El Cinetismo y el Espacio Contructivo
El planteamiento básico del cinetismo y lo que lo define —tal como su nombre lo indica— es la producción del movimiento, real o ilusorio, en la obra como efecto de ésta en el mismo momento de su comunicación con el espectador. Pero, a diferencia del abstraccionismo geométrico, que se define por su estatismo plano, el cinetismo es un arte de carácter más abierto, a tal punto que puede decirse que es una tendencia internacional en cuya invención intervienen hallazgos y experiencias de varios países, entre los que se cuenta Venezuela.
En la base del cinetismo está la forma abstracta pura, si bien se diferencia de la abstracción geométrica por el hecho de que no es el plano en sí, como forma, lo que le interesa, sino el desplazamiento de la imagen a través de un efecto óptico que se hace depender del punto de vista o de la movilidad del espectador. Al dinamizar la forma geométrica, proporcionándole una dimensión real o virtual, el cinetismo resulta ser la consecuencia última del abstraccionismo como estilo capaz de servir a ese ideal de integración que ha perseguido el arte moderno. Pues la adopción del movimiento ha dado, de hecho, como resultado, también la conquista del espacio físico, lo cual da al cinetismo dominio sobre las tres dimensiones, al punto de que, sin renunciar al planismo de la pintura, ha sabido invadir con sus soluciones el espacio arquitectónico, integrándose y haciéndose uno con éste, de una manera como no lo había hecho hasta ahora ninguna tendencia antes que el cinetismo.
Dos son las formas características de producción del movimiento en la obra de arte cinética: primero, mediante la animación del plano al solicitar del espectador su desplazamiento lateral para conseguir con ello un efecto óptico percibido visualmente desde un punto de vista dinámico, pero exterior al objeto; y, segundo, por el efecto de movimiento transmitido físicamente, de modo mecánico, por micromotores o agentes naturales (como el viento o el agua) que activan el cuerpo de la obra sin necesidad de que el espectador se traslade. De tal modo que el cinetismo no sólo alienta en el espacio propio de la pintura, sino que extiende su poder sobre las dimensiones propias de la escultura y la arquitectura, y de allí que sea considerado el arte integrable por antonomasia.
La primera generación de cinéticos
En Venezuela, el cinetismo tiene un origen pictórico, entendiendo por esto el hecho de que sus realizadores principales han trabajado fundamentalmente con el color, la luz y las vibraciones ópticas de naturaleza gráfica, que, como en el caso de Jesús Soto, resultan de la superposición de dos planos de tramas o rejillas que interactúan separadamente al desplazarse el espectador. La luz y el color, la atmósfera y el espacio se encuentran soportando la estructura de los planteamientos de Soto y Cruz-Diez, a quienes hay que agregar, para hablar sólo de los precursores, a Alejandro Otero, quien procediendo también de la pintura, plantea en su arte la reactivación dinámica de la relación obra-ambiente físico.
Por lo que respecta a Venezuela puede hablarse de una escuela cinética netamente diferenciada. Y, aunque es una tendencia internacional, el cinetismo entre los artistas venezolanos se sustenta en matizaciones regionales que le confieren en nuestro caso rasgos de identidad muy particularizados por las circunstancias geográficas del espacio donde se han levantado sus creadores. Así, pareciera que la naturaleza está siempre presente en Jesús Soto, el más poético de los cinetistas actuales. La luz y la atmósfera reales, cuya incesante ósmosis se da en el trópico a través del fraccionamiento de las sensaciones, están a la raíz de su propuesta de movimiento: la luz como agente modificador del tiempo, el espacio como atmósfera activadora, como ambiente tangible penetrado y transparentado por el mismo. Arturo Uslar Pietri ha visto una relación muy estrecha entre la cercanía de la selva exuberante y los ríos prodigiosos del medio donde pasó Soto infancia y adolescencia; su arte está sutilmente traspasado por la energía de las ondas en movimiento. Soto mismo ha defendido este punto de vista: “Los artistas descifran el estado sensible del cosmos, paralelamente con el hombre de ciencia, que descifra a su turno los estados mensurables.” Y también: “Yo no creo que el hombre está frente al universo, sino que es parte integrante de él. Por eso, no creo más en el concepto tradicional de la pintura.” Esta declaración proporciona una clave para entender la obra de Soto como un esfuerzo por situar la percepción del arte en una totalidad que no admite una separación de sus términos: allí donde arte y percepción, dándose en el interior del universo del hombre, son una misma cosa; el arte es para Soto el hombre que se hace a sí mismo sujeto sensible de la transformación que opera su visión de las cosas. Esta idea lo ha llevado a incidir cada vez más en el arte como acontecimiento global, hasta abrir el espacio y conferirle calidad de idioma.
Carlos Cruz-Diez expresa una concepción del todo opuesta. El color es para él lo que la luz-atmósfera para Soto. Cruz-Diez es a la pintura lo que Soto a la arquitectura. Ambos han reflexionado de un modo u otro sobre el espacio físico con el fin de sistematizar la percepción de este espacio bajo la forma de un acontecimiento. En otras palabras, ambos han atacado el problema de la arquitectura y lo han resuelto cada uno a su manera. Soto es un artista de obra monocromática o, si se quiere, acromática. (no obstante que emplee con frecuencia el color físico para crear contraposiciones de planos). Cruz-Diez, por el contrario, es básicamente un colorista y su obra se apoya en una teoría del color ya definida desde 1959, cuando realizará su primer gran hallazgo importante: la fisicromía, punto de partida de una obra que, como la de Soto, e incluso en mayor medida, se torna más y más globalizante. También para Cruz-Diez el espectador es protagonista del hecho plástico que requiere de su intervención, trocando su rol pasivo en factor dinámico, mediante el cual se transforma su relación con un ambiente en el que, gracias a la percepción dinámica, la obra misma cambia incesantemente.
El arte cinético de los artistas venezolanos es translativo. Se vale de sus propios medios y, salvo con algunas excepciones, como en el caso de obras de J.M. Cruxent, Rubén Núñez y, en algún momento, de Omar Carreño, no adopta recursos electromecánicos. La operación óptica se plantea con la mayor virtualidad, incluso en el caso de artistas que ensayan artificios más complejos, como la sonorización del ambiente y las imágenes proyectadas en espejos, tal es el caso de Domingo Alvarez.
La invención de Cruz-Diez radica en el hecho simple de devolver el color a un estado puro y absoluto a partir del cual el color pudiera proponerse como su propia fuente energética. Hasta 1959 hacía arte figurativo de motivaciones folklóricas y decorativas, corno él mismo lo reconoció. Desde 1960, ya instalado en París, comienza a explorar el universo de la fisicromía, la capacidad inductiva del color para crear, por reflejo y superposición, nuevos espectros cromáticos que irradian y fluyen como un campo magnético, conforme a la actividad senso-perceptiva del ojo. La luz está en la base de toda virtualidad cromática, puesto que es efecto y causa de su manifestación. Cruz-Diez, al igual que otros cinetistas, trata de hacer evidente, fijándolo en el incesante flujo de su acontecer, los continuos cambios de la materia animada por el color.
Después de realizar pintura en dos dimensiones, Alejandro Otero se encontró trabajando, a partir de 1967, en proyectos escultóricos de gran monumentalidad. Junto a un equipo de técnicos trabajó en el diseño de estructuras y torres ambientales que hoy pueden verse rodeadas por la arquitectura en parques y avenidas de Caracas y ciudades del interior. La idea de movimiento real anima todos estos trabajos en los que Otero se propuso desmaterializar el volumen de la escultura para someterla a la energía natural que la pone en movimiento y que penetra su organismo. En verdad, ya el movimiento, como ilusión retinal traducida a vibraciones de color, se encuentra en su pintura e incluso en sus collages hechos con objetos, obras realizadas antes de 1967 para poner fin a una larga etapa. Así, por ejemplo, los colorritmos constituyen uno de los antecedentes más importantes del cinetismo. Así apreciamos que las esculturas cívicas de Otero están resueltas en tramos verticales provistos de celdas cúbicas moduladas, cada una de las cuales alberga un eje rotativo al que van adheridas, formando módulos, varias aspas que giran con el viento, como molinillos. Esta organización nos lleva a pensar en una fase escultórica evolucionada de los colorritmos.
Otero ha utilizado también, a diferencia de Soto y Cruz-Diez el movimiento de rotación procurado por un impulso eléctrico tal como se aprecia en su Rotor de 1968, pero su interés por relacionar la obra de arte con la naturaleza para hacer que ella se integre al juego natural de los elementos le hizo desistir de la tracción mecánica para interesarse en la energía del viento. En su obra hay una continuidad profunda que permite seguir los cambios y contradicciones en que incurrió a lo largo de su trayectoria, pero también la unidad y la marcha orgánica de su pensamiento de artista contemporáneo.
En el marco de las repercusiones del arte cinético en Venezuela corresponde decir que el momento de mayor influencia ejercida por cinéticos como Jesús Soto, Cruz-Diez y Julio Le Parc —para sólo hablar de latinoamericanos— se localiza a fines de la década del 60, y dentro del pluralismo de la época. Esta repercusión fue menor en manifestaciones, pero más intensa y depurada a lo largo de los 70, cuando la influencia del cinetismo se extendió a otras ciudades del país, especialmente a Valencia, donde se desarrolló un importante movimiento abstracto-constructivo. En esta área de influencia del cinetismo se inscriben Rafael Pérez, Manuel Pérez y Rafael Martínez, quienes están representados en la Colección del Museo de Arte Moderno de Mérida.
El arte abstracto-constructivo con énfasis en la expresión del movimiento tiene abundante presencia en nuestro Museo, aunque sólo en pocos casos puede hablarse aquí de movimientos o grupos, fuera de los que, por ejemplo, podrían conformarse a partir de las obras de Soto y Cruz-Diez, y, por otro lado, de las de Omar Carreño, Gabriel Marcos y Rubén Márquez. Los dos primeros son artistas definitorios y, por así decirlo, pilares del cinetismo, en tanto que los segundos formaron parte del grupo expansionista, fundado en 1966 y de corta vida. Otro número de artistas sigue o explora de modo personal y cada uno a su manera el cinetismo, como son los casos de Rodrigo Rodríguez, Esteban Castillo, Raúl Sánchez, Miguel de León, Cruxent (a quien estudiamos también como informalista), Enrique Sardá, Alfredo Maraver, entre otros.
De manera aparte, debe tratarse a las obras de Nedo M.F., Marcel Floris, Teresa Casanova. Por su parte, Omar Carreño está representado con una de sus obras características del movimiento expansionista. Obra en forma de caja de acrílico, iluminada interiormente con luz de neón y manipulable por el espectador a través de dos botones en la parte superior, que hacen girar una serie de aspas conteniendo una gama de colores. Las variaciones introducidas en la obra dependen tanto de los agentes cromáticos como de la iluminación rasante en el interior de la caja y del movimiento rotatorio que se imprime a las aspas.
Las obras de Nedo M.F. y de Francisco Salazar se fundan en las propiedades del blanco empleado como materia en una estructura geométrica en la cual se pone en juego la relación positivo-negativo. Formas retinales que alternativamente dan la impresión de estar en relieve o bajorrelieve, y cuyo dinamismo es activado también por la energía vibratoria emanada del color blanco distribuido uniformemente por toda la composición. Son artistas retinales como Gerd Leufert, quien proporciona a la abstracción geométrica un impulso más expansivo, en una composición plana y abierta, empleando colores inusuales, y como Gonzalo Castellanos, cuya obra es ejemplo de un tipo de abstracción retinal: planos de color que se constituyen alternativamente en forma y fondo.
Jesús Soto es seguramente el artista que está mejor representado, al menos numéricamente hablando, en el Museo de Arte Moderno de Mérida. Sus trabajos cubren aquí un período que va de 1955 a 1968, incluyendo un importante cuadro de este último año. La serie Sotomagie figura entre sus primeras obras cinéticas y de ellas hizo la Galería Denise René, de París, en 1969 la edición múltiple, once de cuyos ejemplares están en nuestro Museo (ilus. n° 37, 38 y 41) por donación del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes. Dentro de esta serie apreciamos un tipo de estructura formada por una lámina de plexiglás en la cual se ha grabado una espiral blanca, superpuesta, a corta distancia, a una base o soporte que lleva, a su vez, impresa otra espiral parecida, de diferente proporción. El desplazamiento del espectador hacia cualquier lado produce una vibración en el registro de las dos espirales, y en este efecto reside la actividad cinética de la obra. En otras obras de la misma serie la lámina de plexiglás lleva inscritos varios cuadrados que actúan sobre una trama de líneas verticales, en forma de enrejado. La movilidad de los cuadrados es también ilusoria y el resultado depende del desplazamiento del espectador. Pero la obra más importante de Soto en el Museo de Mérida es uno de los primeros relieves donde empleó cuadrados metálicos que sobresalen de un plano en forma de tablero (ilus. n° 39); la vibración se produce por el entrecruzamiento de los bordes de los cuadrados con una trama lineal dibujada en el tablero.
Imágenes transformables, de Omar Carreño (ilus. n° 40), es una obra óptico-constructiva formada por una caja negra iluminada interiormente con luz de neón, y manipulable desde afuera mediante dos botones ubicados en los extremos de la parte superior. Estos botones mueven respectivamente dos aspas de plexiglás que contienen la gama de colores. Con el movimiento rotatorio que se imprime manualmente a las aspas se logra modificar la armonía de colores y la tonalidad general de la obra. Y esta transformación explica el concepto expansionista con que Carreño identificó a este tipo de obras.
La obra de Marcel Floris (ilus. n° 44) está más cerca del cinetismo que de la abstracción geométrica, por cuanto incorpora al rectángulo de pintura un péndulo en forma de disco giratorio, pintado por sus dos caras. El movimiento del disco introduce alternativamente, según gire, dos posibilidades combinatorias a la armonía básica (rojo y negro) que está en el rectángulo de fondo.
Francisco Salazar se interesó en los efectos retinales de la luz cuando ésta actúa sobre una superficie monocroma, generalmente tratada con un blanco que cubre uniformemente un soporte de cartón corrugado (ilus. n° 42). El tono de base resulta modificado siempre por la coloración virtual resultante de percibir las formas en su movimiento ilusorio.
La obra de Nedo (ilus. n° 43) se inscribe en el ámbito constructivo correspondiente a lo que se ha llamado arte retinal u óptico. La luz, al actuar sobre el plano blanco del cuadro, produce modificaciones en su percepción que dinamizan la composición para originar, a partir de las formas, espacios ambivalentes o reversibles, tan pronto positivos como negativos. La construcción serial, lograda con una pasta en espesor, presenta aspecto de relieve monocromo.
Paul Klose fundó su larga trayectoria de pintor abstracto en la forma geométrica y en el color plano (ilus. n° 45). Puede ser considerado como el artista más consecuente entre nosotros con el espíritu de la abstracción geométrica de la década del 50. Sin embargo, su trabajo de los últimos años deja atrás de manera yuxtapuesta planos o formas bidimensionales en favor de la obra cerrada, cuya forma tiende a configurarse como una estructura pura, imponderable, ambigua, fluida, tan pronto separada del espacio como fundida a la continuidad de éste. Lo plano y lo tridimensional están así en constante lucha, lo que hace siempre de un cuadro de Klose un ambiguo juego entre lo objetivo y lo visual.
Dentro del arte abstracto constructivo se encuentra una tendencia que concibe la obra como un objeto manipulable. A menudo se trata de relieves o esculturas en las que interactúan partes articuladas a un todo o estructura, o también de elementos sueltos separados que se integran a la obra mediante imanes o cintas adhesivas. Precursores de esta modalidad en Venezuela fueron Asdrúbal Colmenares y Omar Carreño, si bien desde los años 60 encontramos algunos desarrollos preliminares. En el Museo de Arte Moderno de Mérida se encuentran algunos ejemplos de obras representativas de esta modalidad. Así tenemos la escultura en forma de cojín, de William Stone, en envoltorio plástico y pintura industrial, de 1973, Guillotina n° 2, de 1967, de Rubén Márquez, Estructura variable, 1981, de Gabriel Marcos, Doble estructura durable, 1969, de Angel Ramos Giugni, Vibración, 1969, de Rafael Martínez, e Imágenes transformables, de Omar Carreño. Todos estos trabajos, si bien completos en sí mismos, admiten ser manipulados a fin de producir en ellos cambios que se traducen en un efecto vibracional o móvil —en Omar Carreño, Rafael Martínez y Ramos Giugni—, o como conceptual, en Rubén Márquez, o como estructural en Gabriel Marcos —modificando la forma fija de la obra.