El Círculo de Bellas Artes y la Escuela de Caracas
Tradición y Modernidad
Es frecuente entre nuestros críticos e historiadores remontar el inicio de nuestro arte moderno a los albores del siglo XX.
Este criterio sugiere que nuestro arte moderno surgió del rechazo de las estéticas naturalistas representadas por los últimos maestros del realismo decimonónico que ocupaban funciones docentes en la Academia de Bellas Artes de Caracas. La Academia fue, en efecto, el foco donde tuvieron lugar los acontecimientos que cambiarían el curso de nuestro arte. Pero no debe perderse de vista que entre el realismo de los maestros y el inicio de la modernidad se desarrolla una serie de tanteos que, teniendo como tema el paisajismo, dan origen a un estilo de transición que recoge por una parte la tradición técnica del realismo y, por otra, se nutre de ciertos elementos de la modernidad, como son el trabajo al aire libre y la observación directa de la naturaleza. Martín Tovar y Tovar y Jesús María de las Casas pueden ser considerados a este respecto como precursores del Círculo de Bellas Artes. Habría que mencionar también a un pequeño grupo de pintores poco conocidos que entró en actividad al finalizar el siglo, y del que forman parte Pedro Zerpa, Abdón Pinto, Francisco Sánchez, Francisco Valdez, J.J. Izquierdo, Andrés Pérez Mujica, sin que olvidemos entre éstos al primer Tito Salas. En las obras de todos ellos entran en juego, aunque de manera tímida, los conceptos en torno a la luz y la naturaleza desarrollados por la generación de artistas a la que vamos a referirnos en seguida.
Creado en 1912 bajo la inspiración del humorista y periodista Leoncio Martínez (Leo), el Círculo de Bellas Artes tuvo como objetivo inicial promover de manera independiente la actividad de un grupo de estudiantes que, por estar en desacuerdo con los métodos de la enseñanza impartida en la Academia de Bellas Artes, habían fomentado en 1909, en contra de su director Antonio Herrera Toro, una huelga que terminó cuando el grupo de conjurados se vio obligado a abandonar los talleres del viejo instituto. De aquello que nació por rechazo a un sistema de aprendizaje iba a surgir uno de los movimientos más vigorosos de nuestro arte. De una simple intención gremial nació una escuela pictórica basada en la observación de la naturaleza y en la exaltación de la tipología criolla. Una escuela de la visualidad que comienza a plantearse el hecho pictórico en función de la transcripción de los datos de la naturaleza tal como son percibidos por el artista en el momento de pintar y teniendo como propósito hacer del cuadro una realidad en sí misma.
Los móviles de la protesta de 1909 y la ulterior fundación del Círculo se encuentran en el rechazo no sólo a la precaria enseñanza impartida en la Academia, sino también a las condiciones de extrema apatía, negligencia y pobreza espiritual en que transcurría la vida caraqueña durante los primeros años de la dictadura gomecista. El Círculo encontró, por eso mismo, una motivación de carácter político en su repulsa al régimen causante de esas condiciones, y de allí su éxito al constituirse en una respuesta que halló inmediato apoyo en la intelectualidad progresista del país. A su programa inicial no tardarían en sumar su concurso escritores como Rómulo Gallegos y Julio Rosales, críticos literarios como Julio Planchart y Jesús Semprum, poetas como Enrique Planchart, Salustio González Rincones y Fernando Paz Castillo. De tal modo que su efecto renovador se extendió al conjunto de la actividad cultural, incluida la música, contribuyendo también al surgimiento de la crítica de arte en nuestro país como actividad comprometida con la búsqueda de progreso e identidad, tal como esta crítica ha llegado a nuestros días desde los tiempos de Enrique Planchart y Fernando Paz Castillo.
Los cambios suscitados por el Círculo en aquel ambiente no se explican tampoco sin los nuevos conceptos que subyacen a la inquietud favorable a una profunda renovación estética. Estos conceptos proceden, ciertamente, de la repercusión que a principios de siglo comenzó a tener el impresionismo entre nuestros pintores. Apreciadas en reproducciones de revistas y libros, las obras de impresionistas y post-impresionistas impregnaron poderosamente, la sensibilidad nueva, influyendo no sólo en las actitudes, sino también en las técnicas y temáticas que comenzaron a emplearse.
Así se explica que la renovación se iniciase con la adopción de ciertos principios impresionistas que funcionaban admirablemente aplicados a la naturaleza tropical. Y de allí que los artistas, dejando de lado la historia, los asuntos literarios y el consabido retrato, en estas circunstancias, se interesasen en la observación directa de la naturaleza, empleando para ello, al pintar, no los tonos fundidos en la paleta, como solía hacerse en la Academia, sino los colores puros usados libremente. Aparece así un arte que exalta la percepción de la realidad tal como ésta es vista bajo una iluminación natural, al aire libre o en ambientes inundados de luz. Lo vernáculo se hace sinónimo de lo verdadero y se constituye en objeto de interés para el pintor atento a los fenómenos lumínicos que se dan en la atmósfera. A la observación del entorno geográfico se añade también, como otro rasgo de la sinceridad que se busca, el deseo de exaltar al hombre venezolano, a la figura humana asociada al medio arquitectónico y urbano para reflejar, sin poses retóricas y con franqueza, la realidad del país. La transformación que se opera respecto al pasado inmediato compete no sólo a la pintura, sino a la vida misma.
Por último, el Círculo de Bellas Artes fue también paradigma de una concepción democrática del arte, abierta al pensamiento crítico y a los signos del progreso, reñida con un hábitat provinciano, de mentalidad rural y enquistado en estructuras de poder incapaces de entender los nuevos tiempos. El impulso del Círculo se transmitió a todo el ámbito artístico y finalmente preparó las condiciones para la formación de una tradición de lo moderno que llega a nuestros días.
En principio constituido como una asociación o gremio al que adscribía gran número de pintores y escultores, la historia ha recogido del Círculo de Bellas Artes tan sólo los nombres de sus representantes de mayor éxito, entre los que citaremos a Federico Brandt, Manuel Cabré, Antonio Edmundo Monsanto, César Prieto, Rafael Monasterios, Armando Reverón, Marcelo Vidal y Próspero Martínez.
Esta asociación reunió a pintores que procedían de diversas regiones del país. Es cierto que Cabré creció en Caracas y que en esta ciudad habían nacido Reverón, Monsanto, Próspero Martínez y Marcelo Vidal. Pero Rafael Monasterios venía de Barquisimeto, César Prieto de Santa María de Ipire y, por lo que respecta a Reverón, éste se levantó en Valencia, donde vivió hasta su adolescencia. Del mismo modo, Próspero Martínez pasó la mayor parte de su vida en pequeñas poblaciones del Estado Miranda. Monasterios y Prieto, notables paisajistas, fueron pintores transhumantes, que no se limitaron a glosar el Valle de Caracas, y cuyas obras, a lo largo de los anos, van marcando un extenso itinerario por todo el país. Lo mismo hará Rafael Ramón González, nativo de Araure, Estado Portuguesa, quien se une al grupo del Círculo después de 1920. Estos vienen a ser los representantes de la provincia venezolana, a la que recorren constantemente, no sólo en busca de temas para sus obras, sino para experimentar la emoción del conocimiento y el viaje.
El Círculo de Bellas Artes iba a hallar resonancia en una segunda generación de paisajistas que daría continuidad y proyección a su obra inicial, ampliando el horizonte temático y procurando nuevos enfoques para la interpretación del motivo vernáculo que se impuso definitivamente en la pintura paisajística. En esta segunda generación pueden ser ubicados Marcos Castillo, Rafael Ramón González, Pedro Angel González, Alberto Egea López, Francisco Fernández, Antonio Alcántara, Elisa Elvira Zuloaga: de la generación siguiente a la de éstos últimos hay que mencionar a Humberto González, Tomás Golding, Pablo Benavides, Cruz Alvarez Sales, Luis Ordaz, entre otros. Una propuesta que se identifica porque privilegia la luz y el paisaje en una pintura resuelta de manera francamente visual, sin literatura, relaciona estilísticamente a todos los nombrados no sólo entre sí, sino con sus maestros inmediatos, los fundadores del Círculo de Bellas Artes.
Enrique Planchart creó el término Escuela de Caracas para referirse a todo el paisajismo derivado de la estética del Círculo de Bellas Artes, incluido quizá también el paisaje de los integrantes de éste. En realidad, con este término el crítico aludía a lo que fue en adelante el tema más común en la pintura venezolana: el valle de Caracas con la gran montaña del Avila al fondo. Desde 1898 Tovar y Tovar ensayó captar la escala luminosa del sitio en paisajes de dilatadas perspectivas donde sobresalía como telón de fondo la imponente silueta del Avila. Ferdinand Bellermann intentó hacer lo mismo, sin abrigar un propósito estético, sino con intención documentalista, a mediados del siglo XIX. Pero es sólo a partir de 1910 cuando el grupo de pintores mencionados arriba se orienta sistemáticamente a un tema que alcanzaría en la obra de Cabré y de Pedro Angel González su máxima expresion.
Por extensión, el término Escuela de Caracas se aplica también a algunos paisajistas que por haber estudiado en la Academia de Bellas Artes, por afinidad o por influencia directa de los maestros, giran en torno a la preceptiva inaugurada por el Círculo de Bellas Artes: serían éstos: Trino Orozco y José Requena, en Barquisimeto, Braulio Salazar, en Valencia, Elbano Méndez Osuna, en los Andes. La mención que suele hacerse de Francisco Narváez como representante de la Escuela de Caracas se funda más en razones temáticas que estilísticas. Del mismo modo habría que referirse a Héctor Poleo para la época en que éste cursó, hasta 1937, en la Academia de Bellas Artes.
César Prieto, Marcos Castillo, Pedro Angel González, Rafael Ramón González, Tomás Golding, Elisa Elvira Zuloaga, L.A. López Méndez y Braulio Salazar son los pintores que ilustran con las obras que de ellos posee el Museo de Arte Moderno de Mérida la proximidad a la estética del Círculo de Bellas Artes. De hecho, este conjunto de autores, el de mayor edad ingresado a nuestro Museo, representa aquí sólo de manera fragmentaria al Círculo de Bellas Artes y la Escuela de Caracas.
Muy característico en la obra de César Prieto (ilus. n° 2) es el motivo de rústicas o solitarias calles de pueblos en donde una o varias figuras, aparte de que constituyan o no una anécdota, sirven de punto de referencia para dar la escala humana del paisaje. La composición se presenta como un trazado en diagonal que sigue el sentido de las líneas de fuga de la perspectiva. Las casas se alinean geométricamente a ambos lados del polvoriento lecho de la calle. La frecuencia de este tema en la obra de Prieto se explica por su temperamento constructivo, tal como se manifiesta en la solidez y aplomo como están resueltas las casas, cuyo aspecto de alguna manera está dramatizado por los efectos de una iluminación espectral que podría hacer pensar en una vista nocturna.
Marcos Castillo es conocido por el énfasis que pone en la naturaleza muerta y el bodegón —en general, trata los temas de flores, frutos y objetos de mesa (ilus. n° 3). Pero, a diferencia de la mayoría de los pintores de la Escuela de Caracas, en la cual es incluido, no se interesa tanto en la representación de las cosas como en las impresiones que de ellas el color nos transmite cuando él lo emplea libremente. Lejos de atenerse a la observación del natural, trabaja olvidándose de la perspectiva lógica y de los datos reales, de los cuales parte a instancias de una sensibilidad refinada y atenta al detalle, a la impronta del color, a los matices y efectos de transparencia, brillo y opacidad de los objetos. Castillo ha perseguido la atmósfera y la relación de valores dentro de una composición armónica y ajustada, y en esto se ha mostrado como uno de nuestros más sabios pintores y como un maestro de relevante influencia en las generaciones que estudiaron con él en a Academia y en la nueva Escuela.
Armando Lira (ilus. n° 5) procedía de Santiago de Chile cuando llegó a Caracas, en 1936, para incorporarse al personal docente le la Escuela de Artes Plásticas de Caracas. La luz de nuestra atmósfera y el colorido del trópico le predispusieron desde su llegada a adoptar la preceptiva de los paisajistas del Círculo de Bellas Artes para, al lado de éstos, pintar el paisaje del natural. Conservó, no obstante, cierta independencia en cuanto al toque vibrante de los colores y al empleo de una línea movida y nerviosa, su factura es más plana y decorativa que la del resto de sus compañeros. El tema del Panteón Nacional fue muy explotado por los pintores que enseñaban en la Escuela de Artes Plásticas, muy cerca de la cual —sobre el puente del Cuño— se dominaba ampliamente el panorama del monumento histórico, tal como —con el Avila al fondo— lo interpretó aquí Lira.
El abandonado Cementerio de los Hijos de Dios fue uno de los sitios de Caracas mas frecuentados por los paisajistas del Círculo de Bellas Artes, quienes vieron en él, desde los tiempos de Ferdinandov, un tema pintoresco digno de sus cuadros. La imagen perdura en la obra de Rafael Ramón González (ilus. n° 6), quien hizo de la fachada del camposanto, hasta poco antes de su demolición en 1952, numerosas versiones, con distinta suerte. González se detiene morosamente en el tema para expresar no tanto los efectos de la luz ambiente como la huella del tiempo que acusan las texturas de los rústicos frisos y muros patinados por la intemperie. Descriptiva en sus anécdotas del escenario humano de los barrios de Caracas y los pueblos del interior, en la obra de Rafael Ramón González podemos decir que perdura la sensibilidad del verdadero artista popular.
Pedro Angel González fue un agudo observador del paisaje, que invariablemente pintó del natural. Su método consistía en trabajar en el campo tanto tiempo como fuera necesario. La amplitud panorámica de esta vista de los muelles de La Guaira (ilus. n° 4) es ejemplo de su meticulosidad para observar el conjunto y los detalles, que le caracterizan. González se colocó en un punto elevado —probablemente en los altos de la Casa de la Compañía Guipuzcoana— para trazar una vista en perspectiva aérea, de gran profundidad, del escabroso motivo. La exigencia constante de fidelidad a la naturaleza y a la luz es lo que hace de Pedro Angel González uno de nuestros paisajistas más rigurosos.
Por el contrario, Elisa Elvira Zuloaga, de la misma época de Pedro Angel González, pionera del grabado y agrupada al igual que éste en la Escuela de Caracas, se reveló como artista temperamental, poco apegada a esquemas académicos y a la representación del paisaje observado del natural. En toda su obra predomina un rasgo inventivo que con el tiempo, después de 1960, conducirá sus búsquedas hacia el abstraccionismo, en cuyo camino puede ubicarse la obra que se encuentra en el Museo de Arte Moderno de Mérida (ilus. n° 8).
Entre los pintores que conforman una tercera generación de paisajistas y que también son estudiados dentro de la Escuela de Caracas, se halla Tomás Golding, de obra abundante y temáticamente tan variada que pueden estudiarse en ella hasta más de tres períodos bien caracterizados. El estilo de Golding (ilus. n° 7) es vigoroso e impulsivo, y podríamos decir que él es el más expresionista de los pintores de la Escuela de Caracas, incluyendo a Luis Ordaz. Golding alcanza particular significación por la vibrante pastosidad de su color y por el ritmo y movimiento vertiginosos de las masas. Tales rasgos de subjetividad no siempre están apartados de la naturaleza, pues Golding, en sus mejores momentos, pintó necesitando tener a la vista el motivo. Y éste es de tal variedad por su conformación y su aspecto como variada es la extensa geografía del Distrito Federal y los Estados Miranda y Aragua, que cubrió con su pintura.
El paisajismo, si bien revela ser un estilo nacional cuyo centro de irradiación estuvo siempre en Caracas, presenta también, al extenderse por el interior del país, variables que responden a las condiciones geográficas en que han trabajado sus cultores establecidos en provincia, ya en Maracaibo, donde se desarrolló una tradición propia, ya en Barquisimeto y en Valencia. De Valencia e precisamente Braulio Salazar, tal vez el más influyente paisajista de la región central del país (aunque estilísticamente hablando ofrezca escasos vínculos con la Escuela de Caracas), a quien suele también estudiársele en el capítulo correspondiente al realismo social. Salazar, tal como lo prueba la obra suya que se encuentra en el Museo de Arte de Mérida (ilus. n° 9), ha centrado si Interés en captar la luz y la atmósfera de los valles y serranías que rodean a Valencia, en un estilo en el que las calidades terrosas de la factura, fusionadas por la técnica gestual, conducen a un efecto expresionista.