Abstracción y Figuración. Nuevos Desarollos
Las propuestas principales de la década del 70 parecieran centrarse menos en la continuidad o ruptura con lo anterior que en el desentendimiento frente a las tendencias que sobrevivieron a los duros y violentos años 60. En este sentido, pareciera ser el reencuentro con la naturaleza la nota dominante en los planteamientos emergentes. Algunas de las tentativas más lúcidas de este momento privilegian las expresiones en las que, ante todo, la intervención del espectador se da en términos sensoriales, en comunicación orgánica, de cuerpo a cuerpo con la obra. El objeto se desprende de referentes sígnicos y simbólicos para reintegrarse a su pura fisicalidad. La naturaleza es el centro de estas propuestas que ponen en juego medios más sinceros y participativos, y también una actividad interdisciplinaria: la presencia del equipo humano como colectivo autoral.
La ambientación, que siguió su curso, se aparta, sin embargo, de la óptica racionalizadora o políticamente comprometida de los ensayos que en este género se hicieron durante la década pasada, para plantearse una relación en la cual sólo importa percibir y sentir la obra, en su totalidad y en sus partes, integrada táctilmente al espectador. Se buscaba así desembocar en una figuración de nuevo tipo librada de las efusiones expresionistas y de los tics del automatismo, acudiendo a técnicas de mayor entrañamiento y a una sustitución de la ideología por la inocencia. Junto a una abundante conceptualización (elusiva del compromiso político, no obstante), el arte de los setenta invade su espacio propio, crea manifestaciones de grupo y exposiciones independientes, se desinstitucionaliza generacionalrnente: Confrontación, Once tipos, Salón Avellán, etc.
Once tipos, por ejemplo, en la Sala Mendoza, reunió a un grupo de conceptualistas y creadores de nuevas imágenes. De allí partió la averiguación que en 1972 se concretó en la fresca exposición conocida como Las sensaciones perdidas del hombre. En ésta se planteó el problema de la relación entre obra y espectador corno fundamento de una comunicación entendida ya no sólo visual, sino sensorialmente. La exposición fue también punto de partida de un arte participativo cuya máxima expresión fue condensada en el experimento colectivo denominado De piel a piel. Se trataba de un dispositivo ambiental de carácter senso-simbólico, con el cual un grupo que integraron William Stone, Germán Socorro, María Zabala, Margot Romer, Ana María Mazzei y Rolando Dorrego concurrió, en 1973, a la Bienal de Sáo Paulo. De piel a piel libera un extraño, desconcertante y aparentemente simple mensaje: «somos»; cinco secciones lo integraban: un túnel de paredes bulbosas y estrechas, símil de la compleja ósmosis del nacimiento de una criatura. En seguida se llegaba al desierto, con «sus paredes metálicas y los fogonazos crueles de las luces». El piso era de arena y grava, para que se reconocieran aquí trozos de la dolorosa geografía venezolana. El tercer estadio era un laberinto de fibras, que imitaba un gigantesco sistema nervioso: todo lo contrario rodea al participante en la próxima sección: de suaves planos colgantes, ondulantes y acogedores, donde el contacto se hace imprevisible y familiar caricia. El muro es el próximo paso, con su dura geometría vertical. Accedemos a la ciudad con sus tajantes compartimientos, donde la tactilidad se apresta para el rechazo de las superficies. Nos replegamos hacia adentro. Y, al centro, palpamos esta especie de lago de percepciones donde todos los hilos conducen a la forma de una inmensa piel, resumen de todo, nueva tierra prometida donde toda comunicación es posible.
Otros intentos pudieron ser menos felices en su eficacia para lograr la participación del público, pero no menos válidos conceptualmente. Tal ocurrió con la experiencia denominada El autobús, donde Ibrahim Nebreda, William Stone y Sigfredo Chacón entendían la obra como la relación simple y casual que se establecía hipotéticamente entre los pasajeros que tomaban asiento en un pequeño bus destartalado, corroído por la intemperie y abandonado en las inmediaciones del Ateneo de Caracas al que aquellos artistas habían elevado a la categoría de propuesta estética.
El objetualismo, ya se refiriera a una tactilidad orgánica, como en Stone y en Lilia Valbuena, ya se refiriera a una conceptualización de las imágenes, como en Margot Rómer, Ana María Mazzei y Rolando Dorrego, o a la restitución de la elocuencia elegante del collage, como en Nadia Benatar, no fue, sin embargo, la única propuesta en el marco de un pluralismo que tendía más y más a suprimir los hegemonismos propios de las décadas del 50 y el 60. Y así, frente a un conceptualismo aliado también a los resabios de neo-dadaísmo que encontramos en el agresivo objetuario erótico de Margot Rómer, expuesto en 1974 en la Sala del Banap (y que comprendía el reciclaje de piezas de sanitario), aparecen por el lado del arte bidimensional dos proposiciones igualmente fuertes: por un lado, el movimiento de dibujantes de Maracaibo, que ensayaba elaborar una tradición regional, afianzándose en la imagen de un realismo típico, ya por vía de la descripción urbana, como ocurría en las fachadas pintorescas del Maracaibo de Juan Mendoza, ya por la vía de la sátira y la crítica social, como se apreciaba en Angel Peña. Ender Cepeda y Carmelo Niño, o en los bestiarios caligráficos de Henry Bermúdez. La otra propuesta afectaba, en general, a toda la figuración de base pictórica. Se trataba de lenguajes donde repercutían los mecanismos asociativos y articulatorios del surrealismo, lenguajes bien insertados en los movimientos de los últimos 20 años que permitían acordar la mayor libertad a la asociación de imágenes figurativas en un espacio fantástico, legible en varios sentidos. Pancho Quillici, Saúl Huerta, ~Pájaro~, Corina Briceño, Campos Biscardi o Felipe Herrera, tipificaban esta respuesta.
La dirección que iba a tomar el nuevo dibujo, a nivel de lo imaginario, no se admite como simple adquisición de destreza técnica, en oposición al gestualismo y la improvisación del arte figurativo y abstracto de los años sesenta. Significaba también afán de recaptura de un universo que ensayaba constituirse en los valores mismos del medio, como lenguaje. El espacio funcionaba como escenario de una metamorfosis incesante. Unos y otros viviseccionan la realidad para multiplicar también sus posibilidades de lectura.
Un recuento de los años 70, todo lo exhaustivo que se quiera, no será suficientemente explícito si se omite el arte basado en la iconografía popular o en el recurso a las formas de la tradición. José Antonio Quintero, revitalizando el paisaje desde una perspectiva ingenua, sin proponerse otra cosa que situarse en un punto intermedio entre la expresión y la impresión, negándose a restablecer cualquier vínculo con la Escuela de Caracas, abrió un camino desprejuiciado, de imprevisibles consecuencias. Dividir el arte figurativo en expresión culta y expresión naif como justificación de una separación tan elitista como bochornosa responde un criterio demasiado simplista. No se trata de declarar la incompatibilidad entre dos culturas, como quien habla de clases sociales, entre marginalidad y expresiones cultas. Creadores técnicamente dotados, insospechables de ingenuidad, retoman la imagen popular procedente de la magia o del culto popular a partir de un lenguaje que se plantea voluntariamente en términos simbólicos. Los retratos de José Gregorio, María Lionza y el Mocho Hernández, por Freddy Pereira, son tan válidos ejemplos como los paisajes del Avila por Quintero. Modelos de una búsqueda que. a despecho de su excentricidad en el primer caso, hacen honor a la necesidad de acceder a un arte público librado de todo intelectualismo. Quizás éste no sea el lugar más indicado par iniciar una discusión sobre el tema. Pero la presencia de Azalea Quiñones, cuyos retratos fluctuaban entre la interpretación psicológica propia de un temperamento expresionista y el humor naif, eran buen indicio de que el puente entre dos viejas culturas aún no estaba roto.