Los Retos de la Pintura y los Nuevos Lenguajes
Introducción
Desde fines de los 70 comenzó a operarse un cambio en el curso del arte venezolano. El modelo de concurso tradicional, luego de una serie de ensayos fracasados con que, a lo largo de los 70, se intentó reemplazar al Salón Oficial, entró en crisis. La pintura, en sus modalidades principales, la figuración y la abstracción, daba muestras de estancamiento. La enseñanza impartida en las escuelas de arte era cuestionada por una generación que había buscado refugio en los talleres de diseño o que mantenía una posición crítica, aunque no intransigente, frente a las tendencias consagradas. En estas condiciones iba a despertar entre las nuevas generaciones un gran interés por el dibujo y por lenguajes poco practicados hasta ahora que, como el grabado, requerían de gran destreza técnica. En 1976 se había creado en Caracas el Taller de Artistas Gráficos Asociados (TAGA), un suceso muy promisor para los que creían en un movimiento de renovación. Pero el factor más importante asociado al cambio fue la violenta expansión del área expositiva que se puso en servicio con la fundación de nuevos museos en Caracas y en provincia, hecho que despertó muchas expectativas. En 1976 se consumó la división del Museo de Bellas Artes en dos entes autónomos; y, por otro lado, la creación de talleres, salones y galerías en ciudades del interior dio pie para el desplazamiento de la red de producción y promoción de las artes desde la capital hacia los centros periféricos, proceso que continúa cumpliéndose hasta el presente y que tiene en los salones regionales, liberados de toda dependencia del poder central, su máxima expresión.
Entre 1978 y 1980 los salones de dibujo de Fundarte contaron con gran apoyo para dotar al movimiento artístico del impulso que había comenzado a perder; aparecen nuevos nombres y el espectro técnico se enriquece. Los salones de dibujo acogieron los mejores intentos de renovación del lenguaje figurativo que se hicieron por entonces; renovación que tuvo por protagonistas a representantes de varias generaciones, pero principalmente a los egresados del Instituto de Diseño Neumann, constituidos en nueva generación. La variedad de estilos y recursos puestos en juego apuntaba ya hacia el pluralismo que dominaría en la década siguiente. El Salón Fundarte de 1978 no sólo sirvió de corte generacional, sino también de puente entre los creadores anteriores y los que emergieron con fuerza. Fue termómetro para efectuar un balance de lo que había ocurrido en el dibujo venezolano desde 1969, año en que desapareció el Salón Oficial y, con éste, la sección que se le consagraba, y en la cual se otorgaba el Premio Nacional de la especialidad. Se reunieron en los eventos de Fundarte las obras de maestros meritorios como Gego, Zitman, Guevara Moreno, Jacobo Borges, Leufert, Régulo, Alirio Palacios, Luisa Richter, O. Vigas, de la Fuente, Manasés, Aníbal Ortizpozo, Francisco Bellorín, Hung, Berman, Mary Brandt, nombres a los que se suman los miembros de una generación intermedia que venía trabajando, de manera desprejuiciada, en varias disciplinas técnicas a la vez, al margen del arte institucionalmente consagrado: W. Stone, A. M. Mazzei, Margot Rómer, Rolando Dorrego, M. Detyniecki, Carlos Zerpa, Marisabel Erminy, Roberto González, Gilberto Ramírez, Corina Briceño, Adrián Pujol, Víctor Hugo Irazábal, Jorge Seguí, Octavio Russo y los zulianos de la Escuela de Maracaibo, Niño, Peña, Cepeda y Bermúdez, entre otros. La generación emergente, que apostaba a encontrar el camino de la pintura a través del dibujo, estaba integrada en principio por creadores jovenes tan diferentes entre sí como Pancho Quillici, Pájaro, Jorge Pizzani, Nelson Moctezuma, Nadia Benatar, Ernesto León, Felipe Márquez, Rubén Calvo, Cristóbal Godoy, Maricarmen Pérez, Ricardo Goldman, Gabriela Morawetz, Rafael Campos, Carlos Alberto Castillo, María Eugenia Arria, Francisco Cisneros, Mauricio Andújar, Edmundo Vargas, Ramón Belisario, Diana Roche, Walter Margulis, entre otros.
Se ha comprobado siempre que se logran mejores resultados cuando en una determinada época se hace presente el trabajo simultáneo de varias generaciones que de los momentos dominados por tendencias hegemónicas y excluyentes. A comienzos de los 80 se inicia un período de equilibrio durante el cual desaparecen los conflictos generacionales y el antagonismo de tendencias. Y ésta es una característica extensiva a lo que viene ocurriendo desde entonces.
Comienza el boom pictórico
A comienzos de la década se presentaban condiciones excepcionales para el florecimiento de las actividades plásticas y en especial de la pintura, la cual comenzó a vivir una especie de boom (sólo interrumpido a finales de los 80) gracias al trabajo promocional realizado por las instituciones oficiales y privadas, por los museos, galerías y fundaciones. Estas condiciones beneficiaban al arte nuevo en circunstancias en que la apertura globalista y pluricultural de los centros de dominación dejó de manifestarse como simple curiosidad o por reacción a un complejo de culpa frente al tercer mundo, para plantearse por primera vez en términos igualitarios y de entendimiento. El fomento de un mayor intercambio de las periferias con la metrópoli se fundó ahora menos en las diferencias y en el gusto por lo exótico que en las coincidencias derivadas del internacionalismo difundido por todo el mundo y apoyado por las tendencias globalistas de la economía.
Internamente en Venezuela, la gerencia de la actividad artística comienza a desarrollarse como empresa de servicios, los salones de arte multiplican sus áreas de exposición, hasta conformar una red inmensa a lo largo y ancho del país, y tanto el sector privado como el público compiten por suministrar toda clase de recursos a la creación, difusión y premiación de las obras de los nuevos artistas, a través de múltiples eventos que, sin embargo, nunca culminarán en el establecimiento de un modelo satisfactorio de competición artística por el ejemplo del desaparecido Salón Oficial. El sistema de producción está ahora mucho menos concentrado en la capital, pero al mismo tiempo las identidades regionales se ven disminuidas por el auge de modalidades inspiradas en las vanguardias internacionales que tienden, como ocurrirá luego, a la uniformidad de estilos, criterios y gustos, ahora ejercidos por una nueva generación de promotores y críticos.
A diferencia de las décadas pasadas, tan marcadas por uno o dos estilos y por posiciones a ultranza, los 80 se caracterizan por un pluralismo desideologizado, dispendioso, abundante, por momentos acrítico, comercializado, hiperpromocionado, desmedido y desprendido completamente de todo signo excluyente o hegemónico, al punto de permitir la convivencia de un amplio espectro de modalidades y variables de arte que en épocas pasada hubieran resultado inconciliables.
Confluencias y encuentros
Cabe también destacar en este período el trabajo de los artistas activos que habiendo llegado a su madurez contribuyen con sus obras a dar relieve al ambicioso perfil de la época. Ni la figuración de espíritu tradicional, como la que afrontan Jacobo Borges, Guevara Moreno, José Antonio Dávila, Zapata, Edgar Sánchez, Petrovszky y Alirio Palacios, para sólo nombrar a los más fuertes en ese entonces, ni aquélla otra que se inclina a un realismo mágico o a la sátira costumbrista, como en el caso de los pintores zulianos, incluido Emerio Darío Lunar, pueden dejarse fuera como elementos configurantes de esa etapa de nuestro arte. Y lo mismo respecto a ese paisajismo espacialista e intelectual, de imágenes congeladas, que cultivan Vásquez Bnito y Hernández Guerra. En otras palabras, no es la vanguardia la única categoría con que puede contarse para definir el arte de una época. También cuenta aquello que satisface el gusto artístico y los intereses dominantes del momento, sean espirituales o económicos. Y esta consideración puede extenderse igualmente a los distintos tipos de abstracción en que están involucrados artistas de generaciones anteriores que han sabido preservar, infundiéndole nuevo aliento, y sin con temporizar con las modas, un estilo personal. Es aquí, en la abstracción orgánica o lírica, en donde incluimos a plásticos como Quintana Castillo, Vigas, Luisa Richter, H. Jaimes Sánchez, A. Hurtado, Antonio Moya, Mary Brandt. Acercamiento válido también para los pintores que representan el espíritu de la geometría sensible, si así puede decirse, como son los casos de Mercedes Pardo o de Gerd Leufert. O asimismo para los que representan la abstracción geométrica resuelta bidimensionalmente, en un plano, tal es el ejemplo que da el sorprendente pintor abstracto de origen danés Paul Klose, para sólo mencionar a la figura más relevante en el género. La abstracción orgánica en la obra de Manuel Espinoza y en el gestualismo informal y caligráfico de F. Hung no constituyen remanentes estilísticos de los años 60, sino por el contrario vínculos vivos entre el pasado y el presente, anticipaciones al lenguaje de los nuevos.
La abstracción constructiva, tan sólidamente alimentada por el prestigio de los cinéticos, y sin someterse a éstos, propende en los 80 a extenderse considerablemente a las ciudades de provincia, ciertamente sin que aporte, en esta nueva etapa, después del cinetismo, planteamientos novedosos. La escultura minimalista es quizás la nota más resaltante de los avances constructivistas de la época. De hecho, los abstractos duros siguen siendo los depositarios del espíritu de síntesis de otras épocas, y la referencia obligada para los principales ensayos de integración de las artes, a un nivel urbano, que continúan haciéndose, esporádicamente, sobre todo en Caracas.
¿Nuevos desarrollos o nuevos lenguajes?
En principio, en los 80 desaparecen los movimientos y las agrupaciones de intención militante, el compromiso y el manifiesto, las posiciones tomadas, en cualquier terreno. Los nuevos nexos o relaciones que se establecen entre los artistas mismos son puramente formales o conceptuales, y las adhesiones a determinadas corrientes o modalidades no necesitan ser justificadas ni declaradas, puesto que los conceptos de las vanguardias se han vuelto del dominio público. Pueden ser a bordados desde cualquier terreno. No como antes, cuando existía el veto impuesto por la originalidad.
Tal como lo hemos apuntado, el dibujo es un punto de partida importante para los 80. De esta disciplina, entendida casi con rigor formal y académico, se desprenden al poco tiempo, comenzando los 80, varias tendencias: una de ellas, la más importante, conduce a una suerte de figuración fantástica, con visos expresionistas, y de morfología surrealizante. Tal es el juicio que merecen las obras de Saúl Huerta, Felipe Herrera, Rafael Campos, G. Morawetz, Francisco Cisneros, Mauricio Andújar, Cristóbal Godoy, Corina Briceño. Entre los artistas de lenguaje surrealista activos en la década incluimos a Pájaro y a José Ramón Sánchez, éste último el único de los venezolanos de comprobada militancia en el movimiento que lideró Breton. La figuración surrealista fue una vía llena en principio de adeptos, pero declinante en los años siguientes.
La otra indagación desemboca en un paisajismo escénico, de gran monumentalidad y apariencia cosmogónica, como se puede apreciar en la obra de Pancho Quillici, cuyas impactantes imágenes consagran una arqueología del futuro. Su obra congela el gesto de la máxima destreza dibujística que puede conseguir un artista de nuestro tiempo. Otro ejemplo de inmersión en las topografías cosmogónicas lo ofrece Julio Pacheco Rivas, quien, aunque más virtual y abstracto, no concibe el espacio sin someterlo a leyes matemáticas y al juego de las paradojas en que cae lo ilusorio —propio del espacio representado— cuando le es impuesta una perspectiva reversible. Uno de los fundadores de este paisajismo colosal, de dilatados horizontes curvos, fue un gestualista formado en el estilo dibujístico de Jacobo Borges: Jorge Pizzani. Lo telúrico, por efecto del impulso transmitido a la materia, deviene aquí astralidad; paisajismo emblemático en algunos pintores, como Margot Römer, y violentamente visceral en otros, pero, en todo caso, resuelto como si se tratara de proveer a la pintura de una cartografía delirante, que inspira hoy a muchos seguidores de un género que roza a veces, como en el caso de Quillici, la ciencia-ficción.
El arte de las acciones y el performismo en los 80
La performance, también conocida como arte corporal o arte de acciones, fue una de las modalidades que aportó el pluralismo de la época. Representó una búsqueda inscrita en lo conceptual, en el marco de la crítica que se hacía al sistema de valores, cuando no fue vista como una salida al cansancio de los géneros tradicionales, si bien no condujo, al cabo, más que a su propio agotamiento. Esta expresión constituyó una versión tropicalizada del Body Art, que derivó del Happening neoyorquino y de las ambientaciones del Pop Art; alcanzó gran difusión en Europa y, por supuesto, también en Iberoamérica, en los países más sensibles a las influencias internacionales, Venezuela en primer lugar. En nuestro país el arte corporal, cuya paternidad local se ha atribuido a Rolando Peña, tuvo un antecedente prehistórico en los rituales de Armando Reverón, pero se encontró con que estuvo lejos de lograr la elocuencia y la intensidad que desplegó en sus acciones nuestro gran paisajista. Tal arte floreció en los primeros años de la década a través de la programación que le consagró Fundarte en la Sala de la Gobernación de Caracas, así como en distintos museos. Incluido en las secciones de arte convencional que se abrieron en los salones, el arte corporal no genera obras de arte en un sentido objetivo o material, sino que consiste en una escenificación temporal cuyo protagonista suele ser el autor mismo en trance de ejecutar una obra en vivo que radica en su fluir mismo; de ella sólo nos quedan los testimonios audiovisuales recogidos en el momento de la representación; sus motivaciones son extremadamente variadas y muy libres, conforme a lo que cada autor proponga, y su éxito siempre dependió del desempeño actoral o histriónico de los protagonistas de la acción. El más destacado de los performistas venezolanos fue Marco Antonio Ettedgui, autor y actor fallecido a corta edad mientras actuaba en una obra de teatro. Otros entre sus promotores fueron Pedro Terán, Rolando Peña, Diego Barboza, Jeni y Nan, Diego Rísquez, Juan Loyola, Antonieta Sosa y, quizás el más talentoso de este grupo, Carlos Zerpa.
El espacio del arte corporal terminó restringido a los eventos programados por los salones de arte y sus resultados fueron a la larga poco afortunados en el sentido de no haber trazado una huella que pudiera procurarles los marcos de una sólida tradición.
La quiebra del concepto de modernidad
Durante los 80 se pone en evidencia la quiebra de los conceptos de modernidad en lo que toca a la repercusión de este hecho en el arte venezolano. La pintura deja de entenderse como encadenamiento de una serie sucesiva de episodios de cuya continuidad cronológica se deriva su evolución y su unidad. El arte concebido como progreso se funda en la idea de originalidad, de invención de realidades dentro de un sistema de producción que presiona hacia la superación por etapas y a la irrepetibilidad de la experiencia cumplida. Movimientos y tendencias son los eslabones de una cadena que sólo se interrumpe cuando la búsqueda y el planteamiento se agotan. Entonces se hace necesario recomenzar, pero se parte siempre del punto en que la evolución se ha detenido, recobrando las formas pasadas a través de las cuales se ha cumplido el progreso artístico. Por esta vía sólo podía legitimarse la indagación de los artistas cuando ella era coherente con el proceso histórico.
Lo que se saca en claro de este cisma que deja al artista en libertad frente a los estilos es que el arte ya no se ve como sucesión o interrupción concientizada de las tendencias artísticas, sin como suma polifacética, sincrónica y discontinua de discursos y fragmentos de discursos, como montaje y desmontaje de los estilos. Las vanguardias ya no representan, a partir de aquí los momentos de mayor adquisición de conciencia artística ni se desplazan atendiendo a la dinámica interna de sus procesos; están cuestionadas y ninguna conlleva, como requerimiento, que sea necesariamente original. Su vigencia se reduce a su transcurso temporal, al momento en que ocurren sus manifestaciones, pero no se desprenden de ella los elementos que sirven para configurar la próxima vanguardia ni tampoco ellas surgen de la anterior. Dado que parte del supuesto de que todo está dicho, el artista queda en libertad para rebuscar, retomar, reinterpretar y refundir parcelas de la historia como si se tratara de antiguos filones. Puesto que las posibilidades de innovar están limitadas, el artista dispone del recurso de remontar el discurso de la historia para permitirse obtener la ilusión de que maneja un lenguaje nuevo. Nunca más se podrá ser tan enteramente original como para suponer que la originalidad puede seguir siendo móvil del progreso artístico. Así reflexiona el artista de hoy.
La reapertura del espacio informalista
Una evidencia muy significativa en nuestra época es la manera en que los artistas retoman planteamientos de otras épocas sin la menor intención de justificarlos y sin entrar en su análisis, a veces de modo involuntario. Uno de esos planteamientos en los que, por su carácter urbano y su dramatismo, se ha puesto mayor interés es en el informalismo. Fue éste un expresionismo abstracto que se fundaba en la importancia atribuida a los materiales, y era ante todo un arte procesual que involucraba a sus autores tan pronto en la expresión matérica, en el relieve y en las texturas, como en la gestualidad, en la caligrafía y en la sígnica propia del graffiti. Los años 60 fueron a este respecto un laboratorio y un verdadero caldo de cultivo cuya importancia nunca fue suficientemente entendida en su tiempo. La década del 80 acude a este expediente y repone su espíritu pero lo nutre de preocupaciones esencialmente estéticas, para replantear su validez en tanto que lenguaje universal de lo urbano, flexible y sincopado, aislándolo del pasado y sin matiz social o político de ninguna clase. Se origina así el vocabulario matérico de un arte triunfador, volcado materialmente a los salones de arte.
En proporción al énfasis que se ponga en destacar alguno de sus componentes, la pintura matérica o textural de los 80 se sensibiliza lo suficiente para hacerse portadora de diferentes códigos y lecturas, abordando tan pronto la figuración como la abstracción, y a menudo mezclando ambos estilos. Tan pronto acoge el mensaje de su espacialidad virtual, de sugestión poética, tal la obra de Susana Amundarain, como se trasunta en materia simbólica apta para recibir los trazos de un mensaje ancestral, cifrado por graffitis y señales o por esos elementos petroglíficos que hallamos en los trabajos de Félix Perdomo, Luis Poleo, William Lira, Gustavo Zajac y en algunas obras de Ismael Mundaray. Las manifestaciones de lo informal se encuentran también en los creadores de vocabularios comprometidos con una especulación metafísica, al que el espacio murado, monocromático y denso, presta las claves de un lenguaje cifrado. La obra gestualista de Carlos Sosa se basa en la yuxtaposición y superposición del color dibujado hasta trazar con él tramas en espesor, como si se rayara infinitamente un muro, y la factura es monocroma y sombría. También hay los cromatistas, los que hacen del color la versión de una nueva sensorialidad fauve. La pintura de Patricia Van Dalen es, en este sentido, tensional; en ella la violencia que produce el choque gestual de los colores primarios y complementarios extendidos sobre el plano desborda la serenidad propia de este tipo de armonía. El mismo método sigue José Páez del Nogal, quien enfatiza el cáracter constructivo de la línea sometida a grandes tensiones gestuales. Jorge Stever contrapone formas libres flotantes que emergen por falso relieve de sus sombras sobre un espacio de gran densidad psicológica. Creativo y de temperamento impulsivo y controversial, con una larga trayectoria experimental, Eugenio Espinoza es de los artistas que trabaja de manera serial un tema hasta agotar su concepto. Su pintura tomó como punto de partida la cuadrícula o un reticulado variable resuelto gestualmente, de manera impactante en el cuadro. Walter Margulis miró hacia el informalismo para evocar, bajo la influencia de Maruja Rolando, paisajes evanescentes, como tapiados por una bruma metafísica. Sigfredo Chacón plantea una abstracción concentrada en un primer plano sobre el que imprime una estructura de signos lineales, desplazados dramáticamente para mostrarse como el fragmento de un espacio infinito. Luis Lizardo, Carlos Rodríguez y Alfredo Ramírez manejan conceptos virtuales y confieren autonomía a su resultado al identificarse con los conceptos de la pintura orgánica. El retorno a la pintura-pintura caracteriza a estas manifestaciones fundadas en el cuerpo del color en espesor y en el reciclado poder de las texturas. Aunque no todos proceden del mismo modo. De cualquier manera, la abstracción informal, o como se la quiere llamar para aludir a sus raíces, es la más difundida de las modalidades que compiten hoy en los escenarios de la posmodernidad. Comprueban, por otra parte, cuán encajonado se encuentra el horizonte de la pintura.
Una figuración otra
Por la vía informal se ha accedido a diversas formas de realismo; hay un realismo que no necesita plantearse la figura humana o la representación de las cosas. Sencillamente muestra realidades últimas, corno si se tratara de rescatar algo exponiendo a la mirada su desastre mismo. Así el ecologismo de Samuel Baroni. Este adosa al soporte protuberancias a manera de envoltorios o de grandes burbujas maniatadas por cuerdas como para detener el hundimiento de la naturaleza. El símbolo es la cosa misma. Lo que se representa es lo mismo sobre lo cual se llama la atención. La otra realidad abordada por los nuevos matieristas concierne a la iconografía ya conocida: hombres, animales, objetos, plantas. Pero no se monta con estos elementos un discurso lineal y tampoco se elude el relato; la manera en que narra el pintor nuevo es acudiendo a inscripciones, graffitis, esquemas y signos superpuestos a espacios tramados o lisos, en los cuales el tiempo permanece a la espera. Los colores corren en el soporte o trazan manchas muy gestuales, casi tan espontáneamente como lo haría un niño en sus dibujos coloreados, y la figura está sugerida con sólo revelar un fragmento de ella, a veces sólo como una línea que sintetiza una mano o cualquier órgano del cuerpo. Así Antonio Lazo aplica el color con una brocha sobre el soporte y, sin perder el hilo del relato, de obra en obra, va tejiendo una historia, aclarada por palabras o frases casuales que cifran un código, en forma de explicación de asunto expuesto o sugerido de cuadro en cuadro. Esto lo demostró en su exposición montada en el MACCSI empleando los temas de los cortes de carnicería, la gastronomía moderna y todo lo que puede hacerse con una vaca. El dibujo es el elemento que articula el mensaje de la obra, y sirve de vínculo entre la pintura y el argumento. Luis Rocca Brito, para quien las texturas tienen el peso de un muro o de unas aguas profundas donde agonizan los peces, es un ecologista que encuentra entre la realidad y la pintura las mismas contradicciones que se dan entre la pintura y la crítica social. El utiliza también las señalizaciones del espacio; fija, por ejemplo, el nado de unos peces en el río contaminado y traza sobre éste, con una línea superficial, el esterotipo de un puente colgante. Es el tipo de solución más frecuente con que estos artistas resuelven la antinomia pintura-ficción. Algunos requieren las tintas y otros, para suministrarle un habla a la materia, y algo que diga por ella, utilizan substancias gruesas y acumulaciones orgánicas, a manera de relieves en los cuales los componentes se descubren o se camuflan. Rafael De Pool, representante de un arte antropológico, revaloriza una arqueología del detritus, y no establece distinción entre pintura, escultura e instalación, pasando sin problemas de un género a otro.
Los pintores transvanguardistas no proceden de modo distinto, sólo que en ellos no hay la intención de mostrar destreza del oficio, y procuran decir que no la necesitan, pintando de manera descuidada, a veces con brochazos. Su procedimiento es también metonímico, para darle coherencia a las distintas partes de sus fragmentarios discursos. Y las figuras, a menudo sólo esbozadas y resueltas de manera ingenua, parecen listas para ir al reencuentro de sus ancestros en la pintura parietal del neolítico.
Ismael Mundaray y Onofre Frías coinciden en la importancia que dan al espacio matérico; el primero maneja arquetipos y símbolos de la cultura negroide, para acusar también en la pintura los procesos sincréticos que le obseden en nuestra realidad subdesarrollada, utilizando gran variedad de motivos; el segundo explora la memoria y nos propone un matierismo que recaptura románticamente atmósferas de tiempos históricos recobrados, raudos paisajes, marinos, galeones perdidos, murallas, ciudades diluidas en el magma.
¿Y en qué medida la ficción y el recurso a los mitos salvajes y al sarcasmo, conforme a un dictado irreverente que se materializa por igual en relieves, esculturas y acciones que en pinturas sobre mitos antiguos y contemporáneos, no se hace presente en un idioma desenfadadamente narcisista, balbuciente y autobiográfico a todo extremo como el de Carlos Zerpa?
No es fácil establecer diferencia entre figuración y abstracción frente a la urgencia del impulso escatológico que aparece en pintores como Octavio Russo, quien lleva el expresionismo de su color gestual a violentas visceraciones de cuerpos, rostros y animales. De hecho, lo que hacen estos informalistas es exacerbar la escenificación de un sentimiento, igual que en los años 60. Y qué pintura gestualista no lo hace en el fondo? La autoexplicitación por un libre impulso de la emotividad también lleva a Víctor Hugo Irazábal a ensayar una correspondencia entre los signos abstractos y la manera en que él percibe, en pinturas que no respetan ningún formato, una temática ambiciosa como la selva amazónica. Ernesto León combina el rasgo gráfico de su pincelada de dibujante con el automatismo que lo lleva de tiempo en tiempo a experimentar novedosas técnicas; en una de éstas usó el soplete de acetileno para dibujar directamente sobre un soporte preparado con hojilla de oro sobre un fondo recubierto de almagre. Figuración automática, lacerada y como de intemperie, con la que invoca lo religioso y lo mitológico.
El discurso figurativo, a menudo áspero y sincopado, expuesto con rabia, no elude a veces, como en los casos de Aníbal Ortizpozo y Emiro Lobo, una crítica al sistema colapsado, si es que no lo parodia, con visos de mascarada, como sucede en las obras de Roberto González, Rafael Campos, Edmundo Vargas o Moya. La figuración no escapa a temáticas tan actuales como la representación masoquista del autoritarismo y la sumisión, en las obras expresionistas de M. Detyniecki, G. Morawtez o Saúl Huerta.
Entre tanto, el paisaje sigue su marcha, con numerosos cultivadores y mucho éxito en los salones. Uno de sus exponentes, Adrián Pujol, retorna la observación del natural, procediendo a elaborar un paisajismo in situ, con el cual no copia ni transcribe el dato real, mostrándose sumiso a éste, sino que recrea el sentimiento físico del contacto con la naturaleza.
La abstracción simbólica, lo religioso
A la hora de establecer analogías con lo sagrado y religioso, la nueva pintura ofrece complejas realidades. Lo sagrado como estética retomada de las magias, de los cultos populares, del catolicismo o de las supersticiones, inserta su discurso en contextos simbólicos, en iconografías alegóricas, introduce nuevos códigos de lectura y propone un extenso y discutido capítulo de nuestra posmodernidad. De éste no están excluidos, en calidad de precursores, Mario Abreu, Quintana Castillo, Miguel Von Dangel y acaso también Gabriel Morera y Zerpa.
Capítulo también plural dentro de esa otra pluralidad del arte de hoy en la que ubicamos a Luis Alberto Hernández y Manuel Pérez. Ambos presentan en sus cuadros emblemas e iconos convencionales —la cruz, el cáliz, la espada— a los que dan interpretaciones tan diversas y heterodoxas como las que puede sacar en claro el espectador. El primero alude a la cruenta conquista española en tierra americana, y el segundo especula formalmente símbolos de la hagiografía cristiana.