EL SALTIMBANQUI LECTOR
Tenía diez años y una agilidad que me permitía hacer maromas sorprendentes. Un sábado, como a las tres de la tarde, subí a la azotea de la casa y, luego de un largo pulso con el miedo, lo vencí lanzándome al jardín de una altura de tres metros. Entonces mi padre, entre otros empleos, era arreglista de la Banda del Estado, y estaba en el escritorio dibujando a pulso cada una de las partituras de los músicos para la retreta en la plaza Bolívar. Feliz por mi intrepidez, entre de nuevo a la casa, subí y me volví a lanzar, siendo sorprendido por mi padre en pleno vuelo, quien, luego de revisarme buscando huesos rotos, me regañó ordenándome dejar de saltar. Yo, feliz con mi recién descubierta valentía, subí la escalera en puntillas y desde la pestaña de cemento de la azotea me lancé, ahora con una blanca sábana-paracaídas –imitando a mi hermano mayor-, evitando el ruido al caer. El regaño fue mayor, me confinaron al cuarto. Al rato, no pude evitarlo, una fuerza desconocida me impulsó a repetir la hazaña: subí escondido y de nuevo volé hasta la grama del jardín. Mi padre, alejado de sus corcheas y negritas, muy bravo, me tomó del brazo, arrastró una silla y me sentó en un rincón, entre la ventana donde me vio volar y la escalera, a la vista desde su escritorio, y con un “¡de aquí no se me mueve!” me colocó un libro rojo en las piernas. Lagrimeando no tardé en aburrirme, y descartadas las posibilidades de ser rescatado por una visita, o por mis hermanos, en una casa insólitamente solitaria, comencé a hojear el libro. Una cosa llevó a la otra y sin saberlo fui tragado, deglutido sin misericordia por una novela, cuando ni siquiera sabía que existía el genero; horas después, que no sentí pasar, oscureciendo ya, mi padre se carcajeó sorprendido al verme aún sentado con el libro en las manos y me convidó a cenar. Yo, regresé a este mundo desde una lejanísima isla del Pacifico, para ser tentado por el aroma de las arepas de harina de trigo en el budare, por el queso frito y el café con leche, pero no logro despegar mis pestañas de la hoja, de la incertidumbre, de la historia extraordinaria entretejida por Daniel Defoe en su Robinson Crusoe. Conminado por los gritos lejanos de Mamá desde la cocina, no tuve otra opción que cenar de último, mirando el libro de reojo, apurado para seguir leyendo. Y mandé al carajo la esperada lucha libre de las ocho de la televisión recién llegada a Mérida, los chistes de Los Chaparrines en radio Caracol a las nueve que religiosamente oía con Papá; a las once cerré el libro, obligado por mi hermano dormilón a apagar la luz del cuarto. Al otro día me paré temprano a leer, y en la tarde, extasiado de gozo, había terminado mi primera novela, sintiendo que había descubierto El Dorado, que mi vida era maravillosa y había cambiado para siempre.
En un mes devoré el regalo de mis padres a sus hijos, la hasta entonces inmaculada Biblioteca Juvenil: Las Aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain, Los Tres Mosqueteros de Alejandro Dumas, Ivanhoe de Walter Scott, Moby Dick de Herman Melville, los Cuentos de Andersen, y maravillas de Verne, Salgari y otros. Soy afortunado, aquél sábado en que vencí al miedo, inicié un viaje infinito de posibilidades y emociones. Dando una mirada azarosa, puedo decir que he visitado, en un solo libro, Creación de Gore Vidal, a Sócrates en Atenas, a Dario y Soroastro en Persia, a Lao Tse en Katay, a Buda en la India; que conozco los mares del Sur y el lejano Oriente gracias a Conrad y London; que caminé junto a Kavafy sintiendo los olores de sus calles, palpando la gente, amando su Alejadría por obra de Lawrence Durrel en El Cuarteto de Alejandría; que recorrí el alma de un criminal y sus penas, en todos sus recovecos, gracias a Dostoievski y su Raskolnikov; que pude elegir, como los lectores de Dante, al infierno antes que el cielo, gracias a la Divina Comedia; y, partido en dos por la mitad, recorrí el mundo medieval como El Vizconde Demediado de Italo Calvino; pude “sentir” el terror de Auschwitz, y supe que “…el problema no está en los problemas, sino en algún sitio fuera de ellos”, gracias a Imre Kertész. He estado en el futuro, en el viento, en el Aleph y muchos lugares imposibles, que sólo existen en la mente humana: ¿el verdadero universo?; he vivido sensaciones indescriptibles gracias a Ariosto, Juana Inés de La Cruz, Palomares, Rimbaud, Drumond de Andrade y tantos otros. Y puedo decir hoy, satisfecho, alegre, que en mis viajes le he dado la vuelta al mundo, al espíritu humano, mil veces cuando menos.
Desde luego, ante tantas maravillas descubiertas, ¿podía el maromero, el saltimbanqui que había en mí sobrevivir al último salto de la azotea?; se eclipsó el anhelo del niño de ser jugador del Estudiantes de Mérida. En su lugar nació el viajero: el lector. Y gracias también a aquélla tarde en que vencí al miedo, nació luego una determinación: ME INVENTÉ ESCRITOR, y hoy me dedico a dibujar los libros que me gustaría leer, tratando de comprender el mundo escribiéndolo, “soñando despierto”. Ahora debo despedirme, lo más importante me llama, un amigo me habló de un tesoro que ansío leer: Desgracia, un libro escrito por J. M. Coetzee, el último premio Nobel de literatura; y, a merced de mi verdadera naturaleza, vuelo a la librería a buscarlo, dando saltos mortales hacia atrás y hacia adelante…