EQUIS
(ensayo ficticio)
(Premio Nacional del Libro Región Occidente, narrativa)
PEDRO RANGEL MORA
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“¿Habría este buscar eterno si lo hallado existiese?”.
Antonio Porchia: Voces.
“La existencia está más allá del poder de las palabras para definirla. Pueden usarse términos pero ninguno de ellos es absoluto”.
Lao Tse.
“El escritor está más cerca del mundo si lleva en su interior un caos”
E. Canetti: La Conciencia de las palabras.
A Elizabeth Rastvorov y Marcos López, mis amigos en las antípodas.
INTRODUCCIÓN
Ante la propuesta originada en mi amigo Santos Bustos de escribir un ensayo a dos manos (a cuatro en realidad), a pesar del disfrute en otras aventuras intelectuales realizadas en su compañía, tenía esta vez fundadas razones para negarme. La principal, que el tema debe pertenecer al autor (debe apasionarlo, cuando menos), pues de no ser así nos encontraríamos ante una retórica que, aunque puede estar muy bien fundamentada, termina siendo inicua, sin corazón. Había entonces la posibilidad, en vez de trabajar a cuatro manos, de escribir dos ensayos paralelos, una confrontación de ideas, pero la naturaleza de Equis (ensayo ficticio), siendo plural en ideas y posiciones que se enfrentan entre sí, hacía innecesario y hasta repetitivo otro discurso paralelo.
Gracias a esto, no tuve más alternativa que tomar otro papel en la puesta en escena (¿drama, comedia, monólogo…?), en la exposición de ideas de mi amigo Santos Bustos, pasando a ser poco más que el “curador” de la muestra. Algo así como quien elige el museo, aprueba el diseño del catálogo, escribe las notas, sugiere y acuerda los marcos, las luces, el orden y pulcra exposición de las pinturas en la sala.
Por supuesto, el mérito es exclusivo del pintor, el imprescindible, el que dispone su vida a merced de la ejecución de una obra, en soledad, de la que los demás somos simples colaboradores, espectadores, comentaristas emotivos, y, ojalá, seres “tocados” de alguna manera por la obra del artista.
Me corresponde, entonces, ser el sorprendido curador de una obra singular, que rompe los límites del género en el cual fue escrita, el ensayo, puesto que, además de exponer ingeniosamente el tema, no cumple la característica principal de éste, que es dar respuestas, aclarar razonadamente uno o varios asuntos; o bien, hacer, dibujar el mapa de la isla misteriosa, el mapa del tesoro. Al contrario (y no creo que pueda ser de otra manera, pues el misterio es un elemento esencial del “juego eterno”), Equis (ensayo ficticio) constituye un libro de preguntas, y al final el lector no necesariamente terminará con un concepto estructurado, una sucesión de antorchas hasta la salida del laberinto, sino con un exuberante camino recorrido, con un invaluable viaje, “una sucesión de paisajes” como dice el autor, que no llevan, necesariamente, a alguna parte.
Pero no por esto (el supuesto fracaso, la persistencia de la pregunta, de las preguntas -aunque para algunos lectores las respuestas estarán implícitas, o no serán importantes), no por ello, podemos hablar de un viaje fallido. Al contrario, como expone Santos Bustos, las mejores cosas que hacemos en la vida, las que más nos satisfacen, no llevan a ninguna parte, como el baile, donde nos movemos, giramos sucesivamente sin llegar a ningún lado, sin esperar llegar, como en el verdadero deporte, o en la lectura de una carta de amor que encontramos extraviada a sus dueños en el asiento de un autobús, u observar a una hermosa muchacha, o muchacho, gesticulando un monólogo en una banca del parque (¿cosas de la práctica actoral, un ensayo del argumento para despedir al amante…?); en fin, Equis trata de temas que nos inquietan, vivimos, incluso disfrutamos, pero no necesariamente esperamos o logramos beneficios al manosearlos, al recorrerlos.
Como dijo Proust (En busca del tiempo perdido): “El hombre que comparte su cuerpo con un genio tiene poca relación con él, pues es a él a quien sus íntimos conocen”. En el presente caso, además del papel de “curador”, hago el de íntimo de Santos Bustos, y me tocaría ahora hablar de su vida. Pero siento que además de mencionar nuestra relación literaria y libresca de no pocos años, y señalarlo como un típico latinoamericano (por sus múltiples sangres, nacionalidades, historias que lo atraviesan), lo demás, la sustancia de su vida, la esencia de su pensamiento, del Ser, se puede buscar en la sala de exposiciones de ese hombre: el presente libro, con sus colores, escalas hacia arriba, hacia abajo, túneles, puentes, puertas giratorias, balcones, jardines, dimensiones, emociones, sensaciones de variada índole, a las cuales invito a Usted, apreciado lector, a visitar, mirando a través de los distintos cuadros que conforman la galería de Equis (ensayo ficticio).
P R M.
LIBRO PRIMERO
Escribo… -la primera palabra-, apenas comenzando este texto y tengo la impresión, en realidad, la certeza de que el lector podrá descubrir entre líneas lo que yo busco al escribirlo, lo cual casi tengo la convicción de no poder nunca descubrir. Sin embargo, ya escribí las primeras letras y escribiré las últimas, de un libro, como una condena, que pago gustoso sabiendo de antemano que yo también sacaré algún beneficio -una verdad provisional, algún paisaje digno de recordar del viaje-, aunque el resultado indudable sea prolongar la incertidumbre, mi incertidumbre.
Desde luego, esto no sucede por falta de preguntas, por no indagar, pues doy vueltas por cada recoveco de mi cerebro, levanto cada tapete, sacudo cada libro, cada objeto de mi casa interior, con la sensación de que lo buscado está justo frente a mis narices -pero un punto ciego justo en medio de mi visión veinte veinte me impide encontrarlo. También tengo la certeza de que lo he tenido entre mis manos -o por lo menos a la vista- sin poder identificarlo; o peor aún, habiéndolo identificado, emocionado por un momento, tal vez por un día, he terminado luego desechándolo, u olvidándolo encandilado por una nueva posibilidad.
Me interrogo sobre mi ceguera: ¿es de nacimiento?; ¿la heredé, la copié al calco imitando conductas de mi familia?; ¿es acaso un signo de mi cultura, de la sociedad en que vivo?; ¿es que acaso tengo frente a mí tantas cosas, muchas valiosas y hasta trascendentes, que hacen muy difícil distinguir lo que busco?; ¿o en realidad ignoro lo que es realmente valioso o importante, y lo buscado se esconde, se escabulle en lo insignificante?
¿Y si es sencillamente insignificante?
“¡Ah!, mi incapacidad de hilar fino”, me cito y encuentro el fundamento adecuado para mis incontables palos de ciego, cacerías sin presa, viajes sin retorno por paisajes que comenzaron a repetirse desde hace tiempo ya; sin retorno, dije, porque no se vuelve realmente cuando llegamos vacíos de recuerdos -o son prescindibles y se olvidan-, sin fotos frente a las pirámides descubiertas, sin nada sustancioso que contar a los amigos, sin nada que contarse a sí mismo en el tiempo, en los atardeceres de nostalgia. Sin retorno porque se comienza a sentir que estar allá o aquí es lo mismo, y después de todo el viaje siempre ocurre en uno mismo.
Y volvemos a las preguntas: ¿Cuál es la razón por la cual no veo lo que tanto me urge ver? Mejor: ¿de dónde viene mi convicción de que soy incapaz de ver lo que está a la vista? Al meollo del asunto: ¿cómo tengo, de dónde saqué la convicción de que existe algo que me es imposible encontrar? ¿Y si es sólo una falsa quimera? -“animal fabuloso con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de dragón”-, ¿o el producto inverosímil de la segregación de un químico, de uno de los tantos producidos por nuestro organismo? Tal vez el origen del problema está en un roce accidental con alguien, o en algún suceso de mi infancia, suceso que despertó una curiosidad, una incertidumbre que me marcó para siempre y por alguna razón olvidé -trauma oculto o mala memoria: de niño, como tantos otros, solía activar un mecanismo para olvidar los momentos dolorosos; los adultos no pueden permitirse ese lujo. Es probable que ese suceso con ese algo o alguien sea completamente banal, fútil, intrascendente a primera vista -¿acaso importa?-, y sin embargo haya tenido una influencia de tal envergadura que ha signado mi tiempo, una parte de mi existencia. Sería algo así como que estando en el circo de niño se me haya caído el exquisito algodón de azúcar, y al levantarlo no encuentro nada que rescatar, que comer de él, pues está manchado de tierra por todos lados, y este injusto suceso creara una fijación e hiciera que al final dedicara mi vida al circo, convirtiéndome después en trapecista, saltimbanqui, payaso, con la única ilusión de poder algún día recuperar, comerme entero mi algodón de azúcar caído.
Vemos tantas cosas en quienes nos rodean y tan pocas en nuestro espejo. Hay quienes desperdician su vida -creemos- en actividades que un simio podría realizar con más alegría, con más interés, y si observamos con cuidado podemos ver, incluso, que ellos están tanto o más satisfechos que nosotros. Pero, desde luego, nos consideramos superiores -tal vez porque acariciamos una búsqueda, aunque no sepamos de qué. Las cosas parecen funcionar así, infinidad de caminos que se cruzan y nosotros siguiéndolos, saltando de uno a otro, o tratando de hacer varios a la vez. Y visto desde afuera, desde arriba, como si fuésemos el ser que mueve los hilos, pero sin moverlos, sin serlo, uno se pregunta: ¿y ese andar ciego, para qué? ¿Y esas multitudes incontables en las calles, de hormigas, por qué?
Imaginemos algo que puede ser cierto -aunque la gente no lo sepa-, imaginemos por un momento que todas y cada una de las hormigas tiene planteada una interrogante. Entonces dejan de ser hormigas y de nuevo son seres, mis semejantes, pues tienen alguna cosa en común conmigo, un tema que no es necesariamente igual al mío -espero, aunque siendo honesto no podría saberlo, pues desconozco el mío. Pero reconozcamos a cada ser un… tema, siendo generosos, -acordando que cada ser es único-, entonces concluiríamos que todos tenemos en común algo, llamémoslo una X, y concluyamos también que no estamos tan solos pues compartimos esa X, aunque en la práctica todos y cada uno la cargan en la más completa y absoluta soledad. Es verdad, solemos negarla, esconderla, disfrazarla -“el problema no está en los problemas sino en algún sitio fuera de ellos”, dijo el sabio Imre Kertész. O bien, gritamos su existencia, mostramos la X a todo quien quiera saber -¿pero qué mostramos, insisto?-, mostramos lo que logramos distinguir de eso, de ella…, esperando, sin saberlo quizás, que nuestro interlocutor, o alguien más venga y nos explique qué es, aunque la mostramos con la creencia de estar dando al mundo una explicación, que estamos ayudando y somos no sólo inteligentes sino generosos, pues mostramos la punta del iceberg -creemos-, mostramos cierta idea de cuál es la pregunta de fondo que nos hacemos al escribir un libro -éste por ejemplo-, o resolvemos un problema de matemáticas, o cosemos un vestido. Arriesgo unas interrogantes sobre el acto de mostrar: ¿una farsa, valentía, búsqueda de respuestas, medios para un fin, ego a todo vapor, una forma de llenar el tiempo?
También es verdad que casi la totalidad de las personas muestra en el libro la razón por la cual lo escribe. Casi todos tienen claro el tema -aunque como citamos, los problemas siempre están en algún lugar fuera del problema, lo que implica una impostura que se desconoce generalmente. Pero no tiene que estar incluida necesariamente en un libro, pues no todos -por suerte- escriben libros, la pregunta puede estar también incluida en el habla, en una sonrisa, en el andar, en la forma de mover las caderas una mujer hermosa.
En fin, cabe entonces la posibilidad de que todos carguemos una X, la cual puede ser latente, manifiesta pero no explorada, una curiosa compañera de ruta, una hoz rasgando las costillas del propietario, una luciérnaga de luz intermitente -o la oscuridad de antes y después de nuestra existencia, pero afirmar esto sería dar como respuesta, una especulación sin fundamentos, sin pruebas, al no saber qué es esa oscuridad. Desde luego éstas son simples posibilidades entre una lista interminable. Pero concluyamos -como si pudiéramos- que la X está en nosotros, por lo menos en muchos de nosotros -dejémoslo así, decir que está en pocos puede configurar un prejuicio, o lo contrario: conformamos una elite o somos unos jodidos extraños.
Pero independientemente del número de los portadores de X, cabe preguntarse si llevarla es un beneficio o una carga, una virtud o una maldición. Es difícil dar una respuesta si consideramos que no sabemos si portarla implica un hecho de la naturaleza o una patología -¿son las enfermedades hechos de la naturaleza?, ¿importa acaso? Me parece que la respuesta está en cada portador. ¿Pero qué opinan las personas que conviven con los portadores: los amantes, los hijos, los compañeros de trabajo, cómo los afecta, cómo perciben X, si es que saben de su existencia, si no la portan también? Dejemos entonces las conclusiones a cada uno. Pero una nueva cuestión aparece relacionada con la valoración de X: ¿Cuál sería la mejor posición con relación a ella, ser portador o presenciarla en otro, ser actor o espectador? ¿Sufrirla o verla sufrir? ¿Gozarla o verla gozar? Un poeta dijo una frase que podemos aplicar al caso por analogía, porque colocarla como un traje sobre X, sería definirla y darle un valor, cuestiones hasta el momento no logradas en este escrito; el poeta Antonio Porchia dijo: “Creo que son los males del alma, el alma”. Entonces volvemos a las preguntas: ¿estamos mejor como actores o como espectadores?, ¿se pierden de algo importante los espectadores? ¿Son unos “elegidos” los actores? Vivir o presenciar como dilema. ¿Pero acaso no vive quien presencia? Ahora usemos un lugar común para dar un juicio de valor: nuestra admiración por el actor -incluido el que está sobre las tablas del teatro, o en el cine-, nuestra admiración por quien hace, por quien vive. ¿Acaso, visto con la perspectiva del tiempo, no recordamos siempre, no consideramos los días más interesantes de nuestras vidas aquellos en que atravesamos situaciones límites, cuando por alguna razón o pasión sentimos el corazón estallar en nuestro pecho, cuando estuvimos en medio del peligro? -no descarto que la pregunta y su respuesta conformen una posición personal, sin embargo corro el riesgo de hacerla general. Entonces puedo -podemos si ustedes me acompañan- afirmar que sobre la base del citado lugar común de valorar al actor, la posición del actor, del portador de X, es privilegiada con respecto al espectador inocuo -conste que debiera decir: puede ser privilegiada, en vez de es privilegiada. Pero hacer una afirmación categórica que siento ajena al espíritu de este texto -y me incomoda-, es fácilmente refutable con sólo una pregunta: ¿y si portar X significa un estigma, una incomodidad grave para el actor, una tragedia? En consecuencia, luego de un rodeo, debemos volver atrás y cerrar: dejemos entonces las conclusiones a cada uno.
No nos detengamos, sigamos ahora indagando desde otra perspectiva relacionada con la gente. Por ejemplo: ¿qué papel juega X en el orgasmo, en la pena de una amante abandonada por su amado, X entre celos enfermizos, en la venganza, X en quien ha caído en el fondo, en la última paila del infierno? O bien, no siendo tan dramáticos: X en la búsqueda de un tesoro -hay quien pueda decir que X es el tesoro-, X en el choque entre dos mundos, en un viaje espacial -¿hacia X? ¿cabe acaso en la demencia, es X la culpable de la locura -de la mía como portador? En las cúspides de la tragedia, ¿qué hace X? ¿qué lugar ocupa al vagar en la sala de tortura, en el tormento del torturado, en el goce del torturador? -obsérvese que por primera vez X aparece afuera, “vagando en la sala de tortura”, afuera de las personas, del ser, sola, íngrima y sola. ¿Será que abandona nuestros cuerpos, nuestras mentes, en los momentos más extremos? Sería de fábula señalar que se trasmuta -no cabe encarna- en la electricidad que aplican en los testículos, en las tenazas que levantan las uñas -pues hace rato que abandonó al hombre que sufre, camuflada entre el fluir de su sangre, pues su presencia en un momento extremo parece completamente irrelevante. Un comentario aparte: acabamos de ver de nuevo a X aparecer -ahora si vale- encarnando el dolor. Mala cosa, es una insistencia que rechazo, que me niego a aceptar -caprichosamente, lo sé, sin embargo puedo decir a favor de mi predisposición, que las estadísticas mostrándola en otras representaciones me favorecen por el momento.
Salgamos de los extremos, de la tragedia, prefiguremos sobre el papel de X en situaciones normales, como su labor en una cena con invitados, o en medio de un juego de póquer, o mientras el portador corre detrás del balón en un juego de fútbol. ¿Qué pasa, cómo influencia X el desarrollo del partido, el desempeño del portador? Acaso el jugador es capaz de tomar a X y dominarla repetidamente con un pie, pasarla para el otro pie, al primero, al otro, luego al hombro derecho, al izquierdo, a la cabeza, burlando contrarios, para terminar pateándola e introduciéndola por todo el ángulo derecho del arco, lejos de la destreza del portero. O bien, pasa lo contrario, es X quien toma al portador y hace cabriolas con él hasta terminar pateándolo sin misericordia por donde más le duele. Ambas son simples posibilidades sumadas a otras, por ejemplo: X como una señal en el hombre que le da carácter, templanza, fuerza, hasta distinguirlo y hacer de él un jugador destacado, con personalidad, que hace la diferencia en el partido; o bien, X como una carga, una distracción, una perturbación real que impide al jugador concentrarse en el juego, dominar la pelota, pensar, ubicarse en la cancha, y trae como consecuencia el ser cambiado por el entrenador, o peor, ser expulsado por el árbitro ante una fuerte falta innecesaria a un contrario; o incluso, nada de esto es posible pues ya había X incapacitado al portador desde el principio para ingresar a un equipo de fútbol. Y pensar que estas cuatro posibilidades pueden darse sin que siquiera el hombre esté consciente de la presencia de X en él, de ser portador. Pero imaginemos que el hombre está consciente y no rehuye el tema, no lo esconde de sí mismo, aceptándolo como se acepta el color de la piel, o mejor, un lunar en la mejilla del que se hacen bromas, o incluso él mismo hace bromas para los demás; entonces vemos que entre ambos -X y el portador- hay una convivencia, incluso una camaradería, y juntos parecen hacer pareja en el jugo de póquer -aunque sea individual la apuesta-, conversan, deciden cuántas cartas cambiar, y ganan juntos abiertamente contentos, o pierden juntos. Pero la pregunta necesaria es si esa camaradería existe siempre, si no discuten de vez en cuando y terminan insultándose -una acotación importante: X ahora asume características humanas, juega, habla, insulta. Aquí, en definitiva, cabe entonces imaginar a X como un atributo, o lo contrario, X como un lente de aumento que beneficia a quien la porta, o como un estigma que lo hunde, que lo difumina.
Volvamos a la fábula, al punto de X como ser humano, apenas asomado recién, pues nos parece de interés. Supone a un portador habitado por otro ser en una situación de simbiosis o parasitismo, entre otras alternativas. Vida en la vida, cuerpo entre el cuerpo, convivencia, promiscuidad, lucha entre contrarios. Sea como sea la característica de la relación, lo destacable es una humanidad en una humanidad. Bastante se ha hablado de la multiplicidad del ser, de la infinidad de seres que habitan en uno, que somos, de cómo en el tiempo, o ante ciertas circunstancias, dejamos de ser quienes somos y pasamos a ser otros, de cómo renacemos, no sólo en la misma vida, sino en otras. Todo esto parece válido -metafóricamente por lo menos-, pero hablamos de otra cosa, de un humano habitando un humano, situación extraña, anormal pareciera, tener un habitante: “casa tomada” podría llamarse, con todas las implicaciones de un huésped no deseado -seguramente por la mayoría de los portadores. Claro está, no debemos confundir la manifestación del ser -¿el intruso?- con el diálogo interior, natural, común y silvestre en todos. Por el contrario, una presencia así se asemeja más a las voces que escuchan ciertos enfermos mentales, que terminan dominando su vida, apartándolo de la esfera real -que llamamos real- si no se trata su mal, si no se medica. Por lo tanto una presencia tan impactante, si llegara a presentarse, conformaría ya una forma de percepción que escaparía con mucha distancia a las distintas interpretaciones que hemos hecho de X, sobre todo de la interrogante original, que me permito recordar: “Escribo…-la primera palabra-, apenas comenzando este libro, y tengo la impresión, en realidad, la certeza de que el lector podrá descubrir entre líneas lo que yo busco al escribirlo, y que casi tengo la convicción de no poder nunca descubrir”. Recordemos aquellas historias sobre personas que jugando la ouija son tomadas por el espíritu de un niño, convirtiendo sus vidas en una lucha sin tregua por librarse del espectro invasor que perturba y destruye su existencia. Basta este ejemplo para concluir que definitivamente hablamos de otra cosa, de algo más sutil, más agudo, perspicaz, siendo real, verificable -por lo menos en el mundo de las ideas- que se me ocurre ahora está más cerca de todas aquellas situaciones, de todos aquellos temas o razones no expresadas explícitamente, abiertamente en el libro, pero que vagan por las páginas como una presencia ineludible -para el lector atento, cuando menos.
Lo dicho me trae a la mente –y a la pluma dirían los antiguos, al teclado, hoy- otra posibilidad también destacable: X como un fantasma que recorre las páginas de los libros, espantándonos a veces con su presencia borrosa pero ineludible, sorprendiéndonos, interesándonos -¿acaso lo que nos interesa más de los libros, de las obras de arte, no es aquello no expresado, lo que no sabemos, lo que no comprendemos del todo? ¿Será X esas inquietudes que nos despierta el arte? Debo citar el cliché sobre el misterio de la sonrisa de la Mona Lisa. Pero tomemos el término más literalmente: fantasma: “Visión, ser no real que se cree ver. Aparecido, figura de una persona muerta que los vivos creen ver”. Entonces X no es real, creemos verla, creo verla para ser más exacto, y según esto he escrito ya doce páginas de elucubraciones sobre una mentira. ¿Pero por qué siento la presencia del fantasma tan real en mí? -la sentimos, pues me niego a ser el único, sé que no soy el único. Y aparece de nuevo la muerte como posibilidad de respuesta -alternativa ya señalada: X = Muerte, es decir, X = fantasma, espíritu de persona muerta y por ende representa la muerte-; sin embargo, insisto, X definida como “algo que los vivos creemos ver”, no como una realidad, significaría en consecuencia que la muerte no existe y es sólo una especulación -conclusión por demás interesante. Pero es notorio, a mi parecer, que los humanos estamos más sujetos, tenemos una relación más estrecha con lo no real -el mundo “aparencial” es el único que existe, el “mundo real” es pura invención, señaló Nietzsche-, estamos casados con lo imaginario, con lo que conforma el mundo de las ideas y sensaciones. ¿Qué es nuestra madre para nosotros, lo que realmente es o un cúmulo de sentimientos, de percepciones, de ideas inciertas, mitos, medias verdades, especulaciones?: es lo que creemos que ella es, simplemente, lo que sentimos. Usemos un ejemplo más claro, ¿cuántas cosas hay a nuestro alrededor que no percibimos de ninguna manera?, pero no hablo sólo de pedestres sillas o cuadros en la pared, hablo de verdades incuestionables, como el amor de una persona por otra, nuestras incapacidades o las de los seres que amamos. ¿Y dónde ubicamos todo aquello que nos negamos a ver, a aceptar? ¿Cuántos se niegan a aceptar un cáncer, o una relación extramatrimonial inconveniente, el fin de una relación? En fin, las visiones, los fantasmas, aunque no existen, parece que espantan, y lo que es más cierto, están en nosotros, inquietándonos, quizás -siendo optimista- alumbrándonos. ¡Ah!, las sales de la vida. Se me ocurre, para cerrar el punto, que con estos fantasmas “inexistentes” va a ocurrir como con todas aquellas cosas para la ciencia inaceptables por imposibles, en otros tiempos -como la telepatía, la levitación, los estigmas sangrantes en las manos y los pies de los fieles- que con los avances de la ciencia han sido explicados, demostradas sus causas, y pasan a formar parte del mundo real, de lo conocido -se dice que la próxima frontera de la ciencia es lo paranormal.
Buscando un poco más arriba de la palabra fantasma, en el Diccionario Porrúa de lengua española, encontramos la palabra fantasía: “Imaginación creadora. Facultad de formar imágenes mentales combinando las que ofrece la realidad. Creación ficticia”. Volvemos entonces a la inexistencia de X, al “mundo aparencial”, a X como una creación del hombre percibida como una verdad ineludible que lo marca -al portador desde luego. Pero a esa misma definición podemos anteponerle un sinónimo: ilusión, hermana de la palabra esperanza. Entonces X podría considerarse como una fantasía creada por el hombre para seguir adelante, como acicate existencial en una vida que resulta, cuando menos, difícil -un emigrante contaba una anécdota sobre lo vivido al llegar a un país con una grave crisis política y económica: decía que la gente le ofrecía trabajos, apoyos increíbles, guía en un mundo desconocido, lo que le contentó mucho; pero pasaban las semanas y los meses sin que nada se concretara y molesto concluyó que era un engaño, una farsa odiosa; años después comprendió lo que pasaba: la gente, impotente, en medio de una dictadura cruel, jugaba el juego de la ilusión, que consistía en regalar a los demás una posibilidad, un sueño, una alegría, que le ayudaba a continuar en medio de un paisaje agreste y sin futuro a la vista. Así entonces, podríamos definir a X como una esperanza reflejada en un misterio que no podemos despejar hoy, y que podría en el futuro develarnos algún conocimiento importante que nos conduzca a la paz anhelada -consciente o inconscientemente- por el ciudadano del mundo, a la paz del “guerrero” de la vida -aunque en estos tiempos vivimos para tener y no para ser, y en el fondo de nosotros sobreviven las inquietudes del espíritu. En definitiva, la tesis expuesta opera sobre la base de las ilusiones, pues sin éstas la vida perdería sentido, según ella no podríamos levantarnos en la mañana sin tener algo que esperar, por falsa o insignificante que para otros parezca esa efímera ilusión. ¿Podemos imaginarnos en medio de un desierto de arena plano, infinito, donde un horizonte equidistante e inalcanzable nos rodea y es lo único que está a la vista, donde da lo mismo caminar hacia cualquier dirección?
Pero X no necesariamente aparece entre líneas en un libro, tras las cortinas del escenario, o en los rostros borrosos en un espejo apenas importante al fondo de una pintura, o de la melodía que tarareamos hasta el cansancio, aparece en infinidad de formas en la vida diaria de los hombres. Y nuestra ignorancia proverbial nos impide colocar la inquietud en los animales y otros seres vivos. Se supone que el hombre es el único capaz de percibir cosas intangibles, manosear ideas y hacerse preguntas. ¿Y cuales son esas formas? Para responder tendría que ponerme en el lugar de otros, con las dificultades que esto acarrea en un hombre que se hace preguntas en función del libro que está escribiendo, y que Usted, amable lector, lee ahora. Podemos aventurar respuestas pensando en otras formas en que X se hace presente en el resto de nuestra vida diaria -para lograrlo parto de la premisa de que experimento cosas semejantes a mis congéneres, pues “todos somos uno”, como señala la cosmovisión Mapuche. Veamos una forma sutil de representar a X en lo cotidiano, de dibujarla: en el silencio que repentinamente atraviesa una conversación entusiasta y que marca por un instante, deformando el rostro sensual de una mujer. Claro, el suceso narrado es la fachada pero no lo que hay en el fondo, el origen. O bien, en la mañana, frente a la escena rutinaria al afeitarnos frente al espejo, cuando un día repentinamente quedamos anonadados, perplejos, pues algo nos llama la atención en ese rostro, y lo miramos fijamente como si fuese el de un extraño, como si nunca lo hubiésemos visto, aunque parece decirnos algo importante, sin reconocerlo pero sabiendo que en la memoria se oculta su identidad, que no está lejos, pero no logramos por un instante infinito enganchar la imagen para saber la respuesta. No puedo imaginar a X de una manera burda, ordinaria, relacionada a la violencia, no la veo en el motivo para golpear a una persona hasta sangrarla, o en la insensibilidad de quien ordena lanzar, u oprime un botón que dispara una bomba que cuesta la vida a decenas de miles de personas, y que se cree superior moralmente -y en todo sentido- de quienes cortan cabezas con machetes; pero repensando lo dicho, ¿acaso X no puede estar en los sentimientos -o falta de- que gatilla los crímenes que a diario nos asombran?, ¿tenemos algún argumento válido que la libre de culpas?, ¿acaso sabemos qué es X? Pero sigamos con los ejemplos: X, en las obras de arte, podríamos especular que representa los temores, el miedo oculto del autor, sus fijaciones e inquietudes, incluso, porqué no, su poética -o lo que la define; al igual que en el hombre común, que camina, como el artista, con sus lastres, sus miedos, perplejidades, paradigmas y sentencias inquietantes, que al final no sabemos del todo cómo las representa, como entendemos lo hace el artista -¿será X las representaciones desconocidas de la gente común que alteran la cotidianidad? Aunque sin conformarnos, excavando un poco más, queriendo llegar al fondo -con el riesgo de quemarnos con llamas del infierno, del centro de la tierra- tendríamos que preguntarnos, en el mismo sentido que el poeta se pregunta: “¿qué se ama cuando se ama?”, y traducimos en ¿qué preguntamos cuándo preguntamos?, o mejor, ¿qué es X en X?, o bien, ¿si desciframos X, ese resultado representa la X que la comprende?
Por lo tratado, todo parece indicar que X podría ser una construcción mental -¿creada inconscientemente y alimentada conscientemente, viceversa, o en cualquier combinación? Existe un postulado que afirma que “en la mente no hay espacio ni tiempo”, por lo tanto X sería una construcción sin espacio ni tiempo de la vida mental. Tratemos de ubicarla entonces en una representación sujeta a la voluntad de las personas, consciente: en la industria del cine, donde hoy se trabaja con programas narrativos, modelos estructurales, y se diseñan los personajes. Desde luego, lo planeado no resulta ser lo realizado -por suerte-, intervienen una serie de factores, siendo los principales los humanos: esencialmente el actor que representa el personaje, la percepción del director que sabe que no funciona una escena, una secuencia, un guión, y lo transforma. Entonces toda esa fría ingeniería inicial de los productores y guionistas -y programas de computación-, termina pasando por el filtro de la interpretación del actor, de los escenográfos, del director que está obligado a hacer coherente y creíble la acción, a llenarla de vida. Un buen actor elimina el ripio del artificio, decanta los diálogos, humaniza el esquema vital hasta que nosotros lo sentimos verdadero. ¿Pero dónde ubicamos esta vez a X? ¿En el secreto de la encarnación del personaje? ¿En aquellos rasgos visibles de la actuación que potencian al personaje: una mirada, un gesto, la declinación, el quiebre de la voz en el momento justo? O bien, fuera del actor y del personaje, entre el espacio entre uno y otro, en la búsqueda del actor -la creación- del personaje hasta colocárselo como un traje -¿perfecto? Vemos en lo afirmado los peligros de planear la vida. Entonces, sobre la base de este ejemplo de artificio -el cine-, se nos ocurre señalar que no somos capaces, los humanos, de diseñar a X, de organizar un plan para desarrollar una inquietud que estará presente significativamente en la línea de nuestra vida. Sería algo así como planear de quién enamorarnos, y ejecutar el plan. El resultado al final de diseñar X, puede ser semejante a un Frankenstein, un monstruo que terminará seguramente quemado -quemándonos- por la multitud de nuestras confusiones y fracasos por la impostura. Podemos concluir entonces que X, si es una creación de la mente, debiera ser inconsciente.
Pero regresemos al presupuesto de que “en la mente no hay espacio ni tiempo”, ¿cómo influencia esto a X? Hemos observado ya que X carece de materia -aunque debe haber quienes la representen en un objeto-, que no aparece a determinadas horas o días, como si marcara tarjeta en el trabajo, y que es ubicua, pues aunque yo la busco en un libro -a cada uno se le aparece en su ambiente-, tengo claro que no sólo está entre las hojas, pues nos habita como un fantasma que hace notar su presencia. Ahora, si partimos de la tesis de que el futuro y el pasado no existen, que sólo hay un eterno presente -el pasado ya no está y el futuro no ha ocurrido-, estaríamos obligados a ubicar a X exclusivamente en el “eterno” presente, que es lo único tangible, lo único real. Algo, entiendo, vamos avanzando en la búsqueda.
Otra posibilidad es la de tener una X prestada, copiada, imitada. Sin importar cuál es su origen en el portador, no es extraño en una sociedad de imitadores como la nuestra, que halla quienes la tomen de otros, y jueguen a portar como dueños algo que, como los portadores originales, no comprenden -¿podrán sentir, buscar el significado de algo ajeno? Imaginemos que haya un imitador, o mejor, un observador avezado que logra despejar X al estudiarla para representarla mejor -ya lo he afirmado, somos expertos en otros y ciegos en nosotros. Objetivamente podríamos decir que es posible, pues el extraño cuenta con la ventaja de la distancia, de poder observar X desde afuera. Tal vez una opción viable para despejar la incógnita sea buscar a uno de estos estudiosos. Quizás haya más de una persona por allí con la respuesta a una inquietud esencial para otros, pero sin ninguna importancia para ellos. Aquí se vislumbra un camino.
Unas reflexiones, al margen, sobre la presente búsqueda -reflexiones útiles porque cabe la posibilidad, entre muchas, de que X sea precisamente la búsqueda. Pareciera que damos mil vueltas alrededor de X, y creemos acercarnos por momentos, pero siempre vemos un sector oscuro en la definición que no podemos llenar a pesar de la insistencia. Nos movemos hacia ese sector, buscamos despejarlo, e independientemente del logro tengo la impresión de que otro lugar de la definición se oscurece, o bien, aparece otro espacio mayor en tinieblas. Sin embargo no pierdo el optimismo, pues, aunque no podría probarlo, tengo la sensación de que avanzo -no olvidemos la ilusión necesaria, me recordaría el lector. Es como un largo viaje a un lugar desconocido, rodamos y rodamos, miramos, observamos, nos detenemos, reflexionamos, continuamos, y aunque no vemos el final sabemos que ya recorrimos una parte del camino, que de cualquier manera estamos más cerca de la meta. Por otro lado, tenemos la convicción interna de que con el viaje vamos afinando nuestra percepción, entrenando el ojo, y no tardaremos en ir descubriendo señales, marcando pistas, sumándolas hasta poder al fin dibujar el mapa que nos llevará a la meta. Descubro ahora que estas reflexiones son una parada necesaria para saber dónde estamos ubicados -lástima que para esta búsqueda no tengamos un sistema de información geográfica que nos señale el norte, y nos dé las coordenadas exactas. En fin, aunque lo sintamos infructuoso, tal vez lleguemos a la conclusión de que X es el mismo camino -¿la vida?- ¿Podemos imaginarnos acaso en una posición en el mundo en que tenemos todo absolutamente claro y nada nos inquieta? Tal vez -y aquí voy a exponer una tesis romanticona, lugar común, que cuando menos me incomoda-: tal vez la vida sea el camino, la búsqueda. No, no me estoy dando por vencido, si concluyo que la vida es la búsqueda, tendría ya la respuesta y pararía, no seguiría el viaje, no buscaría más y esto sería equivalente a renunciar a la vida -si la vida es el camino, la búsqueda. En fin, un círculo vicioso perfecto, sin solución, que no me hace darme por vencido; al contrario, marco la posibilidad con lápiz rojo -una posibilidad que no podría afirmar del todo, pues veo un sector oscuro-, y la pongo a un lado, a la vista, y sigo adelante teniendo más claro en dónde estoy.
Ahora recapitulemos, en un momento tuve la impresión de que nos alejábamos del origen de este discurso -me gustaría llamarlo discusión. Probablemente, si nos separamos del tema, estemos extraviados en una jungla de especulaciones sin sentido. Tenemos que tener cuidado. Entonces, ¿cuál es la pregunta original? ¿Hubo una pregunta original? Me refiero a una precisa y determinada. Recuerdo que sí -aunque con su espacio oscuro. Se me ocurre que el problema está en las relaciones que la pregunta en cuestión tiene con tantas otras preguntas, no pocas importantes. Esto puede traer desviaciones, pérdidas de tiempo, por muy entretenidas que sean las especulaciones. ¿Pero acaso esas interrelaciones entre las preguntas son de poca utilidad? Pareciera que no, que una de las formas de conseguir respuestas es ahondar en los temas relacionados a la pregunta, aunque no sean precisos. Entonces podemos concluir que la búsqueda puede -o debe, si no hay opción- hacerse por las innumerables interrelaciones de la pregunta original -¿acaso por distintos caminos no se llega a Roma? Sin embargo, insisto en la pregunta original, y como ahora la veo difusa, amorfa, intangible, la cito otra vez textualmente: “Escribo… -la primera palabra-, apenas comenzando este libro, y tengo la impresión, en realidad, la certeza de que el lector podrá descubrir entre líneas lo que yo busco al escribirlo, y que casi tengo la convicción de no poder nunca descubrir”. Entonces, concluyo, querido lector, que usted puede ya tener clara la respuesta. Sin embargo, cómo puedo pedirle que descifre el misterio si estoy apenas en el proceso de escritura, y el texto no está todavía en sus manos -aquí hay una dualidad, dos opciones en el tiempo, pues mi presente se trastocará en pasado cuando usted tenga el libro en sus manos, y yo no tengo una máquina del tiempo para doblegar su linealidad aparente y acercarme a usted, en el futuro. Ante este problema indisoluble sólo me queda un camino seguro: seguir desarrollando el texto, aportando datos, para que cuando usted termine la lectura cuente con más información para contestar la pregunta, y me escriba, si es tan amable, y me revele la verdad -esto, claro está, si al terminar de desarrollar este libro no he podido lograr contestar definitivamente la pregunta, como todo parece indicar.
Otra reflexión al margen, ahora sobre la metodología -si acaso la hay- empleada en el desarrollo del presente escrito. Es evidente que no hubo un plan predeterminado sobre los temas a tratar, o sobre cualquiera otro de los espectros que observamos en el texto. Sin proponérmelo el discurso ha operado con la lógica de la libre asociación de ideas -¿una reacción en cadena?-, como un monólogo en una sesión analítica. No queda otra entonces que señalarme como el analizante, el que habla, y a usted, lector, como el analista que presta una “atención flotante”. De esta manera es patente el hecho de que los descubrimientos quedan por mi cuenta. Aquí me entra una duda, pues como decía Montaigne: “Creemos que jugamos con el gato, pero, ¿cómo estar seguros de que no es el gato el que juega con nosotros?” En consecuencia hay que replantearse el papel nuestro, y el de X. Si es el gato el que juega con nosotros, cuestionaríamos el libre albedrío, seríamos objeto de X, víctimas. Entiendo que mucha gente es esclava de otros, de circunstancias sociales, de su naturaleza, lo cual los distrae de las inquietudes intrínsecas a su humanidad, de las preguntas; pero tengo la impresión de que sentir la presencia de X y buscar despejarla, no es más que una señal de libertad de las personas capaces de buscar. Pero si en realidad lo que estamos exponiendo aquí, más que una libre asociación de ideas es una reacción en cadena, ¿cabría esperar la explosión?
No nos detengamos, sigamos entonces subiendo peldaños, por innumerables, por breves que parezcan, pues cuando menos lo imaginen saltará la liebre -aunque yo tal vez no la vea, insisto en poner mi esperanza en Usted, apreciado lector. Hay quienes consideran que en eso consiste el viaje, en superar y alcanzar otros niveles, y desde arriba poder ver claramente lo que está abajo, o visto de otra manera, al aprender a ver claro el nivel en que estamos, subimos al siguiente -aunque queden algunos espacios oscuros sin resolver en los niveles inferiores, llegaría el momento en que los aclarásemos. Muchas son las tesis al respecto, y no es el objeto de este texto exponerlas, pues nuestra labor es mucho más modesta, aunque no por eso el camino es necesariamente más fácil, o menos interesante.
Demos ahora un salto cualitativo en la búsqueda -¿un salto mortal?-, pasemos del mundo mental al de la física: ¿y si X es antimateria? Esto quiere decir que “para cada partícula existe una antipartícula, y cuando se encuentran se aniquilan, pues tienen la misma masa pero con una carga eléctrica opuesta”. Especulemos, entonces para cada idea habría una antiidea, para cada sensación una antisensación, para cada prejuicio, para cada imagen, recuerdo, luz, objeto, persona, hay un contrario. Sería algo así como nuestra imagen al otro lado del espejo. Esta posibilidad explicaría de alguna manera la perenne fuga de X, la situación fantasmagórica en que la vemos o apreciamos desde el primer momento en que la identificamos. De allí su falta de absoluto, de homogeneidad, de definición, de allí su vacuidad, su carácter etéreo, su penumbra y ubicuidad. Tal vez aquí encontramos la razón de la dificultad en determinarla, de atraparla en su forma exacta, pues al definirla totalmente la hacemos encontrarse, ser una con la materia, y estallar, aniquilarse mutuamente por sus cargas energéticas contrarias. Esta propuesta tiene otras aristas interesantes: vemos a la antimateria como un polo contrario a la materia, en consecuencia podemos definir a X como una representación de nuestras contradicciones más profundas, como una negación de nuestras convicciones o certezas, contradicciones que habitan en nosotros y afloran, hacen presencia en nuestros quehaceres inquietándonos, sorprendiéndonos, maravillándonos, molestándonos. El inconsciente, “el corazón tiene razones que la razón no conoce”. Podemos señalar la importancia que tendría la existencia de X como antimateria, pues jugaría un papel preponderante en las vidas, en el ser de quienes vagamos por este valle de lágrimas: su presencia significaría no sólo un llamado de atención, sino la preponderancia en nosotros de inquietudes, sensaciones, juegos dialécticos internos, luchas, conflictos, que es menester le pongamos atención, que es menester que miremos y ojalá descifremos -se me ocurre en este momento que sin X la vida sería plana y con poco sentido; ¿pero qué hacemos cuando X puede ser un tormento?
Volviendo a la metáfora de X como una imagen -¿la nuestra?- al otro lado del espejo. Podemos afirmar que frente al espejo sería la única forma en que la materia y la antimateria pueden verse, encontrarse, sin estallar. Y aclarar, apreciar ahora esa imagen, X, en el espejo, representa un progreso, un logro que le debo a este texto, pues nunca su presencia había tenido una forma tan visual para mí; al contrario, X se había mostrado como una señal muy difusa en un espejo opaco –como una metáfora imprecisa, indefinida-, imagen que venía siempre de otro espejo, y de otro, y otro, sin que lograra nunca determinar el número de copias, sin lograr ver el original. Claro está, verla de frente en el espejo no significa que hemos encontrado la definición exacta, que hemos encontrado a X; hay que resaltar que entre X y su réplica hay una distancia, un espacio incierto -¿una dimensión?-; por otro lado la copia en el espejo depende de la calidad del material con que éste está hecho –el cristal, el azogue-, lo que es equivalente, en el presente caso, a la destreza, la fidelidad con que mis palabras en este texto han dibujado a X, y cómo es apreciado el dibujo -aquí debo afirmar que todo escrito, su resultado, depende de la simbiosis escritor-lector.
Hay en este punto que señalar también las llamadas “puertas” de la percepción. La imagen en el espejo, o la realidad, puede ser percibida de distintas maneras acordes a la capacidad del observador. Por mucho tiempo se catalogó como enfermedades los efectos causados -los síntomas apreciados- en personas que tienen puertas abiertas, capacidades superiores, para percibir el mundo, o parte de él, que otros no tienen o tienen disminuidas, o cerradas. En otras palabras, la percepción que tengamos de X -o de cualquier tema u objeto- depende del observador, habiendo algunos que son considerados genios, o locos, en función de su capacidad de vislumbrar, de ver simplemente, llegando incluso a separar el objeto significante de entre la jungla de cosas y conceptos que lo rodea haciéndolo indetectable, amorfo, o simplemente inservible, o inútil. Además, hay quienes logran separar este objeto importante, a través de las drogas y otros métodos poco ortodoxos.
Pero analizar la capacidad de ver, o los instrumentos que podemos utilizar que es el siguiente paso, no sé si pueda darnos resultados tangibles; por lo tanto debemos regresarnos a la búsqueda de X en el terreno, a rastrear las huellas, a perseguir al animal por el bosque, a ubicarlo en medio de la mira de nuestro rifle de percepción, para terminar disparando sin contemplaciones una malla de palabras de acero irrompible que permita finalmente atraparlo, identificarlo, describirlo, hacerlo nuestro para siempre. ¿Y por dónde debemos continuar? Dijimos que por distintos caminos podemos llegar a Roma. Recuerdo una historia que podemos usar como parcela de ensayo en el experimento de esta ocasión; me refiero a un cuento “ruso”; después de todo debe ser lo humano, la condición humana, el terreno más propicio para buscar -el predominio de la imagen sobre la idea siempre facilita las cosas. Comienzo: “la protagonista es una vieja usurera que se hizo indispensable y temida por la gente, odiada por su obstinación e inmisericordia; lo único que amaba en el mundo, además de acumular riquezas, era su joven y sonriente hijo, quien no heredó su dureza, y a quien complacía en todos sus caprichos. Muchas veces el hijo pedía dinero a la madre y, sin que ésta supiera, se lo daba a los deudores para pagar cuotas o intereses vencidos, y así salvarlos de perder las tierras, o la casa. La madre por alguna razón finalmente sospechó, y marca el dinero que le entrega al hijo, comprobando el engaño. La usurera espera en la tarde a la sangre de su sangre y, a pesar de su amor, en contradicción a su amor, por primera vez lo insulta y golpea en una rabieta que terminó en un desmayo, en su corazón que se desgarra, en una muerte inesperada pero consciente, que se la lleva en minutos en una lucha entre su amor y su codicia que no puede dejar a un lado ni en el último instante. El hijo, el único que la quería, conociendo el desprecio de la gente, temeroso por la afrenta de un funeral solitario, recorrió los teatros de la ciudad y contrató a todas las actrices y actores para que lloren a su madre y la acompañen hasta la última morada. Los artistas representaron en el velorio, y en la mañana en el cortejo fúnebre (para las miradas tras los visillos de las ventanas), las escenas de dolor más desgarradoras, la mejor actuación de sus vidas…” Hasta aquí el cuento. ¿Podremos sacarle algún provecho en nuestra búsqueda? ¿Cómo podemos rastrear a X en esta historia? ¿Qué motivaba, qué inquietaba a la madre?: sobresalen el dinero y el hijo -o el hijo y el dinero, nunca sabremos el orden. Lo cierto es que en la codicia y el amor filial encontramos, en cada uno por separado -aunque están íntimamente ligados-, el placer, vísceras, razones para vivir, miedos, anécdotas, costumbres, mitos, obsesiones personales y mucho más; pero entre una y otro, la codicia frente al amor, aparece la lucha, el enfrentamiento que como materia y antimateria ocasionaron el estallido, la muerte, el desenlace trágico que transforma el estado de las cosas. ¿Sería el miedo lo que detonó en la madre la implosión? Se dice que todo miedo tiene su deseo. Tal vez, de situaciones como la narrada viene aquella convicción de guerreros, políticos y gente práctica, de que no hay que permitirse debilidades humanas. Pero pareciera que X -si acordásemos definirla como el enfrentamiento, la lucha interior- no se queda allí junto al cadáver, en la urna, no pasa a mejor vida con la tragedia de la madre; recordemos el hijo, la arena, el circo romano donde se escenificaron más de veinte años de lucha entre las pasiones de la madre, entre el amor y la codicia, entre su amor por la madre y su desprecio por la forma de acumular riquezas, entre la compasión y la falta de ésta. Desde luego, esta lucha no termina con el desenlace de la historia, con la muerte, por el contrario, se sembró una inquietud -¿X?- que seguramente acompañará al hijo por el resto de la vida.
Pareciera, leyendo lo escrito recién, que encontramos un traje que le queda bien a X -el conflicto interno, uno en especial para este caso. Es una posibilidad innegablemente interesante, aunque incompleta, me parece. Conforma una aproximación muy estimulante pero no necesariamente cierta. Hicimos un ensayo en un terreno fértil y obtuvimos unos resultados muy llamativos que me veo en la necesidad, siendo crítico, de cuestionar, pues opera en las conclusiones señaladas un determinismo, una relación causa y efecto que interpretamos para llegar a las conclusiones expuestas. Nada más lejos de la realidad, pues en las relaciones humanas, en razón de la misma condición humana, no se obtienen resultados fáciles, elementales, como si se tratara de una simple ecuación. Una persona puede interpretar, sacar conclusiones, pero en todo o en parte es fácil equivocarse. En otras palabras, esa X que señalamos en la madre, que señalamos marcando al hijo por el resto de sus días, es posible en parte, tal vez, pero no es absoluta; por el contrario, siendo objetivos tenemos que decir que conforma una probabilidad; máximo si observamos que apenas consideramos un par de elementos importantes en las vidas de los protagonistas, la codicia y el amor como ente generador del conflicto; pero es seguro que existen muchos acontecimientos más que condicionaron sus vidas: qué hay de los padres de la madre, podemos imaginarle una infancia hambrienta, una violación, una inmensa soledad, la falta del padre del muchacho, etcétera. Definitivamente, por la forma de llegar a ella, me parece la conclusión demasiado fácil, incompleta cuando menos. Veo al hombre y sus circunstancias generalmente inatrapables del todo, sin poder ser objeto de mediciones exactas en lo que respecta a su espíritu, a su alma -suponiendo que exista. No por casualidad las clasificaciones psiquiátricas, los catálogos o inventarios de personalidades, las enfermedades de la mente -sus definiciones-, son constantemente renovadas, cambiadas, abolidas. De nuevo aparece la penumbra en la definición -no puedo aquí dejar de señalar que me descubro extrañado ante la vehemencia que muestro al rechazar la posibilidad planteada, ¿será que me estoy negando a terminar el juego? Me corresponde alegar: dudo, luego existo. Dejo la conclusión, sobre la certeza o falsedad de la tesis, como siempre, al lector, quien puede elegir cerrar el libro si considera que ya tiene la respuesta adecuada.
Sin embargo, insisto en seguir con esta singular tormenta de ideas, de propuestas expresadas por los múltiples seres que me conforman -“todos somos uno”. Siento que aún queda mucha tela, muchas ideas, que cortar, muchos pueblos en la carretera que visitar, y confío en que la multiplicidad de las alternativas nos dé más posibilidades de alcanzar la meta, de dar en el blanco, de encontrar a X.
Vayamos ahora a los orígenes del hombre, aunque Darwin haya dado cuenta de ellos, y sean mitológicos, o literarios, aunque no por eso menos representativos. Al contrario de la creencia, me atrevo a afirmar que el paraíso de Adán era insoportable. Por eso pronto se acompaña a Adán con Eva, y luego viene la manzana, la serpiente, la expulsión y luego Caín, hasta llegar a donde estamos. Se me ocurre que vivir en una línea imperturbable sería como estar muerto en vida -como ven, laboro con presunciones personales. Podemos entonces jugar a representar a X como ese elemento adicional que transforma el pacifico paraíso en la impredecible e interesante tierra -¿o terrible? Se dan sendas posibilidades: una, X sería el catalizador del cambio, el pecado original que nos signa para siempre; dos, X sería el pecado que caracteriza la vida en la tierra luego de la expulsión, pero que “podemos” elegir dejar a un lado para buscar el paraíso perdido. ¿Es posible acaso conformarnos con la idea de que X es el estigma que nos marca desde el inicio de los tiempos, o la tan común trasgresión de normas religiosas? ¿Es X la nostalgia por el paraíso perdido, o la señal que nos recuerda las continuas ofensas a dios por nuestros pecados? Parecen una muy pobre definición de X, máximo siendo imposible el menor acuerdo entre los hombres con relación a dios -o los dioses- o la existencia de cualquier deidad. Concluiríamos, aunque hayamos partido de premisas personales, que para todo observador la identificación de X con el pecado es un acto de fe, y por lo tanto no demostrable. A la misma conclusión llegaríamos si supusiéramos que X es el alma, la fe misma, o dios, puesto que cada lector tiene su propia creencia, y todo lo relacionado a estos temas conforma el misterio más grande –¿o, la farsa más grande?
Y si dijéramos que X es la religión, sería más factible analizarlo, puesto que se encuentra en el ámbito de la cultura -como aquello creado por el hombre-, después de todo llegamos a este mar de lágrimas desnudos, sin manual de uso, y tenemos que arreglárnosla para sortear un mundo, una vida, llena de incertidumbres, miedos y terrores. De ahí X podría ser la necesidad de dios -no dios-, la creación de una estructura de ideas, normas e imágenes que nos hagan sentir seguros, en casa; Dostoievski, en Los Poseídos, dijo “el hombre sólo inventó a dios para poder vivir sin matarse” -también supondría, a la vista de la historia, una excusa para atacar a los infieles, a los distintos. Sin embargo la religión, o las religiones, ocupan un espacio tan grande en nuestra cultura -un ejemplo, su relación con el dominio, con la política en cuyo ámbito como ciencia cabe perfectamente, más que en la teología -, espacio en la cultura que no podría entrar en la simple definición de X que pretendemos, que consideramos antes intangible, efímera, ubicua. En fin, el tema de dios, la fe, la religión, ha sido tan explorado a través de los siglos por tantos sabios eminentes -y por cada hombre en particular-, que tendría poco sentido revisarlo en estas páginas cuyo alcance será, sin duda, mucho más reducido.
Sin embargo hay un tema relacionado con la religión que podemos discutir. Me refiero al dolor, a su sentido, al culto al dolor que hizo -y hace- estragos en occidente por muchos siglos, que tiene templos y estatuas en toda la tierra. Entendemos que la tragedia es inherente a la condición humana, pero otra cosa es el culto, la fascinación por el dolor, regodearse en la tragedia; cabría también aquí otros ingredientes del mismo caldo: X como la renuncia, X como el sacrificio; ambas, junto al dolor y sus variaciones, dinares de oro para comprar el pasaje al cielo. Esta opción ha venido siendo sustituida desde el siglo veinte por su contrario: el culto al placer, a la belleza física. Como vemos son dos caras de una misma medalla. Y suele ocurrir que en la búsqueda frenética del placer se termina no pocas veces en la tragedia; o bien, cuando se regodean en la tragedia, terminan en el goce, en el disfrute del dolor. ¿Pero acaso podemos afirmar que X es el dolor, o el placer? Si acaso podemos decir que X podría ser el rastro, la huella que el dolor ha dejado en nosotros, pero sería aventurar una conclusión más.
Sigamos explorando por el mismo camino de la tragedia. ¿X como la angustia existencial, como el desagrado, la turbación, la náusea? ¿Fue Zaratustra quien habló del “mordiscón ancestral del subconsciente”? Pero concretemos, hablemos de las razones de esa angustia. Una posibilidad llamativa sería pensar en el “salvaje sacrificado” que hay en nosotros, ese ser que habita en el fondo nuestro, que ya no está por haber dado paso a quienes somos hoy. Me refiero al hombre de las cavernas, el hombre que habitaba en la selva, en la sabana, en relación estrecha con la naturaleza, quien fue apartado, de alguna manera, de parte de sí mismo, pues los humanos también somos creación de la naturaleza, somos parte de ella; pero no me refiero solamente al hombre que ayer sacrificamos en el paredón de la ciudad y el aprendizaje escolar, sino al que sacrificamos día a día por cualquier razón apartándolo de su naturaleza -debería decir apartándonos, pues, a veces, elegimos el camino. Aquí hay, por lo menos, dos variantes para X: el buen salvaje sacrificado que habita en nosotros con sus nostalgias -hay quienes dicen que la afición del hombre por el fútbol tiene su origen en el deseo inconsciente de ver el verde del pasto, de la vegetación natural, ajena a su vida diaria-; y, por otro lado, el hombre civilizado que para sobrevivir se aparta de su propia vocación, de su identidad -sin selva y sin sueños propios: doblemente castrado. Nace una tercera opción -o conclusión-, relacionada con las otras: la insatisfacción, la frustración por habitar un mundo en que no encajamos muchas veces, transformado por el hombre, estructurado de una manera que nos hace “inacrochables” como nos nombraría Cortázar, fuera de lugar, neuróticos, con una sensación de infelicidad que nos marca cada día -origen de los placebos, las drogas, el alcohol, y muchas imposturas habituales para tratar de encajar como pieza del rompecabezas.
Aquí es interesante destacar la tendencia creciente del hombre a alejarse de lo natural y rodearse de lo artificial. Esto se expresa no sólo con la mudaza del campo a la ciudad, sino en el predominio de las máquinas, la dependencia creciente de ellas. En el llamado primer mundo -al que siguen los demás como si fuera el único poseedor del fuego sagrado- la gente ni siquiera conoce a sus vecinos, habla con otros cuando es necesario, por razones del trabajo o servicios, y se va alejando, incomunicado incluso de su familia, aunque vive con ella, con quienes comparte lo indispensable en absoluta soledad, muchas veces -generalizo, considerando el amplio margen de error que esto acarrea. Y nos vamos alejando, sentados frente los aparatos de música, los televisores, computadores, viendo el mundo, la vida pasar a través de la pantalla, engordando, separados cada vez más de la realidad. ¿Y por qué ocurre esto? ¿Por qué compartimos cada vez menos con los demás hombres? ¿Será porque las relaciones humanas sacan chispas, llevan implícitas un riesgo, consecuencias que tarde o temprano nos hieren, nos sacan de nuestra línea plana, de nuestra anhelada paz? ¿Es la paz pasar la vida frente a la pantalla? Cuán cobardes parecemos -o somos. Escapistas profesionales. Este alejarse de la naturaleza y acercarse a lo artificial, a lo ficticio, esta separación de los instintos, de la propia naturaleza interior, ¿será la distorsión causante de la presencia de X en nosotros? ¿Es X ese miedo que causa la distancia entre los hombres? ¿Es X la vida –la percepción de su significado en un momento de contemplación-, la vida y sus consecuencias? Es paradójica esa tendencia creciente a la soledad, ¿acaso no son los momentos más interesantes y recordados de nuestras vidas cuando hicimos equilibrio, cuando caminamos temblorosos sobre un cabello de nuestra(o) amada(o); cuando se derrumbó nuestro mundo; en aquella lucha encarnizada con quien se interponía entre nosotros y nuestro deseo? ¿Qué es la vida sino nuestro corazón latiendo como un caballo desbocado?, ¿qué es vivir sino nuestros sentidos y nuestra mente alertas en la incertidumbre, acechados o acechando como el ancestral cazador que hay en nosotros? Entendemos que después de una refriega, de una derrota, recojamos las velas, nos alejemos un tiempo para normalizar el pulso, para comprender, ¿pero enterrar la cabeza en la tierra? Definitivamente, llegamos al mundo sin manual de uso, y parece que salimos de nuestra infancia y adolescencia mal equipados, sin todas las herramientas necesarias. ¿O será que son demasiadas las derrotas, la sensación de ridículo, demasiado profundas las heridas? ¿O la razón de la fuga está en la manera como esta estructurado nuestro mundo, la sociedad, donde nos vemos obligados a participar en constantes combates superfluos, innecesarios, arbitrarios? ¿Será X, ese miedo, el alejamiento, o lo que finalmente definimos, un asunto, un problema, de pequeños burgueses; porque, ¿acaso las personas que tienen que resolver día a día la sobrevivencia, el pan que llevar a sus bocas, tiene tiempo para preguntarse qué es X, pueden sentir a X, cuestionarla, analizarla, buscarla? Quien vive día a día no se aleja del mundo, vive en carne viva, sin el menor alejamiento, sin la menor distracción que puede costarle la vida misma. “Donde hay dolor es suelo sagrado”, dijo Oscar Wilde. ¿Y donde hay miedo…?
Definitivamente tenemos otro hallazgo, más o menos obvio: X está relacionada intrínsecamente a lo profundo de la condición humana, a la vida.
Pero contradigamos lo recién escrito, observemos a X como un virus latente en nuestro cuerpo que de cuando en cuando detona la percepción, la sensación de X, o los sentimientos que la originan; o bien, digamos que X es la segregación por orden del cerebro de un químico que nos hace sentir determinadas cosas, como el miedo, el dolor, el amor, la insatisfacción, la frustración; o la tesis de moda, el código genético, por el cual supuestamente somos todo lo que somos y vivimos todo lo que vivimos -se ha publicitado un estudio que señala que la fidelidad o infidelidad de alguien depende de su programación genética. Entonces, la visión de la condición humana, del factor humano, cambia a la luz de estos condicionantes radicalmente; pasamos a ser máquinas programadas para responder a estímulos, lo cual nos produce una sensación de desolación aterradora, cuando menos. Pero para poder continuar la búsqueda de X, no necesitamos falsear la realidad y afirmar que estas tesis deterministas son en suma limitadas y chatas. Sabemos -y sentimos- que en lo humano operan, como dijimos antes, innumerables factores, donde los virus, la química del organismo y la genética son sólo otros más, que pueden afectar nuestra vida, como lo afectan la geografía, el clima, los amigos, un hermano díscolo, un padre anacoreta -podríamos sumar el karma, las estrellas, las mareas, o el alma inmortal de los creyentes. Entonces, considero, superamos el escollo, no sin algunas magulladuras, pero habilitados para seguir camino.
Lo dicho nos lleva necesariamente a tratar el libre albedrío, factor principal y originario en nuestra existencia -¿acaso podemos Ser, existir a conciencia sin este atributo? Partiendo de la base de que disfrutamos de salud mental y no estamos en un centro de reclusión, ¿podemos considerarnos acaso como una hoja flotando en medio de la corriente turbulenta de un río amazónico? ¿O somos los capitanes de un barco que con conocimiento de causa fijamos rutas en busca del dorado? -sea lo que sea el dorado para cada persona. Seguramente no somos ni la hoja ni el capitán, aunque a todos nos gustaría ser los forjadores de nuestro destino -“triste destino el de tener un destino”, dijo Ariosto. Definitivamente, para poder controlar el timón estamos condicionados de antemano por la educación y la economía -por lo menos-, pero esto no libra nuestro barco de velas de los avatares de tormentas eléctricas, vientos adversos, de mareas, piratas, dudas, indecisiones, decisiones erradas, motines interiores, de la fragilidad por la antigüedad y calidad en la construcción de la nave, etcétera. Sin embargo, todos tomamos decisiones, aunque éstas estén dentro del marco de nuestras posibilidades. ¿Entonces es X el libre albedrío? O mejor, planteemos el problema a la inversa, ¿es X el terror a la libertad? ¿Acaso no pareciera que la mayoría de la población anduviera sobre rieles, o pertenece al redil de otros? –llámense rieles de políticos, religiosos, empresas, patrones, o simples condicionantes culturales o familiares; o bien, prejuicios y odios aprendidos, bajos instintos, vísceras… ¿En qué porcentaje pertenecemos a nosotros mismos?, ¿en qué porcentaje somos dueños de nuestro futuro? Es verdad, de cuando en cuando hacemos revoluciones -desde políticas hasta, en sentido personal, espirituales-, o creemos hacer revoluciones, pero parece, si observamos a las masas y a muchos que conocemos, que somos, que estamos más cómodos en el redil, bajo la dirección de un jefe -aunque hay quienes sueñan ganar la lotería para poder ser “libres”. Sin embargo, siempre tenemos capacidad de tomar decisiones, por pequeñas que sean, aunque no queramos tomarlas -no hacerlo involucra ya una decisión. Siempre tenemos un ámbito donde ejercer libertad. Como dice Henry Troyat, en su biografía de Dostoievski: “El hombre se forjó un ídolo y levantó los muros de la religión sólo para defenderse de la libertad que le espanta. Se ha constituido en prisionero por temor a la independencia”. Pero, ¿acaso tenemos terror a la libertad?, ¿es X ese terror a la libertad…? La antorcha está en manos del lector.
Si seguimos tomando otras hojas del árbol para examinarlas, observamos en las páginas anteriores que apareció un tema muy diferente, al parecer baladí, vulgar, mundano, que no merecería ser tratado precisamente porque está en boca de todos, por obvio. Pero marca nuestra vida habiéndose transformado progresivamente en el eje de nuestra existencia material, real. Me refiero al dinero, un factor insalvable para la calidad de vida, la alimentación, la salud, la educación, la recreación, el tiempo de ocio -todo se compra-, la cultura y hasta el goce, la música, el teatro, el cine, la literatura, el sexo se compran. En fin, hablamos de un factor que produce las mayores angustias y miedos a los hombres, que determina la “paz”, las metas, y ocupa el tiempo mental y físico de la mayor parte de la población de la tierra. Podríamos preguntarnos, ¿es X el dinero, su necesidad? -hoy el dinero conforma un culto más importante que el teológico, y ocupa su lugar con dogmas propios. ¿Acaso el dinero no es el tema de los temas en la sociedad actual, donde las naciones y los continentes planifican el futuro sobre la base de él? ¿Acaso no medimos todo con esa vara angosta? ¿Acaso no determina nuestra vida? ¿Acaso no somos nosotros moneda de cambio, no nos vendemos como mercancía -nuestro tiempo y pericia, cuando menos-, acaso no hipotecamos nuestra existencia? “Cuanto tienes cuanto vales”, reza el credo mundial. ¿Y el Ser? Aquí apreciamos indiscutiblemente una distorsión -una distancia con lo natural- que nos caracteriza, que nos signa, llegando incluso a convertir la meta en único asidero existencial de muchos, empobreciéndolos -o enriqueciéndolos materialmente, si lo logran. Y esta distorsión -es evidente, lo dicho es una apreciación sujetiva, parcial, prejuiciosa si se quiere- produce no pocas inquietudes en los hombres, pues no pocas veces se confunde la meta con el medio para conseguirla -confundimos una vida digna, con el dinero-, ya que la codicia es ciega y estamos propensos a caer en sus fauces y malgastar la vida, en vez de en el fin, en el medio -aunque haya quienes encuentren satisfacción espiritual y razón de su existencia en la acumulación. Claro está, con el dinero, como en tantas otras cosas, muchos son los llamados y pocos son los elegidos, y los estudios indican que más de la mitad de la población mundial es pobre, es decir, de acuerdo a este parámetro, infelices -es decir heridos, menoscabados, despreciados, indignos, estigmas culturales que también se los colocan, a sí mismos, los afectados. Pero ¿cómo influencia el dinero al libre albedrío? Pareciera que no hay decisión que tomar sobre el tema, el dinero es indispensable y tenemos que salir a buscarlo queramos o no; tal vez la libertad opera en la intensidad de la búsqueda. En fin, el tema es infinito y ha sido ampliamente tratado -o fue tratado, pues hoy todo lo relativo al capital y las “libertades” económicas se ha transformado en una verdad absoluta, incuestionable-, y nos queda la sensación de incomodidad, de inapropiado, el tratar lo relativo a don dinero en estas páginas, dedicadas a buscar su tema, el tema propio, que nunca consideramos podría ser la codicia; pero no podíamos saltarlo olímpicamente, pues es la causa de innumerables guerras, tragedias, inquietudes, aunque no las que buscamos -a nuestro juicio. ¿Será X la angustia, la incertidumbre económica?
Se hace necesario un cambio de objeto de estudio, después del último -y la sensación de haber trabajado y manchado con excrementos humanos. Limpiémonos, regresemos a otras parcelas de la vida, a lo humano, contemos otra historia: “Una hermosa mulata retoza entre los brazos de su amante; ocultos, dan cuenta de su pasión en un cuarto con una pequeña ventana llena de azul, con una luna blanquísima y redonda en una esquina, oyendo las olas del Caribe romper en el malecón del puerto de La Guaira. La muchacha le pregunta al hombre, angustiada, si es verdad que no hay nada después de la vida, “si era verdad que al morir todo se termina, todo se olvida”, porque ella tenía un bello recuerdo, el único recuerdo de su vida que no quería que se perdiera al morir. El hombre le habla del misterio insoluble, y, al final, para tranquilizarla le dice que un amigo de un amigo es escritor, y que si a ella le pasa algo, le contará su recuerdo para que lo lleve al escritor y lo publique en un libro, y de esta manera no se olvide nunca. Satisfecha la mulata se durmió. Tres semanas después tuvo una muerte terrible de navaja. El amante llora a su amada junto a su amigo -el amigo del escritor-, navegando en ron y dolor, y cumple su promesa de contarle el bello recuerdo de la mulata. Al día siguiente el amigo del amante viaja a la ciudad donde estudia, visita al escritor -quien ahora narra esta historia-, le cuenta la tragedia de la hermosa muchacha, pero por más que lo intenta, sin poder explicárselo, no logra recordar el único recuerdo de su vida que ella no quería que se perdiera entre la oscuridad de la muerte. Culpamos al ron del olvido y mi amigo se comprometió, en el próximo viaje a La Guaira, a buscar al amante para recuperar el recuerdo extraviado. En varias ocasiones mi amigo regresó a su ciudad natal, y buscó incesantemente al amante, sin suerte. Se lo tragó la tierra me dijo hace poco dolido, con lágrimas en los ojos, ya sin esperanzas. Y hoy, les cuento la historia, la publico, para que no olvidemos nunca a la mulata, pues ella prevalecerá en nuestra memoria precisamente por ese único recuerdo de su vida que no quería que se perdiera para siempre, y con ella en este registro, viviendo en ella, el preciado recuerdo no se perderá, prevalecerá también, aunque no lo conozcamos.” Muchas preguntas podemos sacar de la historia, la obvia: ¿es X el recuerdo perdido de la mulata? Me atrevo a especular que sí, aunque no tengamos forma de saberlo. Parece, mi afirmación, sin asidero, arbitraria, pero ¿qué valor, cuánta importancia podemos darle al único recuerdo de la vida que quiere conservar una persona? Ignoro, insisto, el valor real del recuerdo, aunque es evidente que la mulata presiente el desenlace fatal y escoge un único recuerdo para preservar en el tiempo -desenlace que arrastra también, creemos, al amante, que desaparece después. Este sólo hecho lo coloca, para mí, en la cúspide de la importancia, y me lleva a afirmar que, por lo menos para la mujer, ese recuerdo es X -obsérvese que le di, sin premeditación, un carácter subjetivo a X, cuando hasta ahora en estas páginas tratamos de buscar una respuesta que sea general, para todos; presiento que, lo subjetivo y objetivo, es una disyuntiva que se resolverá mas adelante. Además podemos buscar a X no sólo desde el recuerdo, sino desde la pregunta esencial de la muchacha: ¿si es verdad que no hay nada después de la vida, si era verdad que al morir todo se termina, todo se olvida? Aquí entramos en el campo de la filosofía, en las preguntas esenciales: quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Misterios, como sabemos, insolubles -fuera del campo de la fe absoluta. Entonces podemos preguntarnos si X conforma, contiene las señaladas preguntas esenciales. Es probable, pues conforman inquietudes que todos los humanos consideramos en distintos momentos de nuestra existencia.
Pero cabría, a partir de la historia, otra pregunta: ¿es X el amor? Hablamos de otro de los temas esenciales de la humanidad, de las artes, de la literatura, del imaginario particular de cada uno de los seres que caminan por la vida. Recordando la historia, podríamos deducir que la pareja estuvo dispuesta a arriesgar la vida por dar cuenta del amor mutuo -y la pierden por esta razón. ¿Cabe acaso un sacrificio mayor? ¿Hay una causa más sentida, más justa, más humana? -aunque hay quienes digan que no es más que una descarga química del organismo, o una enfermedad. No, cuando vivimos el amor no hay nada más importante y trascendental, nada que pueda compararse con esa explosión de los sentidos, con esa fiesta extraordinaria donde celebramos la vida misma, porque es precisamente ella. Claro está, no todos dejamos la existencia en tan extraordinaria experiencia, pero no hay duda de que más de una vez sentimos que nos la jugamos; y nadie sale igual de ese viaje al centro de la tierra, al centro de uno mismo, o multiplica nuestra sensibilidad y capacidad de comprender el mundo, o nos marca con el signo del dolor -el lector podrá señalar infinidad de posibilidades entre las mostradas y fuera de ellas. ¿Es X una antigua pena de amor que nos marca, el amor mismo, o la falta de amor? ¿Pero “qué se ama cuando se ama”?, se pregunta el poeta.
¿Y cómo representamos en la cotidianidad estas señales que oradan nuestro espíritu por décadas, o para toda la vida? -no sólo las relativas al amor, al sexo, sino también las nacidas en otras pasiones, como los celos, o en experiencias traumáticas, generalmente de la infancia. Es curiosa nuestra aversión por ciertos temas que sin embargo se transforman para nosotros en un foco de atracción ineludible, como la miel para las hormigas. De nuevo aparece el miedo y su origen, el dolor -lo que realmente no queremos enfrentar. Y es inevitable convivir con ese miedo, y para hacerlo más llevadero lo transformamos, le damos formas definidas, lo representamos inconscientemente. Me atreveré a arriesgar una teoría: de esos miedos -y su inmensa variedad- nacen los monstruos, los fantasmas, el jinete sin cabeza, el viejo del saco, el verdugo que nos habita, etcétera. Todos tenemos en el imaginario personal y familiar nuestros monstruos con nombre y apellido, y hay los que nos conciernen a todos. Y es por eso que los artistas han creado tantos engendros que nos atrapan en las novelas o en el cine, me refiero a Drácula, Frankenstein, al Hombre Lobo y tantos otros seres que viven en los límites entre la vida y la muerte, que están íntimamente ligados a la segunda oscuridad que nos espera y nada podemos hacer por evitar. Miedo atávico que hace espejos con nuestros miedos mundanos, y se confunden haciéndose uno solo. Pero las preguntas son: ¿es X el monstruo que nos acosa?, ¿es X el miedo?, ¿es el miedo el tema que estamos indagando, buscando en el presente escrito, el tema de este escrito? -¿es X la muerte? Es difícil responder, máximo si observamos que aunque lo representamos en “seres” apreciables por los sentidos, son, cuando tratamos de verlos claramente, profundamente abstractos, poco nítidos, misteriosos -de ahí su fuerza-, y de ahí mi notoria incapacidad para definirlos plenamente. Sin embargo, los monstruos funcionan muy bien como preguntas, como posibilidades en nuestra búsqueda.
Demos ahora otra interpretación a los fantasmas, apartémonos de lo sobrenatural -aunque no hay nada más natural que lo sobrenatural-, supongamos que son más que nuestros miedos, supongamos que representan preguntas sin respuestas, inquietudes insatisfechas que pueblan nuestra mente -creer para ver-, nuestra habitación, nuestra casa, siguiéndonos, acosándonos, hasta que encontramos alguna explicación, o hasta que pasamos a otros asuntos y éstas dejan de ser importantes y terminan olvidándose, o son remplazadas por otras, por otros fantasmas. Por lo tanto, podemos afirmar que estamos rodeados, perseguidos, por fantasmas. Dicen que sólo los inteligentes se cuestionan, se interrogan, se atormentan por la realidad que les ha correspondido vivir, y que los idiotas son felices -a veces quisiéramos ser idiotas. Tal vez es eso lo que hacemos en este libro, perseguir fantasmas, cazar fantasmas, cansados de aguantar pasivamente que ellos nos aguijoneen, nos acosen, nos perturben -¿nos alumbren? Pero la cacería se plantea, en mi caso, más como una necesidad que como un atributo o una posibilidad que la inteligencia nos otorga.
Detengo la marcha, tengo la sensación de que lo que vengo escribiendo es tautológico, que además he extraviado el camino, la sensación de no acertar los temas de la búsqueda, alejándome de la meta. Tal vez la meta sea un idioma que no estoy en capacidad de aprender, o aprehender. Tal vez el tema es precisamente las palabras de ese idioma al que no tengo acceso y no logro nombrar, pues estoy siempre dando vueltas alrededor -siendo optimista- sin poder finalmente nombrarlas. Tal vez no sea sólo mi incapacidad de pronunciarlas correctamente, sino de entender el significado de cada una, de hilarlas en oraciones con un sentido lógico. ¿Entonces, qué debo hacer? Aquí debo proponer la tesis de que X sea precisamente esa incapacidad de descifrar, o las consecuencias de la frustración por la incapacidad. ¿O será X simplemente mi incapacidad de darme a entender?, no sólo ante Usted, lector, sino ante mí mismo. Recapitulemos, hay tres alternativas de X: a) es un idioma al que no tengo acceso; b) es mi incapacidad de acceder a él; c) es mi incapacidad para darme a entender. Todo partiendo de la base de que comienzo a repetir los temas y además extravié el camino y estoy perdido -¿acaso no sentimos lo mismo muchas veces en la vida? ¿Entonces, qué queda por hacer? ¿Abandonar la búsqueda? Podría poner punto final al texto, pero los fantasmas, las preguntas seguirían acosándome. Podría plantear la interrogante desde otro escenario, una novela por ejemplo -¿acaso no es lo que siempre hacemos los escritores?; lo cual significa que en realidad no tengo elección. O bien, podría continuar replanteándome el camino, regresando a tierra firme. ¿Y si X es realmente un idioma inaccesible para mí -o para todos-, y estoy -estamos- condenados a una búsqueda perenne? Volvemos a Ariosto: “triste destino el de tener un destino”.
¿Y si X es nuestros instintos?, o bien, ¿si la percepción de X es instintiva? Vayamos al Diccionario Porrúa y definamos el término instinto: “Móvil psíquico que determina en los animales los actos no reflexivos ni aprendidos”. Otorguémonos el beneficio de la duda y concluyamos que los humanos somos más que simples animales -cabe preguntarse si este atributo termina siendo, revisada la historia, peyorativo. Por lo tanto la definición resulta insuficiente, citemos otra definición: “Móvil que se atribuye a un acto, sentimiento o actitud, que aún reflexivo, obedece a razones hondas que no percibe el que actúa en ese momento”. En consecuencia, diríamos que X, su sensación o percepción, tiene un origen fuera de la voluntad de la persona, en el inconsciente -quizás en los genes, como antes señalamos. O bien, X es el mismo instinto, ¿o los instintos? Pongamos un ejemplo, ¿es X el instinto de supervivencia? Esto querría decir que la presencia de X en nosotros tiene un sentido “superior” al simple cuestionamiento, a la simple inquietud, a la simple pregunta, y lo que persigue es que sobrevivamos, que estemos alerta para preservar nuestra existencia. Interesante cuando menos. Podríamos concluir, también, que la inquietud nos salva, que la búsqueda es no sólo necesaria sino indispensable para sobrevivir. Entonces dejaríamos a un lado la posibilidad esgrimida al principio de este escrito, donde señalábamos que no necesariamente todos percibían a X, que no todos estábamos a merced de la inquietud -quizá muchos se niegan a aceptarla. ¿Y nuestros bajos instintos? -o altos, según el cristal con que se mire. La lascivia, la libido, el erotismo, la sensualidad, ¿serán nuestra X eterna? -sin la cual la vida perdería mucha de su gracia.
Otra interrogante, otra historia: “Un hombre entra en su casa y encuentra un niño de tres años sangrando en el piso, desmayado; asombrado grita y comienza a llamar a la familia y trasladan al niño a un hospital. Todos le preguntan qué pasó, y el hombre responde que no sabe, y le reclaman porque él cuidaba al niño. El hombre se asusta, no comprende, alguien llama a la policía. Recuerda que en algunas situaciones remotas y traumáticas había tenido lagunas en la memoria, borrando el suceso doloroso. La policía lo interroga, el hombre pide llamar a un psiquiatra para que lo hipnotice y hallar la verdad. El niño muere -¿qué paso?, ¿por qué acontecen desgracias tan atroces? El hombre quiere saber qué sucedió, está dispuesto -dice- al peor castigo si es el causante de la tragedia, pero está bloqueado, no recuerda. ¿Dónde aparece X aquí? Se me ocurre, a pesar de que usamos un ejemplo extremo, que X sería la verdad. En el presente caso, la verdad es única, absoluta, terrible: la muerte del niño, el responsable, los hechos. Pero en la vida diaria la verdad suele ser un término relativo, sujetivo, interpretado pragmáticamente en muchas ocasiones. No podemos negar la existencia de los matices. Sin embargo la verdad es burlada de infinitas formas -eufemismos, medias verdades, omisiones. ¿Pero nuestra sed de verdad? ¿Acaso no queremos comprender, entender, saber? ¿Será X la insatisfacción en la búsqueda de la verdad? ¿Será la verdad extraviada, añorada, esquiva? ¿Es la verdad acaso lo que buscamos entre líneas cuando escribimos un libro, una tesis, un discurso, cuando meditamos? ¿Cuál es el significado oculto de nuestros sueños? ¿Acaso no es la verdad un elemento importante en nuestra aceptación de las demás personas, de la sociedad, de la política? Un ejemplo peregrino: “Los pueblos, como las sirvientas sólo quieren promesas para poder entregarse sin remordimientos”, escribió Abel Posse en Los perros del paraíso -cuán molesto es el término sirvienta. ¿Es cierto esto sobre los pueblos? ¿Acaso la verdad no está íntimamente ligada a la justicia? ¿Nuestro desasosiego, frustración, dolor, estarán relacionados con la falta de verdad, con la falta de aceptación de un mundo que se rige principalmente por la ley del más fuerte, por intereses? -ya decía Platón: “Yo declaro que la justicia no es otra cosa que la conveniencia del más fuerte”. Creo que estaré ahora pecando de idealista, pero me atrevo a señalar que en el cínico, en el pragmático, hay una disociación de fondo, un rompimiento. Desde luego esto es una mera impresión personal, pues recuerdo gente que se mueve como pez en el agua en el ámbito de lo falso, sin el menor titubeo al asumir una posición en función de sus intereses, sin hacerse preguntas incómodas. ¿Acaso en la lucha por la supervivencia, en la competencia, no es un lugar común creer que todo es válido? Entramos sin proponérnoslo en el campo de la ética, y lo que hemos pretendido señalar es la incomodidad de los hombres en un mundo donde la teoría y la práctica, las normas y la realidad, están disociadas completamente -al igual que nos separamos de lo natural-, y esa incomodidad es producto de la impostura asumida al actuar, o bien al sentirnos habitando un mundo práctico donde la verdad es poco importante, donde vivir de acuerdo a nuestra propia naturaleza resulta impráctico y nos transformamos en camaleones, o bien, vivimos afectados por otros camaleones y una realidad, cuando menos, sórdida y aceptada por casi todos. Tengo la impresión de que he complicado el punto, que lo único indispensable de resaltar es nuestra sed de verdad y la frustración al no lograrla muchas veces -¿llamamos X a la verdad?; los griegos consideraban que la belleza es el esplendor de la verdad.
Siguiendo la lógica de lo escrito, ahora me veo en la necesidad de hablar del bien y el mal. No creo que sea necesario definir los términos, después de todo cada uno tiene su visión. ¿Es X el bien? ¿Es X el mal? Nos marcan tan poco las cosas buenas -¿será porque creemos merecerlas?-, que por sus consecuencias podríamos señalar que X son las malas: las preguntas por las tribulaciones, las penas. ¿Pero, qué es el mal?, ¿podríamos definirlo satisfactoriamente logrando un acuerdo en términos generales? Parece imposible, máximo si lo que es malo para uno puede ser bueno para otro. Por lo tanto quizás X sea las consecuencias del mal, más que el mal mismo. Pero no evadamos el tema, hablemos ahora de cosas innegablemente malas: el holocausto, Hiroshima y Nagasaki, la conquista de América, con sus decenas de millones de víctimas mortales. Observamos, en primer lugar, la industrialización del exterminio de un pueblo y otros “distintos”, como los gitanos y los homosexuales; luego la fría y calculada destrucción de dos ciudades japonesas y sus habitantes; y, en tercer lugar, aunque no obedeció a un acuerdo preestablecido -lo cual lo hace más grave porque responde entonces a una cultura-, el exterminio criminal y racista de las poblaciones de un continente por las naciones de otro. Claro está, estos hechos históricos se prestan para una polémica interminable -no en cuanto a que son expresión inequívoca del mal, espero-, y en el caso de los dos últimos crímenes masivos y brutales mencionados, vemos que se caracterizan por el ocultamiento histórico, por ser temas tabú, de los que no se habla ni estudia -la mala conciencia, puede ser la causa. Pero la pregunta es ¿cómo afectan a la humanidad estos crímenes abominables? -se habló de que no era posible escribir más poesía después del holocausto-, ¿cómo llevamos en nuestra conciencia colectiva -si acaso existe, y suponiendo que existe el inconsciente colectivo- estas cúspides del mal? ¿Somos los mismos después de tan terribles hechos históricos? ¿Cuál es la valoración que tenemos de la raza humana vista desde el cristal de semejantes crímenes? ¿Cómo nos afecta individualmente?, máximo sabiendo que los exterminios masivos continúan -Bosnia, Irak, África, etc. ¿Es X acaso el dolor más profundo latiendo en nuestro interior por estos hechos? ¿Nos sentimos de alguna manera asesinos por pertenecer a la misma raza que aquellos exterminadores? ¿Es X la vergüenza? ¿Es X el temor de que podamos actuar como ellos, de que de alguna manera somos ellos?
Parece difícil continuar luego de un tema tan fundamental como el tratado, pero la vida está conformada por esencias y circunstancias, y las segundas pueden ser tan determinantes como las primeras, incluso el origen de éstas. Me parece interesante preguntarnos ahora sobre las diferencias entre las personas. En pequeña escala, esas, no pocas veces, heridas abiertas por actuar y ser de una forma incompatible con los que amamos, o con quienes vivimos. ¿Ese roce constante, esa interacción dolorosa, será X? Pero, ¿tiene sentido un mundo donde todos somos iguales? Sin embargo, aceptar la diversidad -la norma predominante de la naturaleza- parece ser una de las incapacidades más notorias de los humanos, y la causante de infinidad de conflictos personales, de las sociedades y las naciones -aquí encontramos una de las razones de los exterminios citados, que podemos llamar diferencias a gran escala. Entonces, ¿es X nuestra incapacidad de entender al otro, de aceptar, de ponernos en los zapatos del otro? ¿Es X el conflicto interior constante por nuestra incapacidad? ¿Es X la tragedia de los distintos, los discriminados, marginados, exterminados? Y todo esto ocurre sabiéndose que no hay dos gotas de agua, dos hojas, dos personas iguales en el planeta. “Todos somos uno”, señala la cosmovisión Mapuche, “nuestro cuerpo es el mundo”, afirman los hinduistas. Y cabe aquí otra pregunta, dando por sentado que nos separamos de nuestros orígenes, partiendo del supuesto de que la intolerancia pertenece más a los últimos siglos; la pregunta sería, ¿hemos conformado a través de los siglos una cultura que castiga la diferencia, creamos una cultura basada en la discriminación? -las masas uniformes son dúctiles, manejables para los imperios, los políticos y las religiones. La última pregunta del punto sería: ¿es el racismo el tema de este libro?
¿Es X la culpa? Recapitulemos lo tratado recién: las diferencias -la persecución del distinto-, el holocausto, Hiroshima y Nagasaki la conquista de América. Sobre este último punto, mi condición de latinoamericano pesa -¿acaso tenemos dudas sobre las culpas?-, y en uno de mis cuadernos encontré un texto de mi primera juventud, de alguien que ya no soy pero no desestimo, relativo al tema que puede ilustrarlo. Me permito citarme: “Cuando pienso en mis orígenes siento que cabalgo sobre dos caballos, sobre dos culturas, la indígena enterrada, la occidental viva, con la sensación de vacío, de nostalgia por la primera, y la presencia bulliciosa, angustiosa de la dominante, de la presente. Soy hijo, descendiente, del vencedor y del vencido, me debato entre la sentida carencia de una cultura abolida, exterminada, y las desgracias y las maravillas de la otra. Cargo la terrible culpa del mestizaje: el dolor, la vergüenza del indígena derrotado, exterminado, y la del conquistador cruel”. Creo que sobran las explicaciones.
LIBRO SEGUNDOOtras disquisiciones. Después de más de un mes de silencio, escapando a las palabras, a la escritura, retomo el texto de X, lo leo y me ocupa una sensación igual a la que sentí al llegar no hace mucho de un viaje por tierra, intenso, largo, recorriendo sin tregua lugares muy distintos a los que habito, lugares en los cuales mi cuerpo y mi espíritu parecen no encajar -aunque me sorprendan y maravillen-, lugares que son tantos que casi me da vértigo recordarlos. Y cuando al fin estoy nuevamente en casa, mi mente no se detiene de una vez, sigue aún en la carretera, en el paisaje, y veo las cosas de siempre distantes, distintas, como si hubieran sido movidas, algo más grandes o más pequeñas, las paredes de la sala parecen torcidas, el piso desnivelado, incluso las montañas desde el balcón parecen otras, con nuevas laderas, y son más verdes, y al pie pareciera haber muchas más casas. Y no sé si puedo acostumbrarme al nuevo estado de las cosas, a la sensación de no pertenecer, de estar en un viaje perenne y su vértigo -¿como la vida?
Pero con los días vamos volviendo a la “normalidad”, aunque habría que preguntarse si todo sigue igual a pesar de las nuevas vivencias, del viaje, del tiempo que ha transcurrido dejando su huella. En fin, todo es igual pero distinto, soy el mismo otro frente al procesador. Estoy nuevamente frente a la página -a la pantalla- en blanco -cuando estoy frente a una persona que calla, me veo en la necesidad imperiosa de llenar el silencio de palabras, a veces estúpidas, de hablar y hablar sin parar-, y frente a la página en blanco el impulso tantas veces pospuesto de escribir me domina -ojalá no escriba necedades, aunque hay quien dijo que si el necio persiste en su necedad alcanzará la excelencia.
De lo leído en el primer capítulo del texto, me pregunto nuevamente si no está signado por mi irreductible incapacidad de acertar el camino correcto, de escoger muchas veces el incorrecto; pero me respondo que para evitar el fracaso debo recorrer las distintas posibilidades -aunque en algún lugar había escrito: “el camino del éxito es precisamente el contrario al camino del éxito”-; y es justo eso, agotar posibilidades, lo que me propongo al seguir haciendo el presente viaje -¿ más palos de ciego?
Pero también me pregunto, visto el texto, ¿si éste no es un pretexto para una búsqueda personal más que intelectual o literaria, si lo que pretendo realmente no es otra cosa que resolver inquietudes propias, más que descifrar objetivamente los temas -o el tema- que quedan sugeridos y no explícitos en los libros, en mis libros? Y cabe preguntarse si mis escritos y yo son una misma cosa. Tengo que responder que pretendo que sean independientes de mí, que cada libro tenga vida propia. Sin embargo en este texto, Equis, se asoman constantemente asuntos o posiciones evidentemente personales. Desde luego cada libro responde a inquietudes personales del autor, mas no significa que reflejen al autor -la literatura es, además, máscara, juego. ¿Acaso lo que hace el autor no es exponer una tesis, una historia para diseccionarla ante el lector? ¿Acaso el campo de observación, el patio de muestreo del escritor no es su propia vida, su realidad? Claro está, podría cerrar el punto citando a Steiner, de su libro Errata: “Pero el ser individual es proceso, se encuentra en perpetuo cambio”, y cuando el lector lea este texto entonces yo ya seré otro y la pregunta podría ser innecesaria, inútil. Aunque podemos darle otra vuelta a la tuerca de manos del mismo Steiner: “Ese yo que se muestra, que se deduce de lo escrito, lo inventó el libro. ¿Nos lee el libro?” En otras palabras el libro me escribe a mí, me eligió y aquí estoy: me inventa. El ensayista Gabriel Zaid sentencia: “…la lucidez se hace en el hacer. El autor se hace en la obra. Quien sabe perfectamente lo que quiere todavía no despierta”. Y para cerrar el punto, si consideramos que “cada lector realiza una lectura única e intransferible”, como señala Juan José Reyes -tesis más antigua que Reyes- podemos concluir entonces que el autor y el lector crean juntos una obra única, exclusiva, donde nadie más participa ni podrá participar. Y en este sentido, hay tantos libros -y autores deducidos de estos libros-, como lectores.
Ahora -ha pasado un día desde que escribí la última palabra-, aparece ante mí un silencio, un espacio en blanco que se prolonga; debo continuar buscando a X, pero mis notas en el cuaderno ahora no me entusiasman, y se me ocurre que X puede ser precisamente ese silencio que nos acecha, esa nada que nos ocupa, esa nada que llenamos de actividades, de sueños, de objetos. En una ocasión entrevisté a un autor reconocido, y al preguntarle la razón por la cual escribía me respondió: “para llenar la nada”. Tal vez ese sea nuestro imperativo, la necesidad apremiante, pues de prolongarse la nada corremos el riesgo de precipitarnos en caída libre en el blanco, en el silencio, con consecuencias impredecibles: ¿la locura?, ¿el suicidio? Entonces, si nos observamos, vemos que caminamos entregados a nuestro trabajo, pasatiempos, pasiones, tribulaciones, y de vez en cuando nos descubrimos acercándonos involuntariamente al precipicio del vacío, de la nada, y entonces, temerosos, incluso aterrados, corremos en sentido contrario, a llenarnos de cosas que hacer, aterrados de ver nuestra imagen en el espejo de la nada, de vernos tal cual somos ¿Escapistas profesionales? -bastante se ha escrito sobre la angustia de los trabajadores los domingos. Sin embargo, es menester averiguar si somos conscientes de nuestros movimientos frente al silencio, frente al blanco, si conocemos de su existencia, si escapamos a propósito o es un acto reflejo, inconsciente, y vamos por la vida sin ver -sin querer ver-, sin poner atención, o distraídos por tantas maravillas y tormentas -aunque alguna vez, aunque sea por accidente, debimos habernos encontrado con la nada. ¿Podemos juzgar acaso a quienes no quieren ver? ¿Son acaso más felices los que ven y son capaces de flotar en el vacío? Imposible saberlo, pero está claro que los segundos deben conocer mejor su condición humana. Desde luego, para algunos la nada representa el terror mismo, y para otros una oportunidad, un espejo, una ventana. ¿Hablamos acaso de “la oscuridad de donde venimos, de la oscuridad a donde vamos”? No necesariamente, pero algún parentesco, visto el miedo que despierta, debe haber.
Una historia. Se trata de un hombre que “muere” en un accidente de tránsito, e inexplicablemente respira otra vez en la morgue del hospital. Al fenómeno, el hombre reaccionó cambiando su conducta completamente: dejó de hacer, dejó de esperar, comenzó a vivir a la deriva, sin planes para el futuro, sin el estrés por los compromisos, sin responsabilidades agobiantes, sin apegos, sin pasiones; vivir por vivir, disfrutando las horas extras que una “deidad” no identificada -dijo- le obsequió, confundiendo a la familia y a los amigos que no reconocían al hombre que “despertó” de la muerte. ¿Qué vio, qué sintió? Sus explicaciones son banales, cambiantes, llenas de ironía, adecuadas a quien le pregunta. Seguramente él tampoco sabe qué ocurrió en el lapso de oscuridad -¿en X?-, pero entendió que su manera de tirar el carro de la vida, poniendo todo su ser: su fuerza, su tiempo, su espíritu, sólo provocaba una ilusión de movimiento, de logro, pero en realidad siempre se está en el mismo lugar -eso explicó a un amigo.
Aquí aparece otro factor ineludible: el tiempo. Lo apuramos al principio de nuestra existencia, enseguida convivimos con él en paz, tratamos de detenerlo después, y nos arrastra lenta e irremediablemente al final. Recuerdo mi incomprensión, mis bromas, por el terror manifiesto de un amigo de mediana edad a la vejez. Hace unos días vi a un anciano en su silla de ruedas, a su alrededor un niño daba sus primeros pasos, balbucea sus primeras palabras. Me pregunté, imaginé entonces, si el hombre estaba pensando que los pasos del biznieto son los que él va perdiendo, si sus nuevas palabras son las que ya a él le cuesta pronunciar. Y vi a aquel hombre bueno y de buen carácter irritado por sus incapacidades, limitado ahora en un espacio reducido, espacio que hasta hace pocos años era para él el mundo, esperando impaciente a su hijo para que lo ayudara a bañarse. Entonces, comprendí que el magnifico atributo otorgado con el nacimiento puede ser a la larga una maldición. Y en este tema, la vejez, existe un destino inexorable. Entonces, ¿es X el tiempo? ¿Es X esa condena para cuyo indulto no existe juez, ciencia, ni dios? ¿Es X ese miedo, esa impotencia ante nuestra imagen cambiante en el espejo, ante las canas, la presbicia, la pérdida de la memoria? Se han escrito novelas sobre el tema, se ha buscado por siglos la fuente de la eterna juventud, los alquimistas han ensayado infinidad de pócimas, y esta enfermedad inevitable, inoculada desde el nacimiento, viaja con nosotros hasta manifestarse para no abandonarnos, hasta destruirnos por completo. La ley de la vida.
Y en relación con el tiempo se pueden contar muchas anécdotas. Las formas de afectarnos pueden ser completamente distintas. Hay quienes terminan aceptando la sentencia de muerte, la decadencia del cuerpo, la decrepitud, mas no la desaparición total: el olvido. El “alma inmortal” ha dejado de ser, en nuestro tiempo, una verdad irrefutable. Hay quienes quedan satisfechos con su incorporación a los cánones -registrados en la memoria social por la magnitud de la obra, sea literaria, científica, deportiva-, pero hay quienes han llevado una vida ordinaria, sin realizar una obra “trascendente”, y les aterra la desaparición total. Supe del caso de un hombre que maneja la concepción de que la muerte es el olvido, y al cumplir sesenta años le pidió a su joven amigo que se comprometiera, una vez muriera, a recordarlo por el resto de su vida, con un ritual: pensarlo un momento cada día, mirar sus fotos, escuchar las grabaciones de su voz, los videos, cuidar y guardar sus cosas; y una vez tuviera, el joven, una edad avanzada, debía formar a otro, hacer que otro joven asumiera el recuerdo, el rito, esta vez de ambos, para que permanecieran vivos. La anécdota me trajo a la memoria el culto a los familiares muertos de los chinos, la persistencia del emperador Adriano de crear un culto a Antínoo, su joven amante malogrado por la muerte. Habría que detenerse en las tesis sobre la vida después de la vida; aunque sería lo justo -si la justicia fuera posible- que nuestro futuro en el más allá estuviese condicionado por nuestras creencias: quien cree en el cielo y el infierno, termina allí, según su comportamiento; quien cree que todo se termina con la muerte, todo termina para él; quien crea en los fantasmas, que desande -¿y si nuestra creencia no fue elegida, es alienación, debe acontecer según ésta? Claro, sabemos tan poco de la vida que parece un sin sentido pretender saber de la muerte. Al final el misterio se impone, y estamos obligados a vivir bajo su manto. ¿Es X el misterio del más allá?
Pareciera, en consecuencia, que hasta ahora X sería una ley secreta e indescifrable, o, cuando menos, el punto ciego en el espejo de un automovilista. ¿Entonces cuál es el sentido de continuar la búsqueda? ¿Estaremos ante -entre- un laberinto de palabras de donde no podemos salir? ¿Hay acaso la posibilidad de nombrar con palabras todas las cosas, los misterios, o hay cuestiones, situaciones, que escapan a nuestro entendimiento, a nuestro vocabulario, a la capacidad evocativa de la lengua? Sin embargo, llevando la contraria a lo dicho, arriesgo ahora una propuesta provisional sobre lo que es X: concepto inmaterial que va más allá de toda definición, de todo interés terrenal tangible, material, y de aparente interés vital… Podría funcionar, en función de lo expuesto en el presente texto, pero como aclaratoria me resulta invertebrada, deficiente. Seguimos sin una respuesta precisa. Pero nuestro deber es buscar, indagar, saber, entender, comprender. La búsqueda de la felicidad, destino de todos nuestros actos, pasa, entiendo, por el conocimiento, por el crecimiento del yo interior -esto último, en buena parte, atributo de las artes, a pesar de su rastrillada inutilidad. Y no podemos detenernos, desde las cavernas, desde que se irguió, el hombre se ha superado paulatinamente en todos los aspectos, e infinito número de “secretos” han sido develados por la persistencia humana, hoy ciencias, y nunca como en nuestro tiempo hemos sido beneficiados, tan alto porcentaje de seres humanos, por un estado tan grande de bienestar y posibilidades de crecimiento –aunque hay que señalarlo, nunca antes habíamos sido tan eficientes para matar, y todavía hoy más de la mitad de la población de la tierra vive aún bajo el umbral de la pobreza. Sin embargo seguimos buscando, seguimos creciendo, para ser.
Soy un hombre que duda -qué duda tengo. De esta manera me definí en alguna ocasión. ¿Es X la duda perenne? “Hay un punto de partida pero ningún camino; lo que llamamos camino no es más que nuestras incertidumbres”, afirma Kafka en sus Consideraciones acerca del pecado. La verdad sólo la busca quien puede, y la encuentra quien, además, sabe… -¿habrá quien la encuentra sin buscarla?, juraría que es posible, pero difícilmente sabría qué tiene en su mano. Y ante el aparente o real fracaso de la presente búsqueda consciente, miremos ahora otra alternativa: ¿habrá algún tipo de lucidez inconsciente? Como esas veces en que paramos de trabajar con una gran incertidumbre, y en la noche, en medio de una conversación, o del sueño, despertamos con la respuesta clara, inmensa como la imagen de una ballena blanca dibujada en nuestra mente. ¿Existe en algún lugar de nuestro cerebro un despacho destinado al estudio de una serie de temas ajenos, ocultos, para la parte “oficial” del cerebro, temas que se manifiestan sugeridos, por ejemplo, entre líneas en nuestros escritos? A lo mejor X es los temas tratados por la oficina oculta de “contrainteligencia” de nuestro cerebro, donde se discute, por ejemplo, de –y con- otras formas de percepción de la realidad, de la condición humana, distintas a las conscientes u “oficiales”. Investigaciones éstas que se manifiestan en nuestros actos de manera inesperada y extraña, incluso indescifrable. ¿Cuántas veces hacemos cosas inexplicables ante nosotros mismos, cuántas veces nos asombramos ante un yo insólito actuando? No pretendo entrar en temas relativos a la psicología, o la psiquiatría, pero parece que en nosotros caminan varias corrientes, distintas energías, varios seres. ¿Será X la multiplicidad del ser? ¿Será que en la búsqueda deben participar armoniosamente todos los entes del “estado” que conformamos, todos los seres que somos, sin que la mano izquierda le oculte algo a la derecha, sin que atente una contra la otra? -somos, debemos ser, perros de presa en las luchas interiores -nuestra salud lo exige. ¿Pero cómo unirnos, cómo ponernos de acuerdo en función de un fin? Creo que el primer paso es estar conscientes de nuestra diversidad, de la multiplicidad, de la variedad de los seres que nos habitan, para poder flotar en la turbulencia de las aguas que nos navegan. ¿Será X las aguas que nos navegan? ¿Pero podemos acaso tener éxito en nosotros? ¿Podemos ser veraces con respecto a nosotros mismos? Sabemos tanto de las debilidades de los demás y tan poco de las nuestras, me repito. El reto es inmenso para todo ser humano, y en consecuencia de un interés esencial. Aquí parece que afirmo que X incumbe a todo ser humano, que he parloteado en sesenta y cinco páginas sobre un tema universal, esencial. No lo sé. La respuesta se la dejo al lector, mientras mi modestia lucha con mi inmodestia, pues soy una persona que “renunció” -como casi todos en nuestro tiempo- paulatinamente, a los grandes temas, a las grandes metas del ser. Ahora debemos continuar por la línea vital del ensayo, ha aparecido, en los últimos párrafos, tierra virgen. ¿Sigue Usted, apreciado lector, mi invitación?
En esta época caótica en que nos ha tocado vivir, donde, en medio de tanto ruido y luces brillantes, cada vez se nos hace más difícil leer a fondo nuestra existencia, nuestra vida, podríamos decir que este texto tal vez sea el producto de ese caos, un intento de encontrar una línea coherente en medio del desorden, de la tormenta en medio de la cual solemos vivir. O bien, cabe la posibilidad de que el texto -X- sea un pretexto para escribir. Veamos las alternativas sugeridas: X como la lectura de nuestra realidad en medio del caos; X como el pretexto para escribir; cabe también la posibilidad de que X sea el contexto del texto, que no está presente en el interior, pero lo origina y condiciona. Estas tesis sugieren que la presente búsqueda sólo sería posible en nuestro tiempo, que ajenos al caos de hoy los hombres de otros tiempos pasados no tendrían la necesidad de buscar a X -¿estaba a la vista, lo acariciaban en la palma de la mano? Desde luego, la escritura, la literatura responde a una tradición, este texto y los demás que conocemos tienen su origen en otros libros, y éstos en otros, pero siendo justo debo decir que no he leído otro libro con las características del presente, con el planteamiento, con la búsqueda expresada en estas páginas -de nuevo mi modestia batalla con mi inmodestia. “Originalidad” aparte cabe preguntarse por qué me ha tocado escribir el presente ensayo -¿por qué le toca al hombre de hoy? ¿Quién me eligió? Escapando al rastrillado e inútil tema de dios, debo decir que yo mismo me elegí -independientemente de formar parte de una cultura y una sociedad-, pues soy yo quien está frente a la pantalla del procesador escribiendo y no otro, escribiendo un ensayo cuyo tema es precisamente la búsqueda del tema del propio ensayo. Pudiendo estar haciendo otra cosa más lucrativa, decidí escribir estas páginas, para mí una forma más provechosa e interesante de emplear ese regalo que la lotería genética me dio: el tiempo. Y precisamente sobre el tiempo, el presente, como dijimos un elemento esencial para escribir este texto, cabe preguntarse por qué me corresponde vivirlo, habitar una época determinada que determina el hacer, el ser. De nuevo otra pregunta sin respuesta, otro misterio, nos sacamos la lotería genética y salimos premiados con un lapso cuya amplitud o justeza no controlamos, y no sabemos la razón por la cual no nacimos antes, o después. ¿Será X nuestro rechazo a la temporalidad, a la realidad que nos ha tocado vivir? Muchos no se sienten partícipes de su tiempo, hay quienes llaman a la vuelta al feudalismo, a la vida en la naturaleza, que no es otra cosa que el Edén perdido -precisamente, logrado y perdido en la literatura, en la Biblia. Entonces, ¿es X la confrontación con nuestra temporalidad, con la mortalidad?
Pareciera que X es nuestra sombra, una silueta cortada a contraluz en función de nuestra figura, que aunque nunca nos abandona necesita de ciertas condiciones para mostrarse, y no precisamente a nosotros, sino a otros, a quienes la perciben. Podríamos considerar que la dificultad que hemos tenido en definirla está relacionada con su aparición ante los demás, con su negación ante nosotros, sus supuestos “dueños”. Y sabemos de su existencia precisamente porque la vemos en los demás, y deducimos que también somos portadores de una, por lo menos, dependiendo de las fuentes de luz, de la posición del espectador. Aquí podríamos concluir en la pluralidad de X, en la necesidad de un espectador, pues si no hacemos contorsiones para verla, si no nos lo proponemos, no la advertimos. Esto significaría que el método apropiado para su búsqueda sería investigar en los otros -“como es arriba es abajo, como es adentro es afuera”: ¿será X el caos interior?
Una anécdota: en medio del mar, un hombre, flotando luego de un naufragio, se quita el salvavidas y se lo pasa a un niño, a sabiendas de que el acto disminuye considerablemente sus posibilidades de sobrevivir. A la luz del suceso, ¿es X la conciencia de nuestra cobardía, la conciencia de nuestras debilidades y pequeñez, nuestra incapacidad de entregar el salvavidas, de ser el héroe que en la infancia acariciamos y luego dimos por perdido? Y sí, el niño se salva -como vemos lo salva otro, no nosotros. ¿Entonces, será X la marca que llevará el niño sobreviviente por la muerte del héroe que perece en su lugar? ¿Será X lo negativo de nuestra condición humana: debilidad, cobardía, lado oscuro? Agudicemos la problemática, supongamos que en vez de ser el hombre el salvador, es quien le arranca el salvavidas al niño, quien termina ahogado. Entonces, ¿es X la culpa, la conciencia, el egoísmo extremo? ¿Es X el criminal que todos llevamos dentro?: hay quienes explican la fascinación que el gran público tiene por las novelas policiales, en el gusto, el placer que sentimos al acariciar, gracias a la ficción, toda una serie de combinaciones de perversiones y crímenes que en el fondo quisiéramos poder ejecutar. En consecuencia X sería nuestros crímenes latentes, nuestros deseos frustrados, nuestros bajos instintos. Claro, en general somos incapaces de las grandes perversiones, pero en nuestra mediocridad ¿de cuántas pequeñas atrocidades y mezquindades hemos sido capaces? A lo mejor X sea la frustración por la no realización del criminal que llevamos dentro, o bien, la lucidez, el miedo al conocer su existencia y llevar una convivencia controlada con el monstruo que un día puede salirse de madre y realizarse, convirtiéndonos en asesinos. Además, X también puede ser la evasión, el ocultamiento del criminal latente, o bien, de sus obras ya ejecutadas y sin castigo; o la frustración por los límites que la sociedad nos impone y nos impide realizarnos ya sea como asesino o como científico, o simplemente como ser humano, como hombre, mujer u homosexual. ¿Hay en cada hombre un criminal nato latente? ¿Será X la culpa por lo que hemos hecho, o podemos hacer, o se puede elegir ser moralmente apáticos? A lo mejor X sea la cruz de la familia, esos “karmas” que pasamos de generación en generación, repitiendo los mismos errores, la misma tragedia irremediablemente; o las palabras de la tribu que hoy no pueden mostrarse porque resultan inconvenientes, o los tabúes, las prohibiciones. ¿Será X el infierno: en el que vivimos, el que supuestamente nos espera al dejar este valle de lágrimas? Recapitulemos: ¿será X el error, el pecado, el demonio que llevamos dentro, nuestro lado oscuro?; ¿será la razón que reprime lo instintivo, lo pasional, lo sexual?; ¿será X nuestro resentimiento, frustración, la envidia, nuestro fracaso andante y evidente?; ¿será nuestra inquisición interior, la condena interior, las herejías reprimidas, el pecado mortal?; ¿la exclusión, la autoexclusión?, ¿la vanidad, la ambición, la falta de ambición, de amor por sí mismo?; ¿la ansiedad, la desesperación, la infelicidad, el miedo perenne?; ¿una maldición, una brujería, un conjuro? -para quienes creen-; ¿los límites, la falta de límites?; ¿el ser moralmente apáticos?, si no en todo sí en muchas cosas -con los años parece que se avanza en ese sentido; ¿será X la depresión?, que según estudios afecta a la mitad de la población del globo; ¿será los secretos que no nos atrevemos a contarnos, los demonios interiores…? Foucault decía: “El hombre y la vanidad mueven el mundo”.
Poder, dinero, sexo, tres deseos, tres hambres distintas y un solo dios verdadero. Esta trinidad nos gobierna, inseparables sus partes la una de la otra, dependiendo la una de la otra hasta el punto de conformar, de ser una, que sentimos se ubica en el bajo vientre de las personas -bajos o altos instintos, según quien mire, o según quien sea afectado-, siendo sus consecuencias de insuperable importancia. La trinidad señala con fuego, codicia y sangre todas nuestras acciones, en la vida diaria, en la toma de decisiones políticas, en las causas reales y profundas por las cuales hacemos lo que hacemos, por las cuales vamos a la guerra, ya sea contra la pareja, en la oficina, o contra otro país, cultura, o religión. Y sin embargo juramos, ricos y pobres, ignorantes y doctores, poderosos e inacrochables -excluidos, inadaptados según Cortázar-, que somos independientes, que tomamos decisiones, que existe el libre albedrío, cuando en realidad desconocemos todo sobre las aguas de fondo que nos navegan, que nos mueven. Dominio y demonio, se escriben distinto pero significan lo mismo. ¿Será entonces X la inconsciencia de la existencia de la trinidad, o bien la conciencia, o la intuición de su existencia? ¿Será X la conciencia o la intuición que tenemos sobre nuestras perversiones? El desapego es una virtud, una disciplina con harta dificultad para sembrar y recoger sus frutos, y en la realidad muy pocos están al tanto de los efectos de la trinidad y sus patologías, y logran neutralizarlas.
Ahora miremos la otra cara, la cara vinculada con nuestra concepción tradicional, antigua, del bien: X como la nostalgia de absoluto, como el anhelo de redención; X como la pérdida de la concepción de lo sagrado, incluso en sí mismo; X como el luto por la muerte de dios, por la pérdida de dios, de la fe, del paraíso prometido, del cielo; X como la ausencia de la gracia: divina, social, moral. X como la angustia existencial por la falta de dios, por la imposibilidad de redención; X como la pérdida del entusiasmo, el vivir por vivir del hombre occidental; X como la pérdida de la utopía, de la salvación; X como la necesidad de dios, de un canon que regule con reglas claras e incontrovertibles nuestra vida, en un tiempo en que todo está justificadamente cuestionado, hasta el deseo de trascendencia, sea social, sea artística, sea religiosa; ¿será X la castración en la ejecución del “libre albedrío”, encarcelado por el filtro de la razón? -o de la sin razón de las aguas que nos navegan-, ¿o la imaginación, sus productos no aceptados, negados, censurados, considerados imaginación viciosa? O bien, podemos indagar en lo cultural: X como la frustración de las esperanzas por las promesas de la ilustración, por las revelaciones esperadas, por la “razón universal” fallida hasta hoy y para siempre, la “razón” de occidente frustrada por la realidad, la frustración de la salvación por la ciencia; X como la inquietud por el porvenir, la ansiedad económica, la ansiedad ecológica, la angustia por la violencia creciente, la falta de interés por la “verdad”, por las esencias; X como la frustración en la conformación de una entidad ética, estética y política, de un ser; X como la búsqueda acosante de la razón existencial, social, la búsqueda del equilibrio, de la estabilidad, de la felicidad, del ser…
X como frustración por la búsqueda no satisfecha. Búsqueda, la del presente ensayo, que parece sin método, sin lógica, que ahora veo como una excusa para hablar conmigo mismo -entonces X podría ser una farsa, una mentira inconsciente. Pero suponiendo que no sepa de la supuesta falsedad, ¿es sincera esta búsqueda?, me pregunto, y me respondo: ¿importa?, ¿lo captará el lector?: estoy seguro. Respondo a mis propios cuestionamientos metodológicos: con seguridad mi inconsciente le ha proporcionado un orden, una coherencia al presente texto, en función de las corrientes, de las aguas que recorren mi interior, de las lagunas, los mares, las tormentas, los huracanes, el sol y la luna que todo lo regulan -me siento comprometido a develar los elementos que representa esta metáfora, pero desisto. ¿Será X la metáfora en sí misma? Generalmente no seguir el instinto, la intuición, trae resultados desfavorables; en el presente desarrollo, la intuición ha reinado casi siempre.
(Un paréntesis: me habita ahora la sensación de pérdida de tiempo, leo algunas páginas del principio y poco me dicen, me cuesta seguirlas. Recuerdo, que en general he escrito este texto con convicción, con interés, incluso con placer, sin embargo ahora, con varios días sin escribir, retorno, y se desvanecen las palabras. En definitiva somos otros en distintos momentos de nuestra vida; el ánimo, por ejemplo, coloca otro lector frente al texto, incluso a otro escritor. Igual le ocurre al lector, los libros interesan, en muchos casos en función del momento, del ánimo, del cansancio e infinidad de variables, y lo que el lector rechaza en un momento lo disfruta en otro. E incluso, el lector y el escritor pueden ser distintos, pues como dije no me tomó lo que leí, pero sin embargo estoy hilando con gusto esto que estoy escribiendo, y puedo seguir especulando sobre el tema, las ideas se aglutinan, pero tengo claro que es una digresión, y me pongo punto final.)
Sigo, el tema no se agota, confrontémoslo con sucesos de actualidad. Con el enfrentamiento en Oriente con el Islam, en Palestina, con la invasión a Irak que desencadenó una espiral de violencia que no sabemos a dónde nos lleva, y otra vez se hace presente el terror de la guerra fría: la posibilidad del uso del arsenal atómico, puesto que varios países en el conflicto poseen estas armas siniestras. Entonces, con esta espada filosa colgando sobre nuestras cabezas, ¿será X la renovación del miedo a la guerra atómica?; hablamos de la sempiterna disputa con la muerte, guerra que estamos condenados a perder.
El otro tema de actualidad, es el reciente señalamiento de un grupo de científicos sobre los condicionamientos de la conducta del hombre, afirmando que está determinada por veinte genes; en consecuencia -aunque ya habíamos manoseado el punto- ahora podemos afirmar que la presencia de X en nosotros podría estar determinada por la herencia: ¿será X el carácter? Se me ocurre ahora que X es la pregunta en sí misma, la necesidad de preguntar, la incertidumbre perenne determinada por la genética, primero, y la común insatisfacción como detonante; por otro lado X puede ser, en otros, el escape a la necesidad de preguntar, una forma de escapar de sí mismo a través del alcohol, las drogas u otras formas de evasión, por el temor a hacer las preguntas, por el terror a las respuestas a esas preguntas, por el terror a X.
Otro tema que en las últimas décadas ha aparecido con fuerza en las ciencias y la cultura, es el tema del caos, sus orígenes y consecuencias. ¿Será X el caos, el caos interior, el caos exterior? “Como es adentro es afuera”, dijimos ya. ¿Pero qué es el caos? Ayudemos con algunas ideas afines señaladas por Briggs y Peat en su libro Las siete leyes del caos, con palabras y frases que sacamos con pinzas del texto. Caos: “encuentro violento, descontrol, confusión, desconocimiento, sorprendente, misterioso, sin límites, trasgresión, contingencia, dudas, incertidumbres, preguntas, muerte y nacimiento, destrucción y creación, lo impredecible que conduce a lo nuevo, instrumento de la naturaleza para crear nuevas entidades, paradoja, metáfora”. Se me ocurre que este texto que Usted lee puede ser una metáfora representativa del caos, o, mejor, el caos mismo, pues he usado la duda, la incertidumbre como umbral de la creatividad. ¿Cuál es la diferencia entre la metáfora y el hecho que representa?: si es buena no debería haber diferencia, pues es una con el hecho. ¿Cabe esperar la explosión de este texto? ¿Será X el big bang interior?, puesto que morimos y nacemos constantemente.
LIBRO TERCEROHaciendo una mirada retrospectiva a lo escrito -este “teatro de la mente”, o como diría Harol Bloom: “guerra civil de la psique”, o bien, visto de otra manera, una forma de limpiar el “desván de la mente”-, a la luz del texto, se puede observar que es como recorrer un árbol desde la copa, examinando una muestra representativa de las hojas -posibles X-, y ocurre que se vuelve siempre inadvertidamente al tronco, y al ir bajando entre las ramas el tronco se hace más fuerte, grueso, ineludible, único, centro, la raíz, la madre de todas la hojas que examinamos en este ejercicio de la mente, del espíritu. Lo dicho nos recuerda Ken Wilber en su Breve historia de todas las cosas: “La revolución copernicana de Kant, la idea de que no es el mundo el que configura la mente sino la mente la que configura el mundo”. Sin embargo, desde cualquier mirada, desde cualquier cima, desde todas las opciones de la ficción y la realidad, volvemos al ya citado tema de los temas para los filósofos -y para los neófitos-, que conforma una sola pregunta de tres partes: “de dónde venimos, quiénes somos, a dónde vamos”. Pero señalar tres preguntas -un gran misterio- como respuesta a otra pregunta -X-, significaría dar una respuesta fallida desde el punto de vista de la lógica formal, equivalente a definir con la palabra a definir como centro de lo definido. Podríamos, sin embargo, seguir buscando a los alrededores del misterio esencial señalado.
Me llega, me atrapa otra digresión, otra hoja del árbol que seguramente debe ir páginas atrás. Es relativa a la palabra NOSOTROS: NOS-OTROS. Nosotros, como una unidad, que comparte y convive, y nos-otros como yo por un lado -yo y los míos-, y otros, al frente, distantes. La unidad frente a la disociación, uno frente al otro, frente al enemigo, incluso -en hebreo, el otro significa el contrario, el enemigo. Esta separación, esta confrontación, esta dialéctica común, ¿será la causa de nuestro desasosiego, nuestra frustración, nuestro vacío, nuestra impotencia?, ¿de nuestra incomprensión, de nuestra ruptura interior, de nuestra incapacidad para mantener unidas las piezas del rompecabezas que conformamos? ¿Acaso no somos todo y parte, esencia y materia, uno y todos? ¿Será X la conciencia perenne y perturbadora de la disociación, de la división, de la fragmentación, confrontada con la necesidad de unidad, de igualdad, de asociación, de comunión, no sólo entre los seres humanos que habitamos este valle de lágrimas, sino con el todo, con el universo, con la naturaleza? ¡Ah!, el inevitable temor -incluso terror- por el distinto, el distante, el extraño, el afuerino, el de otra forma, color, oficio, lengua, costumbres, moradas, sueños, el de otro saber, deber, parecer, imaginar, pensar, amar, etcétera, etcétera. En definitiva, ese otro, ese distinto, el no pertenecer, la exclusión, nos marca hasta el extremo de vivir condicionados contra este supuesto enemigo, que en realidad está sembrado en nuestros corazones, pautado por nuestra cobardía, por la ignorancia -recuerdo aquella frase inglesa que dice que para poder conocer a Inglaterra hay que viajar fuera de Inglaterra. Y nuestro miedo trae como consecuencia la violencia, no sólo contra otros seres humanos, sino contra la naturaleza, cuyas leyes hemos ignorado siempre -hay que mencionar también los miles de años de lucha del hombre contra los peligros de la naturaleza a la que ya parcialmente dominamos, hemos deformado, e incluso destruido. Y si no practicamos la violencia, nos transformamos en anacoretas, en ermitaños -¿de la nada?-, aislados en nuestros apartamentos en edificios superpoblados, en ciudades como laberintos infinitos. He aquí nuestra incapacidad de comprender, de sumar, de ser con el otro. ¿Será X el miedo al otro? ¿Será X el vacío entre la división, el espacio entre yo y el otro, entre nos-otros? Pero el miedo al otro tiene muchas connotaciones en la escena múltiple, casi infinita, de la condición humana, de la comedia, de la tragedia humana; el miedo puede, además, conformar el estímulo necesario para continuar viviendo, el incentivo para sobrevivir en las peores situaciones; en las guerras, en las cárceles más violentas, el miedo, la descarga cotidiana de adrenalina, el instinto de supervivencia, se convierten generalmente en el incentivo indispensable para superar las peores condiciones de vida, manteniendo a la persona a la defensiva, despierto, en alerta constante por las arremetidas del otro, logrando sobrellevar una vida donde la depresión y el darse por vencido son fenómenos extraños. Queda entonces, la paradoja: el miedo puede ser no sólo una causa importante de nuestra tragedia cotidiana, sino hasta un instrumento útil para la supervivencia.
Aquí aparece otra vez una cuestión ineludible, el drama, la tragedia, como eje primordial de la cultura, de las artes, de la literatura, de la vida. Ya dijo Van Gogh cuando conoció la obra de Rembrandt, que sólo un hombre que ha muerto muchas veces podía pintar de esa manera. Y es que Rembrandt sufrió la pérdida de la mayoría de sus seres queridos: hijos, mujeres amadas, viviendo en un constante luto y desarraigo por la ausencia temprana de los seres indispensables, sucesos que seguramente dieron consistencia y profundidad a su obra, que determinaron su obra. Pero esto no sólo ocurre en el arte, pues en la vida solemos cambiar, madurar, consolidarnos, a medida que nos alejamos de la primera juventud, logrando generalmente con la experiencia, con los avatares, un alejamiento de la banalidad y superficialidad, pagando, en un imperdonable -sentimos- trueque pautado por la naturaleza, con nuestra frescura y belleza, con nuestra naturalidad y espontaneidad. Y es que los rieles de una realidad inexorable nos llevan al único destino inevitable, a la vejez que es la muerte disfrazada con nuestros huesos carcomidos, con nuestra piel ajada, el corazón cansado, en esta incomprensible, si queremos tratar de explicarla, carrera de relevos donde inevitablemente pasamos el testigo a otros que siguen el juego sin nosotros, hasta que también lo pasan, quién sabe hasta cuándo, pues todo sigue igual, pero es distinto… -somos tan indispensables como prescindibles, me digo. Por lo tanto nos preguntamos: ¿es X el misterio de la existencia?, ¿es X el misterio de la inexistencia?, ¿es X el significado de ambas caras de la moneda de la vida? Decía Huxley en Las puertas de la percepción: “el orden superior prevalece hasta en la desintegración, la totalidad está presente hasta en los pedazos rotos”. Y probablemente llegará un día que diremos como Raimond Chandler en El sueño eterno: “mi sueño está cerca de despertar”.
Pero seguimos dando palos de ciego, aunque conozcamos -o creamos conocer- los secretos de los engranajes de la “mecánica psíquica”; seguimos viviendo en la más completa oscuridad, y las ciencias nos revelan constantemente que nada es lo que parece ser. Leía en una revista que el color no existe, que, “en realidad, es una ilusión óptica que nos decora a todos la vida; que la visión del color es la consecuencia de la separación de la luz en sus componentes”. Pero esto parece poco importante en comparación a lo afirmado, no carente de razón, por Leszek Kolakowski en su discurso Para que sirve el pasado, donde destaca: “el futuro no existe ni existirá jamás…; en consecuencia, el pasado tampoco existe”. Y si pensamos un momento vemos que ocupamos un eterno presente, y que no hay forma en que podamos zafarnos de esa cárcel de la existencia y llegar al huidizo e inalcanzable futuro; es verdad, podemos abstraer y pensar en el futuro como el día en que nacerá nuestro hijo, por ejemplo, y llegará el día en que estaremos con el heredero en los brazos, pero eso no ocurrirá en el futuro, sino en el presente perpetuo de nuestra vida. Algo parecido sucede con el pasado; es cierto, tenemos pruebas aparentemente irrefutables de su existencia: nosotros, nuestras obras, nuestros recuerdos, pero son representaciones del pasado, no el pasado, que no tiene cabida real en nuestro eterno presente, además de sufrir siempre adulteraciones, interpretaciones, confusiones, hasta perdérsenos objetivamente, como “una ilusión óptica que nos decora la vida”, como el inexistente color.
Lo dicho me recuerda a Zenón de Elea, cuando señaló: “Una flecha que vuela no se mueve en el lugar en que se halle, y tampoco en el lugar que debe alcanzar: por lo tanto no se mueve nunca”.
¿Qué nos queda entonces si el tiempo, el pasado, el futuro, es una ficción de nuestra mente? Confusión. La confusión como una de las características perennes del ser humano. ¿Podríamos entonces decir que X es esa confusión? Y más que eso, ¿será X nuestra incapacidad de tomar, de aprehender el ser, la vida, la existencia? “Triste destino el de tener un destino”, ¡ah! Ariosto.
Entonces, si no existe el futuro, si no existe el pasado, quedan eliminadas dos de las preguntas fundamentales: ¿de dónde venimos y a dónde vamos? Y queda sólo el quién somos, la certeza del presente. Podemos afirmar sin margen de error, en consecuencia, que la muerte no existe, que es un término vacío, una incertidumbre irresoluta. Nada sabemos de ella, y por lo tanto todo lo que conceptuamos, afirmamos sobre ella, no es más que pura especulación, mentira, improvisación, aventura del miedo en nuestro intelecto, pues la muerte nuestra siempre está en el futuro, configura lo desconocido, lo inexistente, lo no probado, lo indefinible; y aunque entendemos que nuestras funciones vitales son finitas, no por eso existe la muerte -podemos jugar con el eterno retorno, y afirmar que al morir volvemos a nacer, y así una y otra vez, infinitamente. Y podríamos definirla solamente por lo que no es, pero sigue siendo sólo especulación, pues, por ejemplo, si decimos que es la no vida, entonces chocamos con afirmaciones de las religiones que hablan de la otra vida, del más allá, del nirvana, del paraíso, del infierno, del cielo, o bien, la nada de los agnósticos, de los ateos; todas concepciones indemostrables, basadas en la fe la mayoría, en un sentimiento que se percibe irrefutable -o la falta de éste-, pero no por ello certero. Claro, es indispensable preguntarse a qué tanto teje maneje con el futuro, sobre todo con la inexistente muerte, y arriesgo ahora una tesis, entre tantas más interesantes: escapar de la realidad, de sí mismos, es uno de los pasatiempos, de las costumbres preferidas de los humanos.
Nos queda entonces una única realidad constatable, evidente, irrefutable, existente: el presente. ¿Es X el presente? Ese incuestionable ahora, ya, en este momento, sí, epa, zas, punto, lugar efímero, fugaz, indetenible, a la mano pero inatrapable, que sentimos que escapa como agua entre nuestros dedos aunque contradictoriamente siempre esté ahí, presente, perenne -volvemos a Zenón, ahora a su fábula de Aquiles y la tortuga y su imposibilidad de encontrarse, llegando a un punto en su ruta, entre a y b que es c, y luego se llega al punto entre a y c, que es d, y luego entre a y d, y así hasta el infinito sin que puedan jamás tocarse. En consecuencia, debemos esforzarnos y buscar una respuesta sobre el presente fuera de lo físico, de lo tangible, de lo apreciado por los sentidos; me refiero a un estado de la conciencia, del entendimiento, que me señala mi presencia aquí, en este momento, en el ahora, en este instante, que creemos dejó de ser, es y será, una y otra vez, girando hasta el vértigo, hasta lograr quitarnos la idea de la conjugación del tiempo, y ubicarlo, ubicarnos, por fin, en el eterno presente, en este viaje sin retorno ni futuro, que es ser, y estar, en apariencia vacío, incapaz de alimentar por sí solo nuestra psiquis, que no tendría sentido y plenitud sin la presencia de lo inexistente, de lo ilusorio: el pasado y el futuro, conformando otra trinidad indispensable donde el presente se nos muestra, por lo efímero, teniendo la menor carga de importancia en un mundo cultural, mental, estructurado por el pasado y en función de un supuesto futuro para el que ponemos todo nuestro esfuerzo y expectativas.
Pareciera, por lo dicho, que nuestra existencia está basada en una especie de metafísica, en un juego de la ilusión, de lo ilusorio, que hace constatar la inmensidad de nuestra fragilidad, la fragilidad de la condición humana, pues “la vida es sueño” -¿y si despertamos de este sueño, de esta fantasía de la psiquis?, ¿qué hay del otro lado del sueño? Todo está en la mente, no hay duda.
¿Es X un juego de la mente para entretener nuestra nada perenne, para tener una razón, tema o cuestión, para existir?; ¿es una ilusión óptica que decora nuestra vida…?
Ya dijo Nietzsche: el mundo “aparencial” es el único que existe, el “mundo verdadero” es pura invención. ¿Acaso no es esto dramático, trágico? Fundamentamos nuestra vida en función de una serie de presupuestos que podemos llamar virtuales, desconocidos, ilusorios, especulativos, imaginarios, presunciones, incluso falsos, inexistentes, irreales… ¿Será X la convicción interna del hombre de tan significativa impostura? No hay duda, basamos la vida, por lo menos una parte determinante, en lo ilusorio, mientras hay quienes se ocupan por nosotros de lo real: la organización del trabajo, la plusvalía, la política, las armas, las guerras -desde luego, el tema del arte, otra ilusión convenida de hoy, no podría ser otro, diferente al drama de nuestra situación, en sus diferentes variaciones. Observemos uno de los dramas más obvios, la religión y sus dogmas, donde los humanos determinan parte esencial de sus quehaceres e ideas. Y sin entrar a analizar el tema de la existencia de dios -o dioses-, sabemos sobre la gran cantidad de cultos que pululan en la geografía terrestre y mueven las masas, incluso a guerras fraticidas. Digamos que hay, para dar un número, mil religiones instituidas en el mundo; todas, con excepción de las hinduistas, quizás, dogmatizan que sus cultos son los únicos verdaderos, que su dios es el verdadero, excluyendo a los demás. Claro está, las religiones coinciden en la exclusión de las otras, por lo tanto, habiendo acuerdo en este presupuesto, démoslo por válido -además de la supuesta existencia de dios-, lo que determinaría que novecientas noventa y nueve de esas religiones y sus dioses son falsos, lo cual demuestra la tesis de que la mayoría -puesto que la probabilidad de certeza es mínima-, está equivocada, por no decir todos, y se vive en la irrealidad, en la mentira, en convenciones inducidas, tácitas o pactadas, en el mundo de la cultura, de lo creado por el hombre. Sin embargo, la orfandad de dios que sentimos, es real.
¿Es X la gran impostura de nuestra existencia?, ¿la percepción ineludible de una vida sin certezas donde no logramos conseguir un sillón donde sentarnos cómodamente, en paz absoluta? ¿Es X nuestra imposibilidad de completar el rompecabezas de nuestra existencia?
Pero nos separamos al parecer del tema esencial, de la muerte -aunque sea, el miedo a ella, la telaraña que nos atrapa en las religiones-, habiendo afirmado su inexistencia por estar llena de una serie de presupuestos, de fantasías, que pertenecen al mundo de la cultura, de la creación del hombre, más que de certezas comprobadas. Dijimos que no podemos definir la muerte más allá de la cesación de las actividades vitales del cuerpo. Y sin embargo, a pesar del desconocimiento, conforma uno de los paradigmas, de los temas esenciales en la vida y en el ser del hombre. ¿Será X la muerte, el tronco del árbol, la raíz, la tierra…? La muerte que negamos al principio de este ensayo y se hace lentamente protagonista, esencia del texto, apareciendo reiteradamente, habiendo sido siempre esencia del mundo interior, del foro interior del hombre. Apenas podemos relacionarla con el no estar ya, con un partir, con un “viaje” a lo desconocido que puede ser la nada. En otras palabras, en este texto -y en la vida-, la rodeamos, la cercamos, sin poder ni siquiera verla, menos tocarla, u olerla, y sigue conformando la incertidumbre monumental sobre la cual ejecutamos la obra de nuestra vida. Y sabiendo que todo lo que decimos sobre ella no es certero, ni real, vale preguntarse: ¿será la muerte un pretexto? ¿Será X el pretexto universal?
Me siento ahora en un callejón sin salida en esta búsqueda, a pesar de que la muerte es una ausencia -la otra cara de la moneda puesto que estoy vivo-, y esa ausencia la convertimos en un miedo, en un terror, en razón de lo que la incertidumbre nos hace sentir. Disparo mis dardos a un tablero que no tiene centro, que no está, escribo ochenta y cinco páginas de un texto, sobre lo desconocido, lo indefinible, lo inatrapable, suponiendo que X sea la muerte. Lo que significa que, como miembro de la especie humana que soy, vivo este texto -esta vida- en función de una ilusión. ¿Entonces qué sentido tiene seguir? Me toma una sensación de vacío, quizás sea la intuición de la muerte -vuelvo a especular, a darle existencia. ¿Quién dijo, “todos le debemos a la muerte una vida”? De aquí sacamos otra posibilidad, la muerte como nuestra acreedora, como una acreedora insistente, inclemente, que no permite que olvidemos la deuda ni un solo día.
Dijimos que el tema de este ensayo es precisamente la búsqueda del tema del ensayo. Digamos que determinamos que el tema es la muerte. Pero ya dedujimos, creo que en forma incontrovertible, que la muerte no existe. Por lo tanto no puede ser tema de un ensayo lo inexistente, pues lo dejaría sin asidero. ¿Entonces? El círculo se cierra, para algo tan importante me baso, como buen ciudadano del mundo, en una apariencia, en una ilusión, en una mentira. ¿Tiene sentido? Parece que no, pero entre tanto, llené mi nada, disfruté escribiendo, pensando, jugando. ¿Para qué, si es todo falso? Sí, pero nadie me quita lo bailado. Y lo bailado está en el pasado, y el pasado no existe. Y ahora buscaré publicar el texto, en el futuro, que tampoco existe. ¿Qué queda entonces? Para vivir nacemos.
(Seguramente el lector sí llegó a su conclusión sobre la identidad de X, conclusión que a mi se me escapa, como siempre).
EPÍLOGO“Los sueños sueños son”. El juego de la ilusión. Inventamos para nosotros, nos regalamos mutuamente sueños para poder sobrellevar una realidad que puede ser insoportable. Y reímos de Don Quijote y sus luchas contra gigantes y caballeros legendarios inexistentes, y seguramente nuestra Dulcinea del Toboso es menos real que la del héroe literario, y es probable que amemos una construcción mental que poco tiene que ver con el ser de carne y hueso con quien amanecemos, sintiendo cada día su respiración, padeciendo su humor -lo definimos como héroe por ser el Quijote nuestro espejo, una representación fiel de quienes somos, de nuestra irrealidad cotidiana; y mostrarnos nuestra imagen en el espejo es una de las fortalezas que hizo trascender esta obra de Cervantes, ¿o de Cide Hamet Benengeli, historiador arábigo? Quizás somos sanchos panzas, ilusionados, esperando que un Don Quijote -no Alonso Quijano- realice pronto sus conquistas y premie nuestros servicios otorgándonos la gobernación de una ínsula, o inclusive, nos haga rey de ella -sanchos panzas, porque ser Don Quijote, al final, representa la locura, y nosotros no nos atrevemos a tanto, si acaso aceptamos ser los ilusos engañados por el mago, puesto que el mal está siempre en el otro…
ANEXOConsiderando que es una pieza de oratoria magistral, además de ilustrativa de la importancia de EQUIS (ensayo ficticio), decidimos agregar al texto la conferencia dictada por el Dr. Arquímedes Fajardo en el acto de presentación de la primera edición del libro; presentación que se realizó en el paraninfo de la Universidad de los Andes en presencia de las autoridades gubernamentales y universitarias, el día diez de diciembre del año 2004. Aunque contábamos con el texto del discurso escrito por el autor, preferimos, con su autorización, transcribir el audio del video del acto, en razón de la riqueza de las improvisaciones. A continuación dicho discurso.
El Editor.
CONFERENCIASr. Gobernador del Estado, Sr. Rector de la Universidad de los Andes y demás autoridades, Distinguidos miembros de la Academia de Mérida, Autoridades presentes, Escritores, Artistas, Investigadores, Profesores, Señoras y Señores.
Agradezco encarecidamente a quienes organizaron este acto, por haberme designado como orador de orden ante esta ilustre y prestigiosa academia, de la cual tengo el honor (valga la redundancia) de ser miembro honorario. Esta satisfacción inmerecida se une, en una feliz coincidencia, con la terminación de una larga e increíble investigación que ha resultado de un éxito sin precedentes, al ser realizada por el grupo interdisciplinario que presido: el Instituto de Investigaciones Locales Inaccesibles desde las Organizaciones (IDILIO) de la Universidad de los Andes, conjuntamente con: Metaphysics’ Medical and Ethical Avanced Studies (MEAME: Metafísica de Estudios Avanzados Médico-Éticos), de la Universidad Real de Estocolmo, Suecia.
Los resultados de la investigación que conocerán esta noche, les hará ver, estoy seguro, que más que inmodestia el uso de términos como, satisfacción, increíble, éxito sin precedentes, se ajusta a la verdad a la luz de los descubrimientos.
Como se sabe por especulaciones de la prensa especializada, hace cuatro años tomamos la iniciativa de programar la realización de un proyecto de investigación para comprobar ciertas tesis esgrimidas por el connotado escritor Santos Bustos, en su libro EQUIS (ensayo ficticio), publicado por el sello editorial de nuestra máxima casa de estudios. Y hoy tengo el gusto de comunicarles los resultados de ese arduo trabajo de investigación, que partió sobre la base de especulaciones relativas a la muerte hechas por el referido autor en su extraordinario libro, que creímos indispensable estudiar, no sólo desde el punto de vista conceptual, sino práctico (médico y físico), llegando a resultados absolutamente sorprendentes e inesperados, que esta noche me propongo mostrar a ustedes como primicia, permitiendo sean testigos de excepción de un hecho trascendente que cambiará, creemos, no sólo la historia del pensamiento, sino de las ciencias, proporcionándonos, con toda seguridad, una nueva visión del mundo, de la realidad inexorable que atravesamos, de la percepción de nuestra existencia en este presente, infausto y maravilloso a la vez, en que vivimos.
Desde el primer momento en que leí el ensayo del Dr. Santos Bustos, supe que, como en otras oportunidades registradas en los anales y relacionadas con otros importantes autores, la intuición y elaboración del artista señalaban con tino puntos de extrema importancia, aciertos que luego serían comprobados por las ciencias. En el caso de nuestro autor, observamos, estos puntos tocaban la médula de la espina dorsal de la existencia humana, y bajo ninguna circunstancia podíamos dejarlos en el lugar donde se encontraban (como simples elucubraciones signadas sobre el papel), sino que por el contrario teníamos el deber imperativo de comprobarlos, de demostrarlos, usando las herramientas, los instrumentos de las ciencias, para de esta manera poder alejar los resultados del tufo infectado de las sectas, alejarlos de ser una más de las tantas metafísicas que aparecen como arroz en la sociedad actual. Por esta razón, la comprobación se hizo siguiendo estrictamente los pasos del método científico y de la más acuciosa lógica formal. Insisto en la importancia del método, pues los resultados esperados podían develar incertidumbres ancestrales, originarias, y no era posible arriesgar su credibilidad; y en este sentido reunimos un grupo interdisciplinario conformado por los cerebros más brillantes de nuestra ilustre casa de estudios, y con el mayor sigilo y secreto acordamos un convenio con la prestigiosa Universidad Real de Estocolmo, sin cuyo apoyo intelectual, práctico y económico no hubiera sido posible terminar la ardua tarea con el éxito inmenso e inequívoco que les mostraremos hoy.
Pido un aplauso para los científicos suecos y venezolanos que realizaron la titánica labor, y que se encuentran sentados entre Ustedes en esta hermosa sala protocolar… ¡Gracias! ¡Gracias!
Como veníamos diciendo, la intuición y la elaboración mental del artista habían señalado acertadamente ciertos puntos de innegable interés para el hombre contemporáneo, para el hombre de todos los tiempos, si partiéramos de la premisa establecida por la creencia, que es un presupuesto generalizado, de que el tiempo existe. Como Ustedes conocen, se han venido manejando tesis relativas a la negación de la existencia del tiempo, por lo menos del tiempo tal y como lo veníamos conociendo, llegándose a la certidumbre de la inexistencia del futuro, que nunca tendrá lugar, y del pasado, que tampoco existe, que no es más que una idea, un recuerdo poco nítido, quedando, en definitiva, sujeto el hombre a un eterno e ineludible presente, a un eterno o perpetuo presente, como lo caracteriza el escritor en su obra EQUIS (ensayo ficticio).
Sumado a lo dicho, en el Ensayo se elucubra sobre una serie de problemas y apreciaciones que no podían dejarnos inmóviles, y nos propusimos, con un entusiasmo compartido por todos los científicos que conformamos el grupo de trabajo, hacer tangibles, probables, algunos de esos presupuestos, de esas tesis presentadas en el referido texto. Desde luego, todo proyecto de investigación es también una aventura, cuyos resultados buscamos, esperamos pero no por ello logramos, y lo que se programó con mucho detalle inicialmente, fue cambiando de ruta en pro de las ciencias y de la búsqueda de resultados más provechosos para la sociedad (algunos, veo, fruncen el ceño, pues recuerdan lo dicho sobre la aplicación estricta del método científico; debo aclarar que para mí y para los investigadores del grupo que presido, el método científico no se basa en seguimiento de unas reglas, de un procedimiento pautado, sino en la búsqueda de la verdad necesaria, aunque sea inesperada y se separe de lo planteado inicialmente).
En consecuencia, siguiendo nuestros preceptos, no tuvimos otra opción que modificar la ruta de la búsqueda en función de los extraordinarios encuentros con certezas que íbamos realizando. Y usando toda la creatividad de los miembros del grupo de investigación, y toda su capacidad de innovación, se llegó, además, a crear tecnología, experimentos, procedimientos inéditos, proposiciones conceptuales y de rutas hasta entonces desconocidas, inexistentes.
Sé, y pido disculpas, que peco de inmodesto al mencionar estos hechos de la investigación, pero lo hago al llegar a la conclusión de que mi modestia no podía opacar, reducir, no mostrar, el inmenso logro de los científicos y humanistas que conforman el grupo, que aunque yo presido, sería injusto, no sólo que me arrogara el éxito para mí exclusivamente, sino que lo ocultara aunque sea parcialmente.
Ahora es mejor que apresure el final, la conclusión de la investigación. Entiendo que Ustedes vinieron dispuestos a escuchar con mucho interés este discurso, y por lo tanto podría explayarme en los múltiples detalles de la investigación; sin embargo, soy de los que piensan como dice el dicho: “lo bueno, si es breve, es doblemente bueno”, y he decidido dedicar las últimas palabras al resultado más importante del descubrimiento, el cual creemos dará a la investigación el reconocimiento de la comunidad científica internacional, y prestigio mundial. Pero no señores, no nos adelantemos a los acontecimientos, no se trata de la cura para el SIDA o el cáncer lo logrado, ni de la Piedra de Roseta que descifre los grandes misterios de la humanidad, las grandes incertidumbres de nuestra existencia; aunque, debo decirlo, si bien no revelaremos todas las incertidumbres (partiendo de las clásicas: de dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos), sí revelaremos alguna fundamental, esencial para conocer nuestra naturaleza, alguno de los secretos guardados hasta ahora por nuestra madre naturaleza, garantizándoles, que más allá de las cuestiones relativas a la existencia del tiempo, del pasado y del futuro, cosa para nada inédita, como dijimos, lo descubierto revolucionará la concepción que sobre la muerte tenemos en las distintas culturas que marcan y han marcado el globo terráqueo, nuestro hogar, nuestra casa provisional. Y es que lo pensado, lo reflexionado, lo concluido sobre la muerte a través de miles y miles de generaciones y cultos, lo comprobamos, es definitivamente falso. Claro está, como se señala en el Ensayo certeramente, la muerte no existe; cito: “Nada sabemos de ella, y por lo tanto todo lo que conceptuamos, afirmamos sobre ella, no es más que pura especulación, mentira, improvisación, aventura del miedo en nuestro intelecto, pues la muerte nuestra siempre está en el futuro, configura lo desconocido, lo inexistente, lo no probado, lo indefinible…” Claro está, un descubrimiento siempre trae nuevas incertidumbres.
Y este descubrimiento cambiará necesariamente nuestra concepción de la realidad, de la condición humana, repito, y voy al grano de una vez por todas.
Aunque parezca increíble, logramos enviar una expedición al llamado más allá, a lo que erróneamente llamamos muerte; pero no se trata de un grupo de paisanos que supuestamente hacen un viaje a ultratumba y regresan con convicciones, con presunciones, con acuerdos sobre lo que vieron y está únicamente en su memoria, en su supuesta percepción de lo visto; no, definitivamente no, nuestros científicos regresaron con pruebas irrefutables, inequívocas del viaje: filmaciones, grabaciones, objetos, materiales precisos, determinados, que seguimos examinado incansablemente. Insisto, no están resueltos, con la expedición, todos los grandes enigmas del hombre, quizás uno esencial, pero no por ello el resultado es deleznable, o poco, al contrario es un logro descomunal que extiende la frontera del conocimiento y abre la puerta a otros logros (se ha dicho, con razón, que la nueva frontera de las ciencias es lo sobrenatural; y en ese sentido vamos develando, haciendo que muchos de nuestros secretos pasen a formar parte de la vida natural, abandonando, gracias al conocimiento que adquirimos de ellos, lo fantasmal, lo sobrenatural); y tengan la seguridad de que al abrir esta puerta, como hemos hecho, se abren las puertas para la iluminación de otros misterios hoy insondables.
Algunos de Ustedes se preguntarán: ¿llegamos a la antesala de dios?, y yo le respondo: no lo sé, pero es notable que lo descubierto para todos no se muestra en una dimensión metafísica, ilusoria, espectral o misteriosa, por el contrario, se nos muestra clara, diáfana, tangible, aprehensible y apreciable por los sentidos, es decir palpable, tocable.
Pero volvamos a nuestros expedicionarios, a nuestros conquistadores sin armas, a nuestros viajeros a la luz, a la verdad, al hallazgo que puede ser tan o más importante que el descubrimiento de América, la llegada del hombre a la luna, al desentrañamiento del genoma humano, pues nos muestra una dimensión de la realidad absolutamente desconocida e imprevisible para todos, hasta el sol de hoy. Nos referimos al descubrimiento de la otra cara de la moneda de nuestra existencia (afirmo hoy provisionalmente, pues debemos esperar nuevos descubrimientos y, tal vez, más que una moneda de dos caras y un canto, lleguemos a un calidoscopio existencial), nos referimos a la revelación del hecho incuestionable, de que la muerte, tal y como la concebimos en nuestra cultura, no es lo que esperamos al cesar nuestro signos vitales, nuestra existencia. Por el contrario, nuestros intrépidos expedicionarios descubrieron que somos el resultado -los que vivimos en la tierra-, que somos la consecuencia, lo que ocurre cuando, viviendo en la otra dimensión, morimos. Aclaro lo afirmado, no partimos hacia la muerte cuando dejamos de vivir, al contrario, cuanto dejamos de vivir en la otra dimensión llegamos a la tierra, nacemos y vivimos aquí.
En otras palabras: según los cánones establecidos estamos muertos, “existimos” en lo que consideramos desde el principio de los tiempos, desde una eternidad, la muerte.
Como es predecible, esta afirmación, que insisto está debidamente demostrada, traerá como consecuencia ataques frontales contra nuestro trabajo, pues desbarata el asidero dogmático y metafísico de muchos cultos; sin embargo algunos credos terminarán subiéndose al carro de las ciencias, como ocurrió con la tesis evolucionista, y se harán múltiples especulaciones: que si la tierra es el cielo de los ricos, el infierno de los pobres… Pero eso no es lo importante ahora, lo esencial es que hoy sabemos que existe otro lugar, otro estado, otra dimensión no articulada en la nuestra, a la que tendremos todos acceso en un presente no muy lejano -es decir, futuro, según los cánones.
(Ruego a los abogados y a los funcionarios presentes, nos eviten la molestia de acercársenos para hablar de patentes, franquicias, derechos de autor, temas colaterales y poco importantes, que, por cierto, ya tenemos resueltos).
Se preguntarán Ustedes, con justa razón: ¿si estamos en el más allá de otra vida, porqué no la recordamos? Y respondo, primero especulando, que tal vez sin memoria tenemos más posibilidades de ser felices aquí, y respondo, segundo y responsablemente, que estamos apenas percibiendo el plano de la nueva dimensión descubierta, en el inicio de una serie de descubrimientos que cambiará nuestra existencia, la política, y esperamos, el hambre y las guerras, llevándonos por otro curso.
En otras palabras, se abren nuevas incertidumbres, nuevas preguntas, y nuestro deber es, como venimos haciendo desde que el hombre es hombre, develarlas.
Ya debo concluir, ahora definitivamente, pues es evidente que ustedes tienen una necesidad imperiosa de hablar, de exteriorizar sus inquietudes sobre lo expuesto en la presente conferencia.
Les agradezco encarecidamente la atención prestada a este su humilde servidor.
Buenas noches.
Contestaré sólo diez preguntas, sólo cinco preguntas…
Dr. Arquímedes Lisardo.