regala en las obras de este último período una auténtica pirotecnia lumínico-cromática, basada en súbitos fogonazos de luz-color, en esplendentes fosforescencias, en chisporroteantes timbres, en trepidantes contrastes de tintas y valores. Eximio colorista, dueño y señor indiscutido de un exuberante y fastuoso cromatismo, Obregón eleva ahora hasta la enésima potencia aquellas arbitrarias licencias en el uso del color, que ya lo habían distinguido desde los albores de su carrera artística: el capricho toca ahora no sólo el registro inusual de los tonos usados, sino también la manera y cantidad con que los distribuye, o la forma con que los relaciona entre sí, sin escatimar en ningún momento estridentes disonancias cromáticas.

Por otra parte, tras abandonar definitivamente el óleo, en 1966 Obregón adopta exclusivamente el acrílico, convencido de que, por su fluidez, ligereza, trasparencia y rapidez de secado, es el medio pictórico más pertinente para expresar su peculiar temperamento artístico. Con el empleo del dócil acrílico, Obregón logra traducir más veloz y eficazmente su gestualidad expresiva, al tiempo que puede hacer aún más vivaces y fecundos los tremendos contrastes con los que da vida y dinamiza a sus composiciones: contrastes entre colores cálidos y fríos, entre tonos intensos y agrisados, entre valores oscuros y luminosos, entre áreas barridas con suavidad y furiosos trazos expresivos, entre uniformes fondos neutros y pinceladas caligráficas a guisa de cursiva rúbrica, entre fragmentos morfológicos reconocibles e inefables manchas abstractas, entre momentos de silenciosa nada y torrenciales cataratas de gesto y verbo pictóricos, entre secreto orden constructivo y aparente caos epitelial. (…)