Arte Ingenuo, Arte Popular
Con el término arte ingenuo, a menudo insuficiente y polémico, se han identificado expresiones debidas a artistas que, por ser autodidactas y proceder generalmente de un medio suburbano o rural, ponen de manifiesto en sus obras procedimientos poco ortodoxos respecto a las técnicas que se enseñan en las escuelas de arte, o se apartan completamente de cualquier forma de elaboración aprendida o recibida de la tradición culta.
El arte ingenuo puede ser considerado como una manifestación contemporánea de las vanguardias, y ello explica que el descubrimiento de los artistas de este estilo en Venezuela haya ocurrido precisamente al calor de los nuevos movimientos que, identificándose con el arte nuevo, lanzaron en 1947 el nombre de Feliciano Carvallo como el del primer artista ingenuo localizado en Venezuela. Que el artista ingenuo no represente las cosas porque las vea como ellas son, sino como cree imaginarlas o como piensa que son, apelando para ello a la imaginación o la memoria, da a entender que este estilo pictórico comparte con el arte abstracto el hecho de prescindir de toda referencia directa a los datos de la realidad.
Pero el creador ingenuo, aparte de no poner en juego una técnica aprendida de otros artistas, se expresa con incorrecciones en el dibujo, torpezas en el color y con muy escaso o ningún interés por el parecido de sus figuras con la realidad. Como su universo está vinculado directamente a sus propias vivencias y a su conocimiento de las cosas, el artista ingenuo de mayores dotes suele ser aquél que emplea su arte para contar historias personales, leyendas o anécdotas, y, en general, para explicitar su experiencia de un modo poético que cautiva por su frescura, calidez o inocencia.
Sin embargo, no todos los artistas ingenuos reflejan el mismo comportamiento frente a sus percepciones de lo real, y hay los que también encuentran en la representación del paisaje o de la figura humana inspiración suficiente para expresarse, viéndolas, sin tener que acudir a la memoria, Por eso no todo el arte ingenuo responde a las mismas características. De forma que se presentan de unos artistas a otros modalidades que difieren en razón de la geografía del lugar, del carácter de la cultura regional o del temperamento mismo y de la educación del artista.
Determinar el punto en que se inicia la tradición del arte ingenuo es, por otra parte, erróneo. A este respecto, debe decirse que, más que un tipo de arte con determinadas características, el arte ingenuo puede definirse como un estado de la sensibilidad primitiva. De allí que remontar su origen a una fecha determinada no se ajusta a la verdad, porque con ello sólo se precisa con fines históricos el momento en que su identificación corresponde a los procesos de vanguardia que lo reivindicaron por primera vez. La fecha 1947 para identificar a nuestro primer ingenuo, Feliciano Carvallo, tiene por eso valor relativo.
Las manifestaciones del talento natural conocidas bajo la denominación arte ingenuo varían, como hemos dicho, de una región a otra de nuestro país. Si en las zonas costaneras y especialmente en el litoral central, una fuerte etnia de origen africano impuso la presencia de elementos de una simbología musical, de temas en los que predominan el uso de la máscara, los ritos festivos, el color tímbrico, las selvas y sus animales, con tendencia al color abstractivo y plano, en otras regiones como en el devoto casco urbano de Petare se originó desde fines del siglo XIX una tradición de artistas religiosos cuyo ejemplo más importante fue Bárbaro Rivas, identificado en 1956, y quien, por la profundidad de su visión, sería consagrado más tarde, en su género, como uno de los pintores fundamentales de Latinoamérica.
Aun cuando más débil, otro polo de desarrollo del arte ingenuo se encuentra en el oriente del país; aquí se efectuó en 1959 la localización de Armando Rafael Andrade y de Gerardo Aguilera Silva, en 1966. El primero privilegia en sus cuadros el paisaje luminoso y árido de los pueblos al norte del Estado Anzoátegui, que Andrade reduce a estructuras geométricas muy simples; más atormentado, el segundo marcó su pintura con los acentos expresionistas que procedían en él de una personalidad psicopática.
En la región occidental, el desarrollo del arte ingenuo ha tenido mayor riqueza en el medio rural y entre los campesinos sometidos al éxodo a las ciudades o establecidos en regiones adyacentes a los centros poblados. En el Estado Falcón, por ejemplo, la artesanía religiosa que prosperó en poblaciones agrarias como Borojó dio origen a expresiones de inspiración artesanal, como la que encontramos en Abraham Ferrer, fundador de una familia de tallistas que ha tenido gran influencia sobre la artesanía artística del occidente del país. El componente cromático y la iconografía animal (pájaros y aves domésticas) que pueblan su obra proviene de la influencia directa de un medio intensamente colorido y luminoso.
Por los casos aducidos se comprende la dificultad para definir las características del llamado arte ingenuo si no se tienen a la vista las variables que se presentan entre los mismos artistas y de un lugar a otro. Los Andes venezolanos, donde mayor difusión han tenido las técnicas artesanales empleadas por la población campesina, han sido tradicionalmente grandes canteras del arte ingenuo y popular. El sentimiento religioso, que persiste en mayor medida en las zonas rurales que en las poblaciones, así como el culto a los héroes, cuya vitalidad se debe a una tradición oral que ha pasado de padres a hijos, han dado motivación a una imaginería abundante en testimonios cuya diversidad temática se ha volcado tan pronto en la talla en madera policromada como en la pintura. No sería aventurado afirmar que es actualmente en una vasta zona limítrofe entre los Estados Trujillo y Mérida donde ha florecido con mayor intensidad el genio de nuestras artes populares.
Un ejemplo temprano para la región andina fue la identificación, en 1955, de Salvador Valero, artista de complejo universo, que reunía en sí mismo facultades de pintor, cronista y fotógrafo. La obra de Valero se nutre por igual de creencias religiosas y de una tradición oral que se remonta al pasado indígena. Fue también un artista de sensibilidad popular que frecuentemente empleó su vigoroso arte, a veces con un gran sentido del humor, para protestar contra las injusticias sociales. Valero se formó, además, bajo el signo del estudio y de la inquietud intelectual, lo cual constituye una singularidad que encontramos en pocos artistas de su estilo.
Valero fue el maestro de Antonio José Fernández, conocido también como “El Hombre del Anillo”, y cuya obra, de fuerte raíz campesina, como la de Valero mismo, plasma con algo de intención narrativa ya través de imágenes pintadas y talladas en madera o modeladas en cemento, anécdotas o circunstancias de la vida cotidiana, los paritorios o alumbramientos, el casamiento, el duelo, las visitas medicas, las curaciones mágicas, etc.
También del Estado Trujillo, y sin conexión con Valero y Fernández, son Josefa Sulbarán y Rafaela Baroni. La primera es una pintora campesina que ha circunscrito su trabajo a rememorar; con trazos candorosos y parsimonioso oficio, el paisaje de Los Cerritos, aldea cercana a Valera, donde ha pasado toda su vida. El carácter religioso de la imaginería de Rafaela Baroni, quien trabaja en Boconó, está asociado al ritual mágico y al espíritu festivo que acompaña a las creencias religiosas populares, en las que ella encuentra inspiración.
Juan Félix Sánchez es otro de los polos del arte popular de Los Andes, aun cuando se hace difícil aplicar en su caso las categorías con que vemos al resto de los creadores aquí mencionados. Hombre devoto, identificado en el ocaso de su vida, dotado de un temperamento místico, y honrado con el Premio Nacional de Artes Plásticas, Juan Félix Sánchez es el tipo de creador integral, por el estilo de Salvador Valero, en quien la obra, desprendida de todo propósito estético, se inserta en un universo personal y autosuficiente, donde desaparece toda definición genérica. En este sentido, en cuanto al esfuerzo de crear un espacio físico y dotarlo de significación religiosa o primitiva, se aproxima a Armando Reverón, aunque difiere de éste por el hecho de que conserva puras y en estado natural las fuentes de la tradición popular de la que desprende su genio polifacético.
Hacia 1966 fue identificada María Isabel Ribas, una lavandera de Mérida que, en los últimos años de su vida, decía haber recibido «el encargo de hacer pintura como una orden dada desde el cielo». Fue creadora de tránsito fugaz, e intensas visiones inspiradas en asuntos bíblicos, en leyendas y hechos del folklore o en costumbres campesinas. De los Andes es también nativo Rufino Guillén, en cuya obra encarna la pulcra visión de un paisaje que combina la geometría urbana y el colorido con lo fabulatorio.
La tradición iniciada en los Andes por Salvador Valero se extendió después al Estado Táchira, de donde eran oriundos Jesús María Oliveros y Narciso Arciniegas. El primero estuvo poseído por un instinto barroco cuando recreaba parsimoniosamente, con mucha gracia, empleando lápices de colores, una arquitectura que parecía inspirarse en el arte bizantino. El segundo recreó recuerdos, vivencias y anécdotas de la región natal, con un innato sentido de ilustrador y empleando una factura plana.
Nativo de Tovar, en el Estado Mérida, Juan Alí Méndez inventó un estilo de imaginería en madera policromada que dejó escuela en los Andes. Colocó a próceres y campesinos en el mismo rango y talló sus figuras con fe cándida y trazos autobiográficos, como si se hubiera visto a sí mismo en todo lo que hacía. Hablamos de tradición para referirnos más a la continuidad del esfuerzo creativo que a la transmisión de técnicas de una a otra generación. Así, es posible que gran número de tallistas que hoy realizan indistintamente obras de inspiración religiosa, heroica o hechas sencillamente con fines decorativos, no haya tenido a la vista, para realizar su trabajo, ningún precedente o ejemplo por el cual seguirse, como no fueran las precarias técnicas heredadas de los mayores para fabricar objetos o imágenes en madera. De cualquier modo, no es por la persistencia o sobrevivencia de sus valores por lo único que lucha el artista. El arte es expresión de necesidades vitales y, si no existieran los modelos o ejemplos, o éstos fueran inaccesibles, el hombre inventaría de todos modos sus expresiones para dar testimonio de su tránsito fugaz y su visión de este mundo.
El carácter melancólico y a veces un tanto huraño de las imágenes talladas por los artistas populares de Mérida y Trujillo, aun cuando empleen gran variedad de colores vivos, contrasta con la alegría de los artistas Zulianos para hacer sentir en sus trabajos la luz y el colorido estallante de su paisaje y su arquitectura. El mayor desenfado del artista zuliano seguramente tiene que ver con el carácter franco y abierto de los moradores de una región tan iluminada, poseedora de un espacio que ciega por la intensidad de su luz. Así se aprecia en sus artistas ingenuos. En Natividad Figueroa, cuyos paisajes, intensamente alumbrados, parecen más vitrales que cuadros; en Rafael Vargas, un campesino asentado en Cabimas, que aportó con sus tallas de pájaros un precedente único para la imaginería en madera de la región.
Aunque evocar vivencias, contar anécdotas y dar forma visual inteligible a creencias religiosas o mágicas son las motivaciones principales del artista ingenuo, sin embargo, se encuentran entre ellos diferencias estilísticas o técnicas tan marcadas como las que encontramos en los pintores de escuela, al punto de que las diferencias de sus obras se hallan no tanto en los temas mismos como en la forma en que los resuelven. En este sentido pueden distinguirse dos tipos de creadores ingenuos: uno es el que ataca directamente la composición, de manera espontánea y poniendo en juego rasgos expresionistas, de forma que el tema o anécdota de su obra se mezcla con la ejecución. Estos son los casos de Bárbaro Rivas, Antonio José Fernández, María Isabel Ribas y Esteban Mendoza, cuyas imágenes están imbuidas de un dramatismo que se resuelve en el momento de pintar el cuadro, conforme a una necesidad expresiva inmediata. El otro tipo de creador está muy reclamado por la información y el mensaje, y a menudo suele darle al tema de sus obras una solución simbólica o, por decirlo así, expositiva, tal como se aprecia en los cuadros de Pedro Manuel Oporto y León Egipto, en quienes la anécdota se halla sirviendo a un fin ilustrativo o didáctico. En la evocación de vivencias se inscribe un gran número de artistas ingenuos que, teniendo o no a la vista un propósito narrativo, se limitan, como Carmen Millán o Urbana Sandoval, a guiarse por el orden espontáneamente expresivo con que, valiéndose de los colores, transmiten a lo que pintan su sentimiento de la experiencia inmediata, en el momento mismo de pintar. Son estos artistas cuyas obras resultan de una necesidad expresiva que se satisface en la libertad para emplear los colores sin ninguna sujeción temática, los que se encuentran formando mayoría en Venezuela. Los que diseñan, como Oporto o Gallardo, son más raros.
El artista ingenuo se caracteriza no porque plasma las cosas en el momento de verlas, sino porque imagina la forma que les proporciona su memoria o su conocimiento previo de ellas. Así, la obra de Bárbaro Rivas (ilus. n° 67) no se explica sin el universo religioso en que transcurrió la infancia y juventud de este pintor en el Petare de las primeras décadas del siglo XX. Gran parte de su pintura está inspirada en episodios de la vida de Cristo, que Rivas adaptó al escenario arquitectónico de Petare, tomando los rasgos anatómicos de sus vecinos —y los suyos propios— para elaborar los personajes bíblicos. Sus descripciones no resultan tan convincentes por la anécdota o el tema como por el dramatismo que, empleando el esmalte industrial, supo imprimirle Rivas a una factura caracterizada por un dibujo zahiriente y mordaz y por un colorido tan libre como salvaje. Toda su obra puede entenderse, en el fondo, como una crónica autobiográfica del Petare marginal.
En los artistas ingenuos el color y la forma suelen tener valor simbólico y por eso, cuando describen o narran en sus cuadros, lo que suelen hacer ellos es invocar un hecho mediante el símbolo que asignan a las cosas que representan. De este modo, Narciso Arciniegas describe humorísticamente en Alegría, sangre y muerte (título de uno de los cuadros que lo representan en el Museo de Arte Moderno de Mérida, ilus. nº 68) el momento en que la tribuna del público de una corrida de toros se viene al suelo. El desbalance de las figuras cayendo permite a Arciniegas jugar con los colores de los trajes, como si se tratara de un arcoiris, ordenándolos para crear una animada composición cuya viva y alegre factura contrasta con el funesto episodio del cuadro.
También Rafael Vargas, un campesino falconiano establecido en el barrio El Lucero de Cabimas, usó el color simbólicamente para retrotraernos, en un estilo candoroso, como sólo podría hacerlo un niño, a los ambientes idílicos en que transcurrió su infancia (ilus. n° 65). El esmalte industrial con que pinta está empleado de manera plana, sin valerse de él para establecer la distancia que debe haber entre los primeros términos y los planos alejados y descuidando a propósito las proporciones de las figuras respecto a la perspectiva lógica.
Por su parte Víctor Millán (ilus. n° 70) da al famoso tema bíblico una solución muy común en la pintura de los imagineros coloniales, al integrar decorativamente el marco a la obra. Los colores yuxtapuestos son planos y las figuras de los apóstoles parecen reducirse a un solo tipo general repetido a ambos lados de un eje vertical alrededor del cual las formas simbólicas se disponen simétricamente.
En la obra La casa de mi abuelo, José Gallardo trastoca la perspectiva lógica para mostrar, desde distintos ángulos, los espacios, patios y corredores de la casa de su infancia en Málaga (ilus. n° 69). La precisión de los detalles vistos a distancia corresponde a una visión primitivista que concede significación a las cosas más por lo que con ellas se evoca que por lo que son. El procedimiento seguido por Gallardo corresponde, por eso, al de la pintura ingenua.